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Biblioteca Evoliana

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 12. Universalidad y centralismo

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 12. Universalidad y centralismo

Biblioteca Julius Evola.- Existe una diferencia sustancial entre la universalidad y el centralismo como principios organizadores del Estado. El Imperio no es centralista, sino universal. Solamente exige de las partes que lo constituyen una "fides", una lealtad. La adhesión de las partes al principio metafísico que inspira el Imperio se sitúa por encima de los particularismos de cada unidad que lo integra. Por el contrario, cuando esa unidad se intenta imponer de manera artificial y fuera de los principios metafísicos, entonces se produce un proceso centralizador que Evola denuncia

 

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UNIVERSALIDAD Y CENTRALISMO

El ideal del Sacro Imperio Romano es el que, en contraste, mejor  esclarece la decadencia que sufre el principio del "reino" cuando  pierde su base espiritual. Anticiparemos aquí algunas ideas que  serán desarrolladas en la parte histórica de esta obra.

El ideal gibelino del Sacro Imperio Romano implica, de la forma  más neta, la idea del origen sobrenatural y de la naturaleza suprapolítica y universal del Regnum y de otra parte, que el emperador, en tanto que lex animata in terris y cúspide de la ordinatio ad unum es aliquod unim quiod non est pars (Dante) representa un poder que trasciende la comunidad de la cual tiene la dirección, al igual que el imperio no debe ser confundido con  los reinos y de las naciones que lo componen, pues se trata de algo cualitativamente diferente, anterior y superior, en su principio a cada uno de ellos([1]). No hay que ver una incoherencia ‑como lo hacen alguno historiadores‑([2]) en el contraste que aparece en la Edad Media entre el derecho absoluto, sin consideración por el lugar, la raza y la nación, que hacía  valer el Emperador regularmente investido y consagrado y, por ello, convertido en "ecuménico" y los límites efectivos de su poder material frente a soberanos europeos que le debían obediencia. Por su naturaleza misma, el plano de toda función universal verdaderamente unificadora no es el material y la única forma que puede correspondesponder a su fin es no afirmándose como unidad y como poder exclusivamente materiales, es decir, políticos y militares. No era pues en principio, por un lazo material, político y militarmente consolidado, que los diversos reinos estaban unidos al Imperio, sino por un lazo ideal y espiritual, expresado por el término característico de fides, que, en la lengua medieval, tenía simultáneamente  un sentido religioso y  político‑moral de "fidelidad" o "entrega". La fides, elevada a  la dignidad de sacramento, sacramentum fidelitatis, y  considerado como principio de todo honor, era el cimiento de  las diferentes comunidades feudales: la "fidelidad" unía al  feudatario a su principio o bien al feudatario de un rango más  elevado. Sobre un plano superior, purificado e inmaterial, debía,  sin embargo, relacionar estas unidades parciales ‑singulae  communitates‑ con el centro de gravedad del Imperio, superior a cada una de ellas y los representes de una autoridad y un poder  trascendentes que, en tanto que tales, no tenían necesidad, en  principio de recurrir a las armas para ser reconocidos.

Por esta razón, igualmente, en la Edad Media feudal e  imperial ‑como en cualquier otra civilización de tipo tradicional‑ la unidad y la jerarquía pudieron conciliarse con mucha independencia, libertad y diferenciación.

En general, sobre todo en las civilizaciones propiamente arias,  se constata la existencia de un largo período durante el cual, en  el interior de cada Estado o de cada ciudad, reinaba un  pluralismo libre. Las familias, los linajes, las gentes,  aparecían cada una como otros tantos Estados reducidos, otros tantos poderes ampliamente autónomos, recuperados en una unidad ideal y orgánica poseyendo lo que les era necesario para la vida material y espiritual: un culto, una ley, una tierra, una milicia([3]). La tradición, la comunidad de origen y de raza ‑raza no simplemente física, sino también espiritual‑ constituían la base única de la organización superior susceptible de  desarrollarse hasta la forma de Imperio, sobre todo cuando el  grupo original de fuerza irradiaba en un espacio más amplio para  ordenar y unificar. A este respecto, el primer período franco es  significativo. "Francos" fue sinónimo de seres libres,  portadores, por la raza, de una dignidad que, a sus ojos, les  volvía superiores a todos los demás hombres ‑"Francus liber  dicitud, qui super omnes gentes alias decus et dominatio illi  debetur" (Turpin). Hasta el noveno siglo, fueron la comunidad de  civilización y la pertenencia al mismo tronco francolo que  sirvió de base al Estado, sin que hubiera unidad política  organizada y centralizada coextensiva a un territorio nacional,  según la concepción moderna. Más tarde, al producirse el  desarrollo carolingio y hasta la constitución del Imperio, la  nobleza franca se encontraba dispersa por todas partes y eran  precisamente estas unidades distanciadas, extremadamente  autónomos, pero que conservaban sin embargo un lazo inmaterial con el centro, quienes constituían, como las células del sistemas nervioso en el organismo, el acontecimiento vital unificador en la totalidad del conjunto.

La tradición extremo‑oriental, sobre todo, ha puesto de  relieve la idea según la cual distanciándose del dominio periférico, no  interviniendo directamente, manteniéndose en la inmaterialidad  esencial del centro, parecida a la del cubo de la rueda, que  condiciona el movimiento, se puede alcanzar la "virtud" que  definió el verdadero imperio, conservandolos individuos la  sensación de ser libres y desarrollándose todo ordenadamente, por que, gracias a la compensación recíproca debida a la invisible  dirección, los actos arbitrarios o los desórdenes parciales no  harán más que contribuir al orden total([4]).

Tal es la concepción‑límite de la verdadera unidad y la  verdadera autoridad. Cuando se afirma, por el contrario, la idea  de una autoridad y de una unidad que no dominan la multiplicidad  más que de una forma material, directa y política, interviniendo  por todas partes, aboliendo toda autonomía de los grupos  particulares, nivelando en un espíritu absolutista todos los  derechos y privilegios, desnaturalizando y oprimiendo a los  diferentes estratos étnicos, la imperialidad, en el sentido  verdadero del término, desaparece, y no nos encontramos ya en  presencia de un organismo, sino de un mecanismo. Tal es el tipo de los Estados modernos, nacionales y centralizadores. Y veremos que por todas partes donde un monarca ha caido en tal nivel, donde, renunciando a su función espiritual, ha promovido un absolutismo y una centralización político‑material, emancipándose de todo lazo respecto a la autoridad sagrada, humillando la nobleza feudal, apropiándose de poderes que anterioremente se encontraban en la aristocracia, ha cavado su propia tumba,  provocando una reacción fatal: el absolutismo no es más que un  corto espejismo pues la nivelación prepara la demagogia, el  ascenso del pueblo, del demos, al trono profanado([5]). Tal es el  caso de la tiranía que, en algunas ciudades griegas, sucedió al  régimen aristocrático‑sagrado anterior: tal es también, en cierta  medida, el caso de Roma y Bizancio, en las formas niveladoras de  la decadencia imperial; tal es, en fin, ‑como veremos más adelante‑ el sentido de la historia política europea, desde la caida del ideal espiritual del Sacro Imperio Romano y de la subsiguiente constitución de monarquías nacionales secularizadas hasta el fenómeno final del "totalitarismo".

De estas grandes potencias, nacidas de la hipertrofia del  nacionalismo y de una bárbara voluntad de poder de tipo militar o económico, a los cuales se ha continuado dando el nombre de  imperios, no vale la pena hablar. Un Imperio, repitámoslo, no es  tal más que en virtud de valores superiores a los cuales una raza  determinada se ha elevado, superándose primeramente ella misma,  y superando sus particularidades naturales. Esta raza se convierte entonces en portadora, en el mas alto grado, de un principio que existía igualmente, pero solo bajo una forma potencial, en otros pueblos disponiendo, en cualquier grado, de una organización tradicional. En semejante caso, la acción material de conquista aparece como una acción que derriba las barreras empíricas y eleva las diferentes potencialidades hasta un nivel de actualización única, produciendo así una unificación en el sentido real de la palabra. Si un "mueve y deviene",  como en un ser golpeado por el "rayo de Apolo" (C. Steding), es la  premisa elemental para toda raza que aspire a una misión y a una  dignidad imperiales, encontramos aquí exactamente lo opuesto de  la moral correspondiente a lo que se llama "el egoismo sagrado"  de las naciones. Quedar encerrado en los carácteres nacionales  para dominar, en el nombre de estos,otras gentes y otras tierras, no es posible más que a título de violencia temporal. Un órgano particular no puede pretender, en  tanto que tal, dominar a los otros órganos del mismo cuerpo: solo puede hacerlo, por el contrario, cesando de ser lo que es, convirtiéndose  en un alma, es decir, elevándose a la función inmaterial capaz de  unificar y dirigir la multiplicidad de las funciones corporales  particulares, en tanto que las trasciende a todas. Si los  intentos "imperialistas" de los tiempos modernos han abortado,  precipitando a menudo hacia la ruina a los pueblos que se han  entregado a ellos, o han sido la fuente de calamidades de todo tipo, la  causa es precisamente la ausencia de todo elemento verdaderamente espiritual, es decir, suprapolítico y supranacional y su reemplazo por la violencia de una fuerza más fuerte que la que se intenta sujetar, pero no por una naturaleza diferente. Si un Imperio no es un Imperio sagrado, no es un Imperio, sino una especie de cáncer que afecta al conjunto de las funciones distintas de un organismo viviente.

Asi se analiza la degradación de la idea del "reino" cuando esta,  separada de su base espiritual tradicional, se ha vuelto laica,  exclusivamente temporal y centralizadora. Si pasamos ahora al otro aspecto de la desviación, constatamos que lo propio de toda  autoridad sacerdotal que desconoce la función imperial ‑como fue  la Iglesia de Romadurante la lucha por las  investiduras‑ es tender precisamente a una "desacralización" del  concepto del Estadoy de realeza, hasta el punto de  contribuir ‑a menudo sin advertirlo‑ a la formación de la mentalidad laica y "realista", que debía luego inevitablemente alzarse contra la misma autoridad sacerdotal, y abolir toda ingerencia efectiva de la Iglesia en el cuerpo del Estado. Tras el fanatismo de estos medios cristianos de los orígenes que identificaban la "imperialidad" de los césares a una satanocracia, la grandeza de la aeternitas Romae a la opulencia de la prostituta de Babilonia, las conquistas de las legiones a un  magnum latrocinium; tras el dualismo agustiniano que frente a la  civitas Dei, veía en toda forma de organización del Estado una creación no solo exclusivamente natural, sino también criminal ‑corpus diabuli‑, la tesis gregoriana sostendrá precisamente la doctrina llamada del "derecho natural", en virtud de la cual la autoridad real se encuentra desprovista de todo carácter trascendente y divino, y reducida a un simple poder temporal transmitido al rey por el pueblo, poder cuya utilización implica pues la responsabilidad del rey respecto al pueblo, mientras que toda forma de organización positiva del Estado es declarada contingente y revocable, en relación a este "derecho natural"([6]). En efecto, desde que en el siglo XIII fue definida la doctrina católica de los sacramentos, la unción real cesó de formar parte y ser prácticamente asimilada, como en la concepción precedente, a una ordenación sacerdotal.A continuación, la Compañía de Jesús no duda en intervenir a menudo para acentuar la concepción laica y antitradicional de la realeza (concepción que, en algunos casos, apoya el absolutismo de las monarquías sometidas a la Iglesia y, en otros, llega incluso hasta el regicidio([7]) a fin de hacer prevalecer la idea según la cual la Iglesia es la única en poseer un carácter sagrado y es pues a ella a quien pertenece la primacía. Pero, ‑como ya hemos indicado‑ es exactamente lo contrario lo que se producirá. El espíritu evocado derribará al evocador. Los Estados europeos, transformados verdaderamente en  creadores de la soberanía popular y de los principios de pura economía y de asociación acéfala que la Iglesía había sostenido indirectamente con ocasión de la lucha de las Comunas italianas contra la autoridad imperial, constituyéndose como seres en sí, secularizándose, relegaron todo lo que es "religión" a un plano cada vez más abstracto, personal y secundario, cuando no la transformaron simplemente en un instrumento a su servicio.

Conviene mencionar también la inconsecuencia de la tesis guelfa,  según la cual la función del Estado consistiría en reprimir la  heregía y defender la Iglesia, hacer reinar en el cuerpo social  un orden conforme a los principios mismos de la Iglesia. Esto  presupone claramente, en efecto, una espiritualidad que no es un  poder y un poder que no es espiritualidad. ¿Cómo un principio  verdaderamente espiritual podría tener necesidad de un elemento  exterior para defender y sostener su autoridad? Y ¿qué puede ser  una defensa y una fuerza fundadas sobre un principio que no es  él mismo directamente espíritu, sino una defensa y una fuerza  cuya sustancia es la violencia? Incluso en las civilizaciones  tradicionales donde predomina, en algunos momentos, una casta  sacerdotal distinta de la realeza, no encuentra se nada parecido. Ya  hemos repetido a modo de ejemplo, como los brahmana, en la  India, impusieron directamente su autoridad sin tener necesidad  de nadie para "defenderles" y sin estar siquiera  organizados([8]). Esto se aplica igualmente a otras diversas  civilizaciones, así como a la forma de afirmar la autoridad  sacerdotal en el interior de muchas ciudades griegas antiguas.

La visión guelfa (tomista‑gregoriana) vuelve a atestiguar una  espiritualidad desvirilizada, a laque se añade extrinsecamente un poder temporal en vistas a fortificarla y volverla eficaz en torno a los hombres, en lugar de la síntesis entre espiritualidad y poder, entre suprahumanidad y "centralidad" real, propia a la pura idea tradicional. La concepción tomista buscará, ciertamente, paliar semejante absurdo adminiendo entre el Estado y la Iglesia una cierta continuidad, es decir, viendo en el Estado una institución "providencial", pero que no puede llevar su acción más allá de un límite dado, a partir del cual la Iglesia interviene, a título de institución eminente y directamente sobrenatural, conduciendo al conjunto de la organización a su perfección y realizando el fin que excedit proportionem naturalis facultatis humanae. Aunque tal concepción está menos alejada de la verdad tradicional, se enfrenta sin embargo, en el orden de ideas al cual pertenece, a un dificultad insuperable, en razón de la diferencia esencial ya indicada del tipo de las relaciones con lo divino que caracterizan respectivamente como ya hemos indicado, la realeza y el sacerdocio. Para que pueda existir continuidad y no un hiato, entre el Estado y la Iglesia, es decir, entre los dos grados sucesivos, reconocidos por la escolástica, de una organización única, sería preciso que la Iglesia encarnara en el orden suprasensible el mismo espíritu que el imperium, en el sentido estricto de la palabra, encarna sobre el plano material, es decir, encarna el ideal, ya mencionado, de la "virilidad espiritual". Pero la concepción "religiosa" propia al cristianismo no permitía concebir algo similar; hasta Gelasio I se afirma, por el contrario, que tras la venida de Cristo, nadie puede ser a la vez rey y sacerdote. Cualquiera que sea su pretensión hierocrática, la Iglesia no encarna el polo viril, sino el polo femenino (lunar) del espíritu. La llave puede corresponderle, pero no el cetro. No es la Iglesia, mediadora de un divino teísticamente substancializado y concibiendo la espiritualidad como una "vida contemplativa" esencialmente distinta de la "vida activa" (Dante mismo no ha superado la antítesis), quien pueda pretender integrar todas las organizaciones particulares y aparecer en consecuencia como la cúspide de una gran ordinario ad unum homogénea donde culmina la intención "providencial" que se manifiesta ya, según la concepción anterior, en las unidades políticas orgánicas y  jerárquicas particulares.

Si un cuerpo no es libre más que cuando obedece a su alma, no a  una alma heterogénea, se debe reconocer la profunda verdad de la  afirmación de Federico II, según la cual los Estados que  reconocen la autoridad del Imperio son libres, mientras que los  que se someten a la Iglesia ‑representante de otra  espiritualidad‑ son esclavos([9]).



([1])Cf. DE STEFANO, Idea imper., op. cit., pag. 31, 37, 54; J.  BRYCE, Holy Roman Empire, London, 1873, pag. 110: "El Emperador  tenía derecho a la obediencia de la cristiandad no como jefe  hereditario de un pueblo victorioso, ni como señor feudal de una  parte de la tierra, sino en tanto que era solemnemente investido  en su cargo. No solo superaba en dignidad a los reyes de la  tierra, sino que la naturaleza de su poder era diferente y lejos  de suplantar o rivalizar con ellos, se situaba por encima de  ellos y se convertía en la fuente y la condición necesaria de su  autoridad sobre sus diferentes territorios, el lazo que los unía  en un conjunto armonioso".

([2])Por ejemplo BRYCE, op. cit., pag. 111.

([3])Cf. F. de COULANGES, Cité Ant., op. cit., pag. 124; para los  pueblos nórdicos O. GIERKE, Rechtsgeschichte des deutschen  Genossenschaft, Berlín, 1898, v. I, pag. 13 ‑ GOBINEAU, Inégal.  races, cit., pag. 163 por lo que respecta al odel, unidad nórdica  primordial de sacerdocio, nobleza y propiedad de las familias  libres.

([4])Cf. LAO‑TSE, Tao‑te‑king, passim y III, XIII, LXVI. Es sobre  esta base que ha tomado forma en China y, en parte también, en el  Japón, la concepción del "emperador invisible" que se ha  traducido incluso en un ritual especial.

([5])R. GUENON, Autorité spirituelle et puvoir temporel, cit.,  pags. 112 y sigs.

([6])Sobre el verdadero sentido, positivo y político, de la  primacía del "derecho natural", primacía que pertenece al arsena  ideológico de la subversión, cf. lo qu hemos tenido ocasión de  indicar en nuestra edición de ensayos de J.J. BACHOFEN, Las  Madres y la virilidad olímpica (Milán, 1949).

([7])Cf. R. FÜLLOP‑MILLER, Segreto della Potenza dei Gesuiti,  Milán, 1931, pags. 326‑333.

([8])En el Mânavadharmashastra (XI, 31‑34) se dice categóricamente  que el brahmana no debe recurrir a nadie, príncipe o guerrero,  para ser ayudado.

([9])HUILLARD‑BREHOLLES, Hist. Dipl. Frieder. etc., op. cit., v.  V, pag. 468.

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