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Biblioteca Evoliana

Julius Evola, Reaccionario Radical y Metafísico Comprometido. Alain. de Benoist

Julius Evola, Reaccionario Radical y Metafísico Comprometido. Alain. de Benoist

Biblioteca Evoliana.- Este largo ensayo fue redactado por Alain de Benoist como prefacio para la edición definitiva de "Orientaciones" y "Los hombres y las ruinas", en n volumen de las "Obras de Julius Evola" que apareció en enero de 2002 en las Edizioni Mediterraéne de Roma. Fue publicado posteriormente en el número doble 53-54 de la revista francesa Nouvelle Ecole, año 2003, páginas 147-169. Nos ha sido remitido por su traductor José Antonio Hernández García. El artículo puede ser considerado como la toma de posición de la Nouvelle Droit ante el pensamiento de Julius Evola.

JULIUS EVOLA, REACCIONARIO RADICAL Y

METAFÍSICO COMPROMETIDO

Análisis crítico del pensamiento político de Julius Evola


Alain de Benoist

Traducción de José Antonio Hernández García

En El camino del cinabrio, Evola cuenta la sorpresa que se llevó al regresar a Roma en 1948 1 y constatar que todavía existían en Italia «grupos, sobre todo de jóvenes, que no se dejaron arrastrar por el hundimiento general. Particularmente en esos medios mi nombre era conocido y mis libros eran muy leídos»2. Es gracias a dichos jóvenes –lo que después confirmaría reiteradamente3– que el autor de Rebelión contra el mundo moderno decide redactar, primero, un folleto titulado Orientaciones –cuya primera edición apareció en 1950 a iniciativa del grupo fundador de la revista Imperium, que entonces dirigía Enzo Erra–, y tres años después el libro Los hombres y las ruinas, que fue publicado en las ediciones romanas dell’Ascia. Con estas dos obras, Evola quería responder a la demanda que sus jóvenes lectores le habían hecho para obtener de él las «directrices capaces de conferir una orientación positiva a su actividad». Él mismo describiría a Orientaciones –en el prefacio que escribe para la edición de 1971– como una «rápida síntesis provisional de algunos puntos esenciales y generales», síntesis destinada a proponer, no tanto órdenes o un programa político sino «consignas» de valor existencial destinadas a «aquellos que seguramente combaten estando conscientes que la batalla estaba materialmente perdida». Pero es también en este pequeño libro donde escribe las siguientes líneas: «Estamos hoy en medio de un mundo en ruinas. Y la cuestión que hoy debemos plantearnos es ésta: ¿existen todavía hombres de pie entre estas ruinas? ¿Y qué deben hacer, qué puede aún hacer?» Los hombres y las ruinas le permitiría responder de manera más completa a esta cuestión

Tomando en cuenta lo anterior, quizá podríamos considerar Orientaciones y Los hombres y las ruinas como simples escritos de circunstancia; pero eso sería un error, al menos por dos razones. La primera es la influencia considerable que ambas obras no han dejado de ejercer desde la época en que fueron escritas. De ello dan testimonio el gran número de ediciones y traducciones de las que han sido objeto4; Orientaciones y Los hombres y las ruinas han servido indudablemente de «lectura de despertar» a varias generaciones de jóvenes, salidas particularmente de los medios de la derecha radical. Allí encontraban una síntesis de las ideas políticas de Julius Evola, a las que accederían de manera relativamente fácil, y no hay duda de que, en muchos casos, es gracias a la lectura de dichos libros que comenzaban a familiarizarse con el pensamiento evoliano, lo que les permitiría descubrir después otros aspectos más propiamente metafísicos.

La segunda razón es que ambos libros están lejos de constituir un bloque marginal o aislado en la obra de Evola. Éste, prácticamente jamás había dejado de escribir –al menos desde inicios de los años treinta si no es que desde finales de los años veinte– textos de carácter directamente político. Ese rasgo es uno de los que distinguen claramente la corriente de pensamiento «tradicionalista» con la que generalmente se le relaciona. Contrario a otros teóricos de la Tradición, desde René Guénon hasta Frithjof Schuon, Evola constantemente tomó posición sobre problemas políticos y él mismo adoptó posiciones políticas, especialmente en sus artículos de periódicos y revistas, la mayoría de los cuales se han reunido en forma de libro sólo hasta después de su muerte5. Esta particularidad, que ha hecho que su obra se considere una

sorprendente mezcla de inactualidad aristocrática, de intempestividad soberana o de supra-historicidad metafísica, y con una continua implicación en problemas de actualidad, de compromiso en el campo ideológico-político6,

está en relación, sin duda, con su voluntad de afirmarse como un «guerrero» (kshatriya) más que como un «sacerdote» –y por consiguiente con su afirmación, tan contraria a la opinión de René Guénon, según la cual el guerrero o el rey es portador, en las sociedades tradicionales, de un principio espiritual de dignidad igual al del sacerdocio. Dicho interés es incluso tan constante en él, que a veces nos podemos preguntar si debemos considerarlo un pensador de la Tradición particularmente interesado en la política, o un teórico político que se refiere a los principios de la Tradición. Pero la duda se disipa cuando vemos la definición que Evola da de la política. Dicha definición basta, en efecto, para reconocerlo como metafísico –«metafísico comprometido» sin duda alguna, pero primero y ante todo metafísico.

Contrario a un politólogo como Julien Freund, para quien la política es «originariamente sustancial a la sociedad en tanto esencia»7 y que sostiene el carácter estrictamente autónomo de dicha esencia, Evola forma parte de los autores que reconducen o llevan la política a una instancia distinta a la suya propia. Según él, en último análisis, la política depende de la ética y de la metafísica: sólo representa la aplicación, en un terreno particular, de principios que, lejos de caracterizar o de pertenecerle con toda propiedad, encuentran fuera de su origen su significación y su legitimidad. Mientras que para Julien Freund la política es

la actividad social que se propone asegurar, mediante la fuerza, generalmente fundada en el derecho, la seguridad exterior y la concordia interior de una política particular, garantizando el orden en medio de luchas que nacen de la diversidad y de la divergencia de opiniones e intereses8,

para Evola es la «aplicación de las directrices del supra-mundo», es decir, una actividad puesta en marcha por una autoridad cuyo fundamento no puede ser más que «metafísico»9, autoridad identificada a una «cualidad trascendente y no únicamente humana»10. «El verdadero fundamento del Estado –escribe Evola– es la trascendencia de su principio»11. De allí se deduce que las reglas de la acción política no son autónomas sino derivadas. La política no es, en el fondo, política sino metafísica: en tanto es una «traducción», carece de esencia propia. Es por ello –asegura Evola– que el metafísico está mejor situado que nadie para decir en qué debe consistir12.


El primado del Estado

Los hombres y las ruinas es un libro que contiene, menos de lo que se podría creer, la marca de la época en la que fue escrito. Esa es la razón por la cual ha podido ser leído, con el mismo interés, por varias generaciones sucesivas de lectores. Sin darnos cuenta de su magnitud, Evola de repente se sitúa fundamentalmente a nivel de los principios. Esto es particularmente cierto en los once primeros capítulos, en los que expone precisamente cuáles son estos principios –términos que, para él, siempre tiene el sentido de ideas o de reglas superiores absolutas. La segunda parte, que trata tanto del corporativismo como de la «guerra oculta», es, en cambio, más disperso, más desigual, y es sin duda el que hoy en día podría parecer el más «envejecido».

Debemos darle el crédito a Evola de expresarse siempre sin artificio, sin concesiones tácticas ni de la coyuntura ni en espera de la impresión que sus propósitos podrían producir. Philippe Baillet pudo hablar, a este respecto, de un «estilo desnudo en extremo, a veces altivo y solemne pero, incluso en ese caso, carente de cualquier artificio literario y de cualquier retórica fácil»13. Evola es además el primero en reconocer no solamente su radicalismo, sino también el primero en gloriarlo y pregonarlo a quienes lo escuchan: «Nosotros debemos tener como propia la valentía de las elecciones radicales (il coraggio del radicalismo), el no lanzado a la decadencia política bajo todas sus formas, sean de izquierda o de la que a sí misma se llama derecha»14. Habremos de hablar más adelante del radicalismo. Digamos por lo pronto que debe ser puesto en relación, ante todo, con lo que Evola llama la «intransigencia de la idea». Para Evola, la idea no puede ser producto de las circunstancias. Pertenece y tiene su origen en una esfera separada de todas las contingencias, escindida incluso de cualquier otra forma de pertenencia: «La idea, y solo la idea, debe representar la verdadera patria»15.

Esta forma de abordar las cosas explica la economía general de una obra como Los hombres y las ruinas. Al hablar de política, Evola casi no hace referencia a ningún gran teórico clásico de la cosa pública. Aunque hace patente su escasa simpatía por Maquiavelo, y ocasionalmente evoca a Juan Jacobo Rousseau, guarda silencio en nombres como los de Locke, Hobbes, Althusio y Bodino, tanto como por los de Tocqueville o de Max Weber. Subraya que lo económico es, para él, un «factor secundario», pero no elabora ninguna refutación argumentada del pensamiento de Adam Smith o del de Karl Marx, y tampoco examina a detalle las complejas relaciones entre el poder político y el dominio jurídico. Su propósito, que es ante todo metafísico, casi no se ilustra con las experiencias políticas que conoció durante los años treinta. No hay nada qué buscar en él desde el punto de vista de la teoría politológica propiamente dicha. Por lo mismo, se afana muy poco en trasladar a nivel de aplicaciones concretas los principios normativos que enuncia. En las raras ocasiones que lo intenta, sus proposiciones frecuentemente revisten un carácter muy general16, incluso enigmático17.

En una palabra, Evola se esfuerza en permanecer siempre al nivel de aquello que para él es lo esencial. Pero, ¿qué es lo esencial? Se sabe que para Evola toda la historia humana, desde hace dos milenios y medio, puede leerse como un proceso de involución, demasiado lento al principio, y después cada vez más acelerado, y que culmina en la modernidad. Este proceso de decadencia obedece a la ley de «regresión de las castas», que acabó por consagrar los valores mercantiles, económicos –que para Evola también son los de la mujer y del pueblo– y por dar el poder a sus representantes. Se caracteriza por la pérdida progresiva del elemento espiritual, viril y heroico, que es propio de la «Luz del Norte», y por la llegada correlativa de los valores disolventes de las culturas «ginecocráticas» del Sur. Su resultado es el eclipsamiento de las «visiones del mundo» (Weltanschauungen) impersonales, ordenadas conforme a principios metafísicos superiores, en favor únicamente del saber libresco y del intelectualismo abstracto, pero también de la primacía del «alma», dominio de las pulsiones instintivas y de las pasiones indiferenciadas por encima del «espíritu», que es el dominio de la claridad «apolínea» y de la racionalidad. Para Evola, dicho proceso constituye un hecho primigenio que justifica la mirada peyorativa que tiene respecto de la historia: ésta no es más que la historia de una decadencia siempre más acentuada y, a la inversa, dicha decadencia comienza desde que el hombre quiere inscribirse en la historia.

Esta visión se encuentra en una estructura de tipo dualista y jerárquica a la vez. Todo el sistema de Evola se funda sobre una doble oposición: por una parte, lo que está «en lo alto» y lo que está «en lo bajo»; por la otra, entre lo que está en el origen más lejano (a lo que llama la «Tradición Primordial») y el final del ciclo actual. Los términos de dicha oposición se recuperan: el origen remite a los principios fundadores superiores; el estado presente, al rebajamiento final. La decadencia se resume en el movimiento ascendente de la base y el movimiento descendiente de la cima.

El pensamiento evoliano se ve orientado fundamentalmente, a las claras, hacia lo alto, es decir, es rigurosamente elitista y «jerárquico». Evola recuerda que, etimológicamente, «jerarquía» significa «soberanía de lo sagrado». La perspectiva jerárquica debe entenderse, a la vez, en sentido sincrónico («mientras más vasta es la base, la cima deberá estar más alta») y en sentido diacrónico: el pasado, por definición, siempre es mejor que el presente –y mejor mientras más alejado esté. La idea clave aquí es que lo inferior jamás puede preceder a lo superior, pues lo más no puede salir de lo menos. (Esta es la razón por la cual Evola rechaza la teoría darwiniana de le evolución). Resuelto adversario de la idea de igualdad, Julius Evola condena con fuerza cualquier forma de pensamiento democrático y republicano –las repúblicas de la antigüedad no eran, de acuerdo con él, más que aristocracias u oligarquías– tanto porque dichas formas de pensamiento provienen de lo «bajo» como porque son productos de la modernidad; ambas razones son, para él, sólo una. La historia es concebida como una caída acelerada; no hay, pues, desde el liberalismo hasta el bolchevismo, más que una diferencia de grado:

Liberalismo, democracia después, posteriormente socialismo, radicalismo y, finalmente, comunismo y bolchevismo, no aparecen en la historia más que como grados de un mismo mal, estadios en el que cada uno prepara al siguiente en el conjunto del proceso de caída18.

De cara a esta evolución negativa, en política Evola pone todas sus esperanzas en el Estado. Pero ya que para él siempre lo «bajo» debe derivar de lo «alto», y no a la inversa, le importa que dicho Estado no proceda de ningún elemento «inferior». Al rechazar todas las doctrinas clásicas que hacen del Estado una forma organizada de la nación, producto de la sociedad o creación del pueblo, afirma entonces –y reafirma sin cesar– que, por el contrario, es el Estado el que debe fundar a la nación, poner al pueblo en forma y crear a la sociedad. «El pueblo, la nación –escribe– no existen más que en tanto Estado, dentro del Estado y, en cierta medida, gracias al Estado»19. Dicho Estado debe fundarse exclusivamente en principios superiores, espirituales y metafísicos. Solamente así será un «Estado verdadero», un «Estado orgánico», no trascendente por sí mismo sino fundado en la trascendencia de su principio.

Tal «estatismo» es, ciertamente, el que resulta más sorprendente en el pensamiento político de Evola, aunque proporciona, sin duda, algunas precisiones destinadas a disipar cualquier malentendido. Evola tiene así el cuidado de decir que la «estatolatría de los modernos», tal y como se encuentra por ejemplo en Hegel, nada tiene que ver con el «Estado verdadero» a la manera en que él lo entiende. Enfatiza también que, aunque hayan existido Estados fuertes en la historia, no fueron más que caricaturas de lo que él llama por sus fueros. Además, critica con vigor tanto el bonapartismo, al que califica de «despotismo democrático», como el totalitarismo, en el que ve una «escuela de servilismo» y una «extensión agravante del colectivismo». La primacía que le atribuye al Estado no es poco significativa, sobre todo cuando se relaciona con lo que dice del pueblo y la nación. Mientras que la noción de «Estado» casi siempre tiene en él una connotación positiva, las de «pueblo» o de «nación» casi siempre tienen un valor negativo. El Estado representa el elemento «superior», mientras que el pueblo y la nación no son más que elementos «inferiores». Ya sea demos o ethnos, plebs o populus, a los ojos de Evola el pueblo no constituye más que una «simple materia» que conformará al Estado y al derecho. Lo mismo sucede con la nación y la patria. Términos como «pueblo», «nación», «sociedad», parecen incluso en sus propios escritos prácticamente intercambiables: todos corresponden a una dimensión puramente física, «naturalista», indiferenciada –fundamentalmente pasiva– de la colectividad; pertenecen a la dimensión de la «masa materializada» que, en oposición a la forma que sólo puede conferir el Estado, permanece en el orden de la materia bruta. Evola se sitúa, desde este punto de vista, en exacta oposición a los teóricos del Volksgeist, como Herder: para él, el pueblo no representaría un valor en sí, y no podría ser el depositario privilegiado del «espíritu» creador de una colectividad determinada. Evola es también del todo indiferente a la cuestión del lazo social, e incluso a todo lo propiamente social, que a veces engloba en lo «económico-social», otra designación que él utiliza para el mundo horizontal o el reino de la cantidad. «Todo lo que es social –escribe– se limita, en la mejor de las hipótesis, al ámbito de los medios»20. Es por ello que no se encuentra en él un pensamiento sociológico ni tampoco un verdadero pensamiento económico.

Esta mirada dirigida hacia el pueblo no explica solamente la hostilidad de Evola hacia cualquier forma de democracia o de socialismo, aunque sea «nacional»21; subyace igualmente en su crítica al nacionalismo. Ésta descansa en dos elementos distintos: por una parte, su adhesión al modelo del Imperio, contra el cual se estrellan los reinos nacionales y los nacionalismos modernos –Evola subraya aquí, afortunadamente, que la idea de Imperio nada tiene que ver con los imperialismos modernos, que en general sólo son nacionalismos extrapolados– y, por otra parte, la idea de que la nación, como la patria, es de esencia fundamentalmente «naturalista», pues es resultado, a la vez, tanto del dominio de la «cantidad» como del «sentimiento» puro. Evola admite ciertamente que el nacionalismo es mejor que el cosmopolitismo político, en la medida en que representa un nivel de existencia más diferenciado, por lo que también puede constituir el «preludio de un renacimiento», pero describe el nacionalismo al menos como una doctrina sentimental y naturalista que encuentra su principio en la primacía de lo colectivo y, por ese hecho, no se ajusta a su concepción del Estado. «Disolverse» en la nación apenas es un poco mejor que «disolverse» en la humanidad22.

Al rechazar volver al Estado la expresión de la sociedad y reaccionar en contra de quienes ven en el Estado una especie de familia agrandada (en la que el soberano desempeñaría el papel de pater familias), Evola explica su origen a partir de la «sociedad de hombres». Se une así a Hans Blüher, quien colocaba a los antiguos «Männerbünde» como la fuente de toda verdadera autoridad política. Tal sociedad de hombres va a concebirse, primero, como una asociación exclusivamente masculina y, después, como el lugar de reagrupamiento de una élite. La forma de asociación «viril» por excelencia es, para Evola, la de la Orden. Los ejemplos que proporciona son principalmente la Orden de los Templarios y la de los Caballeros Teutónicos.

La noción de Orden permite comprender todo aquello que separa el elitismo que Evola encomia –el elitismo esencialmente ético– del elitismo liberal o meritocrático. Pertenece a la élite no el «mejor» en el sentido darwiniano del término o el más efectivo en el sentido de Pareto, sino aquel cuyo ethos domina sobre el pathos, aquel que posee «el sentido de superioridad respecto de todo lo que no es simple apetito de vivir»23, y quien ha hecho suyo «del principio de ser él mismo un estilo activamente impersonal, del amor a la disciplina, una disposición heroica fundamental»24.

Para él, la élite es por principio una aristocracia. Encarna una «raza del espíritu», un tipo humano particular que Evola define como «hombre diferenciado», y cuyo advenimiento (o renacimiento) es un requisito indispensable para la acción en el mundo:

Lo que se debe propiciar es [...] una revolución silenciosa, desde lo profundo, a fin de que primero se creen en el interior del individuo las premisas de orden que después deberá afirmar también en el exterior, suplantando en un destello, en el momento indicado, las formas y las fuerzas de un mundo de subversión25.

Su propuesta final, siempre la misma, es entonces regresar a la Idea y suscitar el nacimiento de una Orden en cuyo seno se encontrarían los hombres superiores que se mantienen fieles a dicha Idea:

No comprender este realismo de la Idea significa permanecer en el plano en que se está, infra-político en el fondo: el plano del naturalismo y del sentimentalismo, por no decir rotundamente de la retórica patriotera [...] Idea, Orden, élite, Estado, hombres de Orden, estas líneas son las que debemos mantener, ¡tanto como sea posible!26

Esta consigna tiene en Evola valor de solución. En cuanto cierto tipo ético surja o resurja, los problemas políticos y sociales serán, sino resueltos, al menos «simplificados»: «Cuado se afirme este espíritu, numerosos problemas, comprendidos los de orden económico y social, se simplificarán»27. La posición adoptada por Evola de cara a los problemas políticos es, pues, en definitiva, la de un elitismo ético con un fuerte contenido «viril» que se deduce de una concepción metafísica de la historia.

La polaridad masculino-femenina

A primera vista, al historiador de las ideas Julius Evola le puede parecer la encarnación típica, e incluso extrema, del teórico anti-democrático, del teórico del elitismo aristocrático y de los valores del Ancien Régime, adversario implacable de las ideas de 1789, o sea, de todo aquello que le permitió surgir y de todo lo que ha producido; además, así es como frecuentemente se le ha considerado. Pero ver a Evola sólo de esta manera es perder de vista lo que constituye su originalidad y lo que lo vuelve, a final de cuentas, tan difícilmente clasificable en la historia del pensamiento político. Más que resumir o de parafrasear sus ideas, como frecuentemente se hace, quisiéramos demostrar que su aproximación a la política abre interrogantes e impone problemas que nos gustaría señalar aquí, sin tener que responderlos necesariamente o pretender resolverlos.

Ya hemos aludido a la manera en que Evola opone el Estado y el pueblo; dicha oposición no es, en sí, original. Lo que en cambio sí resulta muy singular en Evola es el paralelismo que constantemente establece entre tal oposición y la polaridad masculino-femenina, sobre la base del antiguo simbolismo analógico de la forma y la materia.

Para los antiguos –escribe– la «forma» designaba al espíritu, la «materia» a la naturaleza; la primera se asociaba con el elemento paterno y viril, luminoso y olímpico [...] mientras que la segunda al elemento femenino, maternal, puramente vital28.

La idea que él deduce es que «el Estado se encuentra bajo el signo masculino, la sociedad y, por extensión el pueblo, el demos, bajo el signo femenino»29. Esta idea ya estaba presente en Rebelión contra el mundo moderno:

Es Estado es al pueblo lo que el principio olímpico y uránico es al principio ctónico e «infernal»; el Estado es como la «idea» y la «forma» (nous) en relación a la «materia» y a la «naturaleza» (hyle); se trata, pues, de la relación de un principio luminoso, masculino, diferenciador, individualizador y fecundador frente a una sustancia femenina, inestable, heterogénea y nocturna. Son dos polos entre los cuales existe una tensión íntima. En el mundo tradicional esto se resuelve mediante una transfiguración y una estructuración desde los alto30.

En el mismo libro, Evola ya afirmaba que

el apego plebeyo a la Patria, que se afirma con la Revolución francesa y que fue desarrollado por las ideologías nacionalistas como una mística de la raza y, a mayor abundancia, de la Madre Patria sagrada y omnipotente, es la revivificación de una forma de totemismo femenino31.

En Los hombres y las ruinas, añade:

Los conceptos de nación, patria y pueblo [...] pertenecen por esencia al plano «naturalista» y biológico, no al plano político, y corresponden a la dimensión «maternal» y física de una colectividad determinada32.

Y aún más:

La imagen de la Patria como Madre, como Tierra de la que somos hijos y respecto de la cual todos somos iguales y hermanos, corresponde claramente a este orden físico, femenino y maternal del que, como lo hemos dicho, los «hombres» se separan para crear el orden viril y luminoso del Estado33.

Podríamos multiplicar las citas. Estamos ante la presencia de una constante mayor del pensamiento de Evola, así como ante un rasgo que lo distingue todavía más claramente respecto de otros pensadores de la Tradición. Jean-Paul Lippi llega incluso a escribir –a justo título en nuestra opinión– que la visión del mundo evoliano «se despliega toda entera, comprendida su dimensión propiamente política, a partir de la bipolaridad masculino-femenina»34, y que

la interpretación metafísica del fenómeno político al cual se abandona Evola no adquiere sentido más que al estar sobredeterminado por la importancia que en él reviste la bipolaridad masculino-feminina35.

Para ser breves, digamos que en Evola la «virilidad» está asociada constantemente a nociones tales como la forma, lo sobrenatural superior, el espíritu, la razón, la abstracción, la luminosidad «solar», la verticalidad, lo absoluto –mientras que la «feminidad» evoca, por el contrario, la materia, la naturaleza, el alma, el sentimiento, lo concreto, las tinieblas «ctónicas» o «lunares», la horizontalidad, lo relativo, etcétera. La cuestión que surge, entonces, es saber cómo deben plantearse o articularse las relaciones entre ambas series de términos. Ante esta cuestión, Evola aporta una respuesta ambigua. Cuando él habla del hombre y de la mujer, en numerosas ocasiones insiste en la complementariedad de los sexos y en el hecho de que, a partir de su propia diferencia, la cuestión de su respectiva superioridad o inferioridad carece de sentido. Sin embargo, también afirma que el elemento masculino se coloca como forma autónoma que debe imponer su marca, su huella, al elemento femenino, que aparece como materia heterónoma. La complementariedad va, pues, a la par de la subordinación. Es una complementariedad jerarquizada, fundada en la preeminencia del primer término (masculino, esto es, anagógico) sobre el segundo (femenino, catagógico). Es, por otra parte, una complementariedad no dialéctica, e incluso abiertamente anti-dialéctica, ya que Evola afirma que «desde el punto de vista de la ética tradicional, es malo y un antivalor lo que es masculino en la mujer y aquello que es femenino en el hombre»36.

Pero Evola no se limita a plantear la polaridad masculino-femenina en el interior de la sociedad. Es también una clave de su concepción de la historia y de su visión de las relaciones entre las culturas y las civilizaciones. Es así como opone las civilizaciones producto de la «Luz del Norte» –la «Tradición Primordial» y, para él, de origen «hiperbóreo o nórdico-occidental»–, portadoras de un ethos viril, «luminoso», y de una espiritualidad heroica y guerrera, a las culturas del Sur, que para él corresponden al «mundo ctónico» de la Madre y de la Mujer. Sin embargo, aquí ya no hay complementariedad sino oposición irreductible. Evola lo dice con la mayor claridad:

Dos actitudes son posibles frente a la realidad sobrenatural. Una es solar, viril, afirmativa, y corresponde al ideal de la realeza y de la caballería sagrada. La otra es lunar, femenina, religiosa, pasiva y corresponde al ideal sacerdotal. Si la segunda pertenece principalmente a las culturas semíticas y meridionales, la nobleza de raza nórdica e indoeuropea siempre ha sido solar37.

Lo que Roma tiene de más romano –dice también– se formó

a través de una lucha incesante del principio viril y solar del Imperium contra un oscuro sustrato de elementos étnicos, religiosos e incluso místicos [...] en el que el culto telúrico y lunar de las grandes Diosas Madres de la naturaleza desempeñaba un papel muy importante38.

En el plano mitológico, los dioses celestes, diurnos, viriles, olímpicos, se oponen a las divinidades ctónicas, nocturnas, terrestres, femeninas y maternales, «caras sobre todo a los estratos plebeyos»39. En el plano social, el patriarcado indoeuropeo debe contrastarse con el «matriarcado oriental»40. Esta «lucha incesante» no se limita, según Evola, sólo a la Antigüedad. Constituye para él, por el contrario, uno de los elementos centrales de la historia en la medida en que el proceso de decadencia que él estigmatiza reside precisamente en la llegada progresiva de valores inherentes al mundo ctónico matriarcal y ginecocrático, al mundo de las «razas obscuras» y «lunares», en decadencia correlativa a los valores inherentes del espíritu viril «olímpico» e «hiperbóreo», y que los primeros constantemente amenazan con «disolver»41. Las críticas que endereza contra sus adversarios son inequívocas desde ese punto de vista. El cristianismo, al que describe en su forma primitiva como una «religión típica del Kali-yuga»42, le recrimina haber contribuido –en tanto religión del «amor» y como portadora de la idea «lunar» de la igualdad moral de todos los hombres– a la «desvirilización espiritual» de Occidente. Acusa a los güelfos, adversarios de los gibelinos en la querella de las investiduras, de haber transmitido la «vieja concepción ginecocrática» de una «dominación espiritual del principio maternal sobre el principio masculino»43. Cuando denuncia la democracia y el socialismo, es para decir que con ellos también «se completa la traslación de lo femenino a lo masculino»44, porque el demos, al ser «femenino por naturaleza», jamás tendrá «voluntad propia y clara»45: la «ley del número», característica del «reino de la masa», es también de inspiración «ginecocrática». Lo mismo pasa cuando alude al arte moderno, en el que comprueba la manifestación de «tendencias intimistas, expresiones características de una espiritualidad femenina»46. Además, se refiere a Otto Weininger para subrayar las afinidades del espíritu femenino con el espíritu judío. Denuncia incluso el racismo biológico como una doctrina característica del reino de la cantidad, del que enfatiza el carácter «naturalista» y, por lo tanto, femenino. De manera inversa, cuando hace el elogio de la autarquía económica, es porque ésta le parece una transposición de la idea masculina de autonomía de sí, lo que basta para conferirle un valor «ético»47.

No hay duda de que, para Evola, el rasgo más evidente de la crisis existencial moderna reside en el eclipsamiento de la «virilidad espiritual» –título del capítulo 7 de Rebelión contra el mundo moderno– por efecto, primero, del ascenso de los valores femeninos y, después, debido a la indiferenciación de los sexos.

La difusión pandémica del interés por el sexo y la mujer –escribe–carateriza cualquier época crepuscular [...] La pandemia del sexo es uno de los signos de carácter regresivo de la época actual [cuya] contraparte natural es la ginecocracia, el predominio tácito de todo aquello que, directa o indirectamente, está condicionado por el elemento femenino48.

Colocada así bajo el signo de la involución –observa Jean-Paul Lippi– la historia [...] aparece como un proceso de feminización49; [la historia es] dominación acentuada sin cesar del polo femenino sobre el polo masculino del ser50.

La modernidad se identifica, pues, con un «retorno del matriarcado», con una «materia» emancipada de cualquier «forma». La morfogénesis de la modernidad es, ante todo, desvirilizante y potencialmente castradora. Nos sorprende la manera en que, para Julius Evola, el principio femenino o los valores femeninos siempre son representados como una amenaza al «poderío masculino», como un riesgo de «destitución de la virilidad»51. Y lo estamos aún más en la medida en que Evola, que se quiere a la vez soberano y guerrero, atribuye a la noción de poderío –con la que la lectura de Nietzsche lo había familiarizado en su juventud– una importancia decisiva. En tanto característica más evidente de la virilidad –afirmaba en los años veinte– el poder extrae de sí mismo su propia justificación. Es el «principio de lo absoluto», la «arbitraria causalidad incondicionada», el «hacer que se justifica a sí mismo». Además, yendo una vez más a contracorriente de los otros pensadores del «tradicionalismo integral», Evola no dudó jamás en definir a la Tradición como si fuera ante todo «fuerza», «energía», «poder». Su segundo libro, aparecido en 1926, consagrado al tantrismo, se titulaba El hombre como potencia (El yoga de la potencia en su edición de 1949). El tantrismo es, en efecto, por principio, una «visión del mundo como potencia»52, una doctrina que concibe el cuerpo como una vasta reserva de potencia (Çakti). La temática de la «potencia», en Evola, está evidentemente ligada a la de la «virilidad espiritual». No se habla más del contraste que aparece aquí entre la Tradición como potencia y la modernidad como castración potencial que pone en peligro a la virilidad. Las observaciones que preceden no permiten, indubitablemente, disipar la ambigüedad evocada un poco antes a propósito de las relaciones entre el Estado «masculino» y el pueblo «femenino» en el pensamiento evoliano, pero pueden ayudar a aproximarnos. Dicha ambigüedad resulta del hecho de que el modelo bipolar al que se refiere Evola es utilizado tanto para fundar una complementariedad jerarquizante, como para ilustrar una oposición irreductible o una incompatibilidad radical. En muchos casos –observa Jean-Paul Lippi– Evola parece «privilegiar la jerarquización de los polos masculino y femenino respecto de su complementariedad, lo que prácticamente conduce a excluir al segundo»53. Pero la jerarquización supone todavía una unidad, lo que implica un englobamiento en el interior de una misma estructura. Sin embargo, en la mayoría de los casos no hay duda de que no es la complementariedad ni el englobamiento jerarquizante lo que Evola recomienda respecto de los valores femeninos, sino más bien su aislamiento, su relegación a distancia así como una lucha activa en contra de todo lo que ellos representan. Los valores femeninos, entonces, son definidos como valores enemigos con los que no se asume el menor compromiso. ¿Qué debe pasar entonces en el interior de la sociedad? A Evola le parece correcto, de hecho, que los hombres sean los únicos que pueden pertenecer a la élite –sobre todo cuando ésta se reúne en el seno de una Orden– y se separen de las mujeres. Declara explícitamente, en efecto, que los hombres no pueden crear el «orden viril y luminoso del Estado» más que separándose del «orden femenino»54. Proclama el renacimiento de un «mudo claro, viril, articulado, hecho de hombres y de jefes de hombres55. Además, no oculta su predilección por el celibato, ni tampoco su rechazo a procrear, al afirmar que es bueno para los hombres libres y creadores estar sine impedimentis, sin nada que los apegue o los limite:

El ideal de una «sociedad de hombres» no podría ser el parroquial y pequeño burgués, que consiste en tener «una casa y niños». [Él mismo se enorgullece de haber sido siempre] «ajeno a las rutinas profesionales, sentimentales y familiares56.

Igual que para san Pablo, el matrimonio es, para él, lo peor. Pero su advertencia va más allá de un desprecio justificado por la «pequeña vida burguesa». Hay en sus amonestaciones algo que no solamente hace de la mujer una amenaza intrínseca para la «virilidad», sino que tiende a devaluar todo aquello que es simplemente del orden de lo viviente, de lo simplemente natural, de lo simplemente carnal. En esta crítica al «naturalismo» y a la «carne», así como en su denuncia del «absurdo de la procreación», no sería un exceso descubrir una tendencia «gnóstica», que bien podría calificarse de marcionita o de cátara.

El individualismo evoliano

Otra interrogante que surge del pensamiento político de Evola tiene que ver con el papel que desempeña en él la noción de individuo. Si nos atenemos a su crítica del liberalismo en tanto doctrina fundada en el individualismo y en una concepción «informe» de la libertad –crítica de corte completamente clásico entre los medios antiliberales– estaríamos obligados a concluir, evidentemente, que dicha noción reviste parta él una resonancia negativa. No obstante, si tomamos en cuenta su evolución personal y si ponemos en perspectiva todo lo que escribió acerca de este tema, rápidamente nos percatamos de que dicha problemática es mucho más compleja en él de lo que parece.

En los años veinte, el joven Julius Evola había comenzado, en efecto, a profesar un «individualismo absoluto». Incluso redactó en esta época una obra importante, Teoría y fenomenología del Individuo absoluto, el cual da nacimiento finalmente a dos libros distintos57 de los que no vacila en decir que representan la «exposición sistemática y definitiva» de su «doctrina»58. En el individualismo profesado por Evola durante su período dadaísta se siente, sobre todo, las influencia del idealismo alemán, del pensamiento de Nietzsche y del anarquismo individualista de Max Stirner. Evola se fija como finalidad enunciar una teoría filosófica que se esforzaría en llevar el idealismo hasta sus consecuencias más extremas al expresar la «exigencia de auto-afirmación absoluta del individuo». Enseguida, dirá además que extrajo de la lectura de Nietzsche, sobre todo, la idea de una revuelta fundada en «la afirmación de los principios de una moral aristocrática y en los valores del ser que se liberan de cualquier lazo y que son, para sí mismos, su propia ley»59 –formulación que no está exenta de ambigüedad, ya que en la doctrina liberal el individuo también es considerado autosuficiente y, por ende, es «para sí mismo su propia ley». De hecho, el «individuo absoluto» es el que impone su propia voluntad como principio central y como árbitro de cualquier determinación. Su voluntad está libre de cualquier constreñimiento, de cualquier limitación, y es libre en el doble sentido de arbitrario y de incondicionado; es sinónimo de poder puro. El individuo absoluto ve, pues, la existencia como proceso continuado de afirmación de sí, siendo libre de cualquier tipo de contingencia y de determinación. Hay en esta visión cierto carácter solipsista: el individuo único y absoluto es, a final de cuentas y ante sus propios ojos, todo lo que existe.

La cuestión que es necesario saber es si el «tipo de hombre» que Evola propone en sus escritos políticos está muy alejado del individuo absoluto hacia el que tendía en los años veinte, o si no existen algunas similitudes entre el individuo absoluto –centro de poder y de voluntad, en quien la voluntad de ser y la voluntad de dominar son una– y el hombre absolutamente soberano tal y como lo redefinirá Evola en el marco de la visión tradicionalista.

Es hacia principios de los años treinta que Evola parece haber abandonado o modificado sus presupuestos individualistas. A partir de esa fecha, vuelve a tomar en cuenta la crítica que oponía clásicamente el individuo y la persona, y denuncia un individualismo en el que ya no verá más la «esencia del liberalismo». Su individualismo, desde entonces, ya no fundará la actitud aristocrática, sino la contradirá directamente. No será más sinónimo de superioridad individual, sino de universalismo igualitario y de disolución social. Sin embargo, mientras que la crítica clásica del individualismo le opone regularmente entidades colectivas (pueblo, nación, comunidades, etcétera) desde una perspectiva resueltamente holista, al acusar al individualismo liberal de destruir el carácter eminentemente orgánico de dichas entidades, Evola emprende una vía totalmente diferente. Bien entendida, hay allí, como siempre en él, una gran coherencia: en la medida en que cualquier comunidad, cualquier grupo colectivo, adquiere para sus ojos un nivel «naturalista» inferior, una dimensión femenina de «abajo», no hay problema para situar al pueblo, a la sociedad o a la nación por encima del individuo. Es entonces en nombre de otra concepción del individuo, la del individuo «diferenciado», que Evola va a combatir el individualismo liberal. Al individualismo que piensa al individuo como átomo indiferenciado, como elemento «atómico», Evola opone una concepción que, mediante diferenciaciones sucesivas, apunta hacia el ideal de la «persona absoluta»:

Ser simplemente «hombre» es menos al hecho de ser hombre en una nación y una sociedad determinadas, pero esto es, a su vez, menos respecto del hecho de ser una «persona», cualidad que ya implica un plano que es más que simplemente «naturalista» y «social». A su vez, la persona constituye un género que se divide asimismo en grados, funciones y dignidades [...] de acuerdo con una estructura piramidal y en cuya cima deberían aparecer los tipos más o menos próximos a la persona absoluta –es decir, aquel que presenta el más alto grado de realización y constituye, a este respecto, la finalidad y el centro de gravedad natural de todo el conjunto60.

El uso de la palabra «persona», al que Evola opone el de «individuo», no debe engañarnos. Mientras que la crítica antiliberal clásica da a este término una definición que pone inmediatamente el acento en su dimensión social –la persona en tanto sujeto concreto, inscrito y sometido en un contexto determinado, en oposición al individuo como sujeto abstracto separado de sus pertenencias– Evola le confiere otra definición. Para él, la persona no se define para nada por sus pertenencias, sino por el hecho de que está «abierta hacia lo alto», es decir, que se adhiere a principios superiores. Ser persona, en esta acepción, no es pertenecer a una sociedad o a una comunidad de tipo orgánico, sino formar parte de una élite. Ese es un punto esencial que frecuentemente se pierde de vista.

Si tomamos la oposición clásica trazada por Louis Dumont entre el individualismo y el holismo61, Evola para nada se sitúa del lado del holismo. Todas las doctrinas holistas sostienen que el hombre es indisociable de sus pertenencias, que no sabemos de qué hombre se habla más que cuando se sabe también a qué colectividad pertenece. Añaden que la humanidad no está compuesta de individuos, sino de conjuntos de individuos: pueblos, comunidades, culturas, etcétera. Evola afirma, por el contrario, que la persona acabada está, de alguna manera, liberada de cualquier dimensión social, precisamente porque se ha deshecho de todo lo que es «inferior». No obstante, el liberalismo es también la doctrina según la cual el hombre no es ni inmediata ni fundamentalmente social, lo que funda su concepción de la libertad como el derecho individual para disponer libremente de sí. Es por ello por lo que Enrico Ferri pudo afirmar que ante el individualismo igualitario Evola se limita a oponer una «versión aristocrática del individualismo», y agrega que

las principales tesis fundantes del individualismo son, de hecho, compartidas por el tradicionalista Evola; la primera es que la naturaleza humana es individual y que la humanidad no se compone de conjuntos sociales sino de individuos62.

El punto en común entre el liberalismo y el pensamiento evoliano sería aquí que la sociedad no predomina –ya sea sobre la persona o sobre el individuo. Otro punto en común, que se desprende del anterior, es la misma hostilidad visceral hacia la idea de «justicia social», incluso si ésta se expresa mejor a partir de premisas diferentes.

Cualquier tesis «social» –escribe Evola– es una desviación, solidaria con la tendencia al nivelamiento regresivo [...] aunque el individualismo y el anarquismo, que lo hacen como reacción a esta tendencia, poseen indudablemente una razón de ser, un carácter menos degradante63.

Esta última observación es significativa. Cuando Evola denuncia el universalismo político o el cosmopolitismo, no es tanto porque el universalismo desprecie las identidades colectivas sino debido a que la noción de «humanidad» representa, para él, lo más alejado del individuo tal y como lo concibe. El pueblo o la nación, se ha dicho, valen más para él que la humanidad, pero sólo en la medida en que representan niveles más diferenciados. En cambio, se sitúan muy por debajo de la élite aristocrática, que es portadora de valores superiores a cualquier interés de la colectividad, y cuya función es acelerar «el proceso que va de lo general a lo colectivo, y de lo colectivo a lo individual [el subrayado es nuestro], dirección que es la de todo progreso verdadero»64.

La persona diferenciada, en otros términos, prevalece sobre toda entidad colectiva o social, cualesquiera que ésta sea. Christophe Boutin –autor de una importante biografía dedicada a Julius Evola– creyó descubrir en este último una «profunda naturaleza de guerrero individualista»65. Si es individualista lo es a la manera del individuo que se prueba a sí mismo, con o sin razón, como alguien absolutamente superior a la masa. Para él, el individualismo es indisociable del elitismo, con todo lo que supone de horror al conformismo, de rechazo a ser «como los otros» –actitud evidentemente susceptible de adquirir direcciones muy diferentes. Tal elitismo constituye el denominador común de todos los períodos de su existencia. Durante toda su vida, Evola quiso distinguirse de una «plebe» respecto de la cual jamás disimuló su desprecio. El se distinguió como dandy, como dadaísta, como defensor del individuo absoluto, y después como representante de una escuela tradicionalista que proveyó a su elitismo con poderosas justificaciones doctrinales. Su gusto por el esoterismo, por la magia, por la alquimia o por el hermetismo está en fuerte consonancia con su sentimiento de pertenecer a un número reducido (la «Orden») y de ser él mismo una «persona absoluta»: por definición, el esoterismo está dirigido a «iniciados». Se podría decir que, desde este punto de vista, en Evola la voluntad (y el sentimiento) de no ser «como los otros» precedió, y no siguió, el enunciado de lo que justificaba dicha toma de distancia y de altura, es decir, la clara conciencia de las razones de tal actitud. Su oposición radical al mundo circundante no dejó de oscilar entre el rechazo y la negación, ya fuera en su juventud en nombre de la libertad incondicionada del individuo absoluto (el mundo exterior como si fuera inexistente o una pura limitación del yo) o, en su período de madurez, en nombre de la metafísica de la historia que interpreta toda la historia acaecida como decadencia y devalúa absolutamente el período presente en tanto es final de un ciclo. Quizás es, además, la mencionada tendencia al solipsismo con la que debemos relacionar lo que dice Evola a propósito de la «impersonalidad activa». Mediante esta fórmula Evola designa al hombre que ha superado su yo propiamente humano y que se eleva al nivel metafísico y lo hace de conformidad solamente con los principios. Resta saber cómo la «impersonalidad activa» puede ser todavía lo que hace a una «persona diferenciada». Las cosas se esclarecen si admitimos que la «impersonalidad activa» caracteriza ante todo al «rey del mundo», quien gobierna el mundo a la manera en que la Estrella Polar «gobierna» el cielo: por la inmovilidad en la que parece derivar todo movimiento. Evola dice que el objetivo final de la existencia de la élite es hacer que aparezca «el primero de los aristócratas»66, el Monarca, en quien se manifiesta «algo de supra-personal y de no humano»67. Dicho Monarca es a la vez, en ciertos aspectos, el centro del mundo y el mundo para él solo –soberanía absoluta, libertad absoluta, poder absoluto.

¿Estado orgánico o sociedad orgánica?

Julius Evola frecuentemente califica el Estado al que aspira de «Estado orgánico». Así, afirma que «cualquier Estado verdadero siempre tuvo cierto carácter de organicidad»68. Y declara que la «auténtica estructura imperial» podría definirse como un «organismo compuesto de organismos»69. Igualmente habla de una «analogía natural que existe entre el ser individual y ese gran organismo que es el Estado»70. Parece adoptar, así, el punto de vista de los teóricos políticos del organicismo. La noción misma de «Estado orgánico» tiene, sin embargo, algo de problemático. Julius Evola es, en efecto adversario de cualquier forma de «naturalismo»; sólo siente desconfianza de todo aquello que se encuentre en el orden de lo biológico. La cuestión es saber, pues, cómo un riguroso anti-naturalismo puede conciliarse con su « organicismo».

El que la cualidad «orgánica» sea atribuida por Evola al Estado ya es revelador. Los teóricos políticos del organicismo –con la posible excepción de Othmar Spann– prácticamente jamás hablan de «Estado orgánico». Hablan más bien de sociedad orgánica, de cultura orgánica, de comunidades orgánicas, etcétera. Y el modelo al que se refieren es indudablemente un modelo que se toma prestado de las ciencias de la vida: una sociedad con buena salud es una sociedad en donde hay, en sus relaciones sociales, la misma flexibilidad que existe entre los órganos de un ser viviente. Evidentemente, se sobre entiende que si Evola prefiere hablar de «Estado orgánico» es porque, para él, el Estado es inconmensurablemente superior a la sociedad. ¿Pero podría ser orgánico el mismo Estado? Para los teóricos clásicos del organicismo la respuesta es, generalmente, negativa: sólo la sociedad puede ser orgánica, precisamente porque un organismo se define como un todo que no podría reducirse o identificarse con alguna de sus partes, aunque fuera con la más eminente. Una sociedad orgánica puede, claramente, tener instituciones que funcionen de tal manera que mantengan su carácter orgánico, pero dichas instituciones no podrían calificarse de orgánicas: un Estado jamás es solo un organismo. En la perspectiva organicista clásica, lo más frecuente es que se amenace la mayor organicidad de la sociedad. Evola escribe que «un Estado es orgánico cuando tiene un centro y cuando ese centro es una idea que modela eficazmente, por su propia virtud, sus diversas partes»71. Por el contrario, para el organicismo clásico, una sociedad tiene menos necesidad de un «centro» en la medida en que es precisamente orgánica, pues lo que define la organicidad del cuerpo social no es su dependencia respecto de un centro (la «cabeza»), sino más bien de la complementariedad de todas las partes.

El «organicismo» de Evola es, pues, muy distinto del organicismo clásico. Este último, que frecuentemente se encuentra ligado a las doctrinas holistas, sistemáticamente tiende a desvalorizar al Estado y a las instituciones estatales, a las que considera como intrínsecamente «mecanicistas», y le asigna un papel principal a las colectividades de base y al pueblo. Entre los teóricos del organicismo, la organicidad siempre se encuentra asociada con lo que está «abajo» y con lo que es «espontáneo». Su crítica, en general, consiste en oponer a una concepción mecánica, racionalista, abstracta, incluso excesivamente «apolínea» de la existencia social, las prerrogativas de lo viviente, de lo sensible, de lo carnal que se manifiestan en el espíritu dionisiaco y en el «alma del pueblo». Sin embargo, es precisamente el camino inverso el que adopta Evola, pues para él son el alma, lo sensible, el pueblo, lo colectivo los que remiten sistemáticamente a las dimensiones más «inferiores» de la existencia. Evola llega incluso a decir que «la idea orgánica tiene por contrapartida una forma que moldea desde lo alto»72. Y esto es justamente lo que recriminan los teóricos del organicismo clásico: para ellos, la organicidad es un dato real, presente desde el inicio; no podría resultar de un impulso «desde lo alto», pues, por el contrario, sólo lo debilitaría. En la medida en que implica una desconexión radical de lo orgánico y de lo biológico, el alcance exacto de un «organicismo de lo alto» queda aún por establecerse. ¿Se puede hablar de «organicismo» en una sociedad que, lejos de ser un fin, solamente es un medio para que aparezca una élite que por sí misma tiende a la «persona absoluta»?

¿Puede un «Estado verdadero», que desea liberarse de cualquier condicionamiento naturalista, ser verdaderamente «orgánico»? ¿Puede la organicidad, a final de cuentas, ser resultado de la autoridad, del poder y de la voluntad? Acerca de este punto, la experiencia histórica invita, al menos, a la prudencia. Efectivamente, en el curso de la historia, cada vez que un Estado se ha afirmado como titular de un poder soberano absoluto, la organicidad de lo social no aumentó sino decreció. El caso de Francia es, a este respecto, muy ilustrativo. Evola justamente notó que, en su voluntad de liberarse de la autoridad del papa y del emperador, el poder real se escindió en Francia de cualquier principio espiritual superior. Empero, tampoco es menos cierto que Francia constituyó el modelo más acabado de creación de una nación por el Estado. No obstante, también es el país donde la autoridad soberana del Estado –definida desde Juan Bodino como indivisible e inalienable– empobreció más la organicidad social y destruyó las autonomías locales, mientras que las libertades siempre se han preservado mejor allí donde, por el contrario, el pueblo o la nación han creado el Estado. El modelo contrario, el del Imperio, al que Evola ha consagrado algunas de sus mejores páginas, lo es todo, por decirlo de alguna manera.

El Imperio romano-germánico respetó indudablemente mejor la organicidad de la sociedad que el Estado-nación. Pero la respetó mejor en la medida en que su poder era no absoluto e incondicionado sino, por el contrario, relativamente débil, y donde la soberanía era compartida o repartida y el poder se preocupaba menos de imponer su «forma» a las diferentes colectividades locales que de respetar lo más posible su autonomía. El principio mismo de cualquier construcción imperial es, en efecto, el principio de subsidiaridad. No podemos olvidar que dicho principio implica dejar en la base el máximo de poder posible y no hacer que remonte hacia lo «alto» más que la parte de autoridad y decisión que no pueda ejercerse allí.

Entre la monarquía y la Revolución Conservadora

Julius Evola siempre se consideró representante de la «verdadera Derecha», a la que definía como la «guardiana de la idea del verdadero Estado» y como la familia del pensamiento que supo hacer suyos los «valores políticos jerárquicos, cualitativos, aristocráticos y tradicionales»73. Hay que entender con ello una Derecha que no solamente rechaza la Revolución de 1789 y sus secuelas, sino que se esfuerza por mantener vivo un conjunto de principios, de actitudes mentales y de valores espirituales característicos de una concepción metafísica de la existencia derivada de la «Tradición Primordial». De cualquier manera, esta definición permanece ambigua, no solamente en razón de la polisemia de la palabra «Derecha» –ha habido en la historia muchas derechas diferentes, y cada una se considera a sí misma como la única auténtica– sino porque, en muchos aspectos, la división izquierda-derecha parece hoy cada vez más relativa; pero también por el hecho mismo de la originalidad extrema del pensamiento evoliano que parece ser irreductible a cualquier familia política instituida.

Determinar y calificar con exactitud la posición política de Evola es, de hecho, más difícil de lo que parece. Muchas cosas, comenzando por su crítica a la democracia y su toma de posición en favor de una forma de autoridad trascendente y absoluta lo aproximan, a primera vista, a la corriente monárquica y contrarrevolucionaria. Él mismo se declaró en numerosas ocasiones partidario de la monarquía. «Se puede afirmar, con sólidas razones –escribe, por ejemplo– que una verdadera Derecha sin monarquía está privada de su centro de gravedad y de su fijación natural»74. Y también: «Nos resulta difícil concebir una verdadera Derecha sin una monarquía»75. Sin embargo, su anti-cristianismo, su apología de las «sociedades de hombres», su predilección por las doctrinas esotéricas y orientales, su condena a la política de los reyes de Francia, e incluso la manera en que hacía que fueran rigurosamente a la par monarquismo y aristocratismo76, difícilmente pueden ser aceptadas (y de hecho frecuentemente han sido rechazadas) por los medios realistas y contrarrevolucionarios. Él mismo jamás habría suscrito la opinión de Louis de Bonald de acuerdo con la cual «el hombre no existe más que para la sociedad, y la sociedad sólo lo forma para ella»77.

Su crítica a los reinos nacionales y al Estado-nación lo aleja también de la familia nacionalista. E inversamente, su concepción absolutista de la soberanía contradice de golpe las ideas federalistas según las cuales es desde «abajo» de donde debe provenir la voluntad de federar las autonomías locales. Su pensamiento, finalmente, parece inconciliable con el ecologismo integral que se pronuncia por un «retorno a la Tierra-Madre» y rehúsa dejar al hombre que imponga, sin reservas, su «forma» al medio, ideas en las que sólo habría podido ver, ciertamente, nuevas manifestaciones del espíritu «naturalista» y «femenino»78.

A veces se le ha presentado como el representante italiano más eminente de la vasta corriente del pensamiento político alemán de los años veinte y treinta a la que se le ha dado el nombre de «Revolución Conservadora». Esto no es falso del todo, y es cierto que él mismo se sentía próximo con al menos algunos de los representantes de dicha corriente. Se sabe además que, durante gran parte de su vida, Evola se volvió hacia Alemania no solamente porque su doctrina lo conducía naturalmente hacia la «Luz del Norte», sino también porque esperaba encontrar en aquel país, cuya lengua hablaba perfectamente, un reconocimiento que, antes de la última guerra mundial, casi no había podido encontrar en el suyo. No obstante, la etiqueta de «revolucionario conservador» no le sienta más que imperfectamente. Los medios «völkisch», que fueron los primeros en interesarse por él en razón de su «paganismo»79, rápidamente se dieron cuenta que la idea que tenía de los orígenes «nórdicos» difería totalmente de la suya. Si bien podían estar de acuerdo con su gusto por el esoterismo, dichos medios no podían, en efecto, aceptar su visón meramente metafísica de la antigüedad «indogermánica», sin raíces inmediatas en la sangre y en el suelo. La crítica hecha por Evola a la noción de pueblo (Volk), la afirmación de su antinatalismo y de su antibiologismo, su elitismo, así como sus posiciones favorables a un «Orden» compuesto por hombres célibes, lo sitúan en las antípodas de su propio ideal comunitario, populista y seguramente más aristo-democrático que aristo-monárquico. Entre estos medios, de suyo poco favorables a la latinidad («Los von Rom!» era una de sus consignas favoritas), la supremacía que Evola atribuía al Estado y su hostilidad hacia los valores femeninos80 no podían ser vistos más que como rasgos «típicamente mediterráneos». Evola no tuvo tampoco contactos muy duraderos con los Völkische.

Tuvo algo de éxito con el grupo de los jóvenes-conservadores (Edgar J. Jung, Othmar Spann, Wilhelm Stapel, Albrecht Erich Günther, Karl Anton Rohan, etcétera), que eran, en principio, más abiertos al mundo latino y con quienes pudo entablar una relación más continua. Al día siguiente de pronunciado su discurso, en 1934, en Berlín, ante el Herrenklub que presidía el barón Heinrich von Gleichen, pudo experimentar el sentimiento de desenvolverse en su «medio natural». Pero incluso allí no se podría exagerar el impacto que sus ideas tuvieron. A pesar de algunos ecos favorables –suele citarse el testimonio de Gottfried Benn sobre Rebelión contra el mundo moderno, que fue traducido en Alemania en 1935– la recepción del pensamiento evoliano en Alemania tuvo, antes de 1945, un impacto muy limitado. Inclusive en las revistas de los jóvenes conservadores, en las que el nombre de Evola aparecía de vez en cuando, jamás constituyó una verdadera referencia. La principal razón era probablemente que la concepción evoliana del mundo apelaba a conceptos metafísicos «tradicionales» demasiado alejados de la mentalidad neoconservadora germánica, imbuida ampliamente por la herencia romántica. La noción de Imperio (Reich) así como la «ética prusiana» ocupan, ciertamente, un gran lugar dentro de las preocupaciones de los jóvenes conservadores, quienes siempre estuvieron interesados en la dimensión histórica de los problemas políticos, y entre quienes el elemento aristocrático, además, estaba bien representado. El interés de Evola por la «Tradición Primordial», por la «espiritualidad olímpica» e, incluso, por el esoterismo les resultaba, en cambio, muy ajeno. En la mayoría de ellos, la noción de Volk conservaba, desde Herder, una carga eminentemente positiva y, siguiendo la tradición germánica, les parecía extravagante colocar –como era el caso en la antropología «tradicional» en la que se afincaba Evola– al «espíritu», del que sospechaban que transmitía una concepción abstracta y racionalista de la existencia, por encima del «alma», a la que veían, por el contrario, como la depositaria privilegiada de la «autenticidad» del pueblo81.

La crítica que Evola hace de la técnica podría aproximarlo a Heidegger, pero su metafísica es inconciliable con la ontología heideggeriana, a la que además denuncia como carente totalmente de matices en Máscara y rostro del espiritualismo contemporáneo. Su crítica a la obsesión economicista así como la importancia central que le atribuye al Estado (al que vuelve el gran kat-echon, el gran «desacelerador» de la decadencia) podría situarlo incluso en vecindad con Carl Schmitt, pero su rechazo a reconocer la autonomía de lo político, así como su indiferencia hacia las cuestiones constitucionales, su insistencia en el carácter «ético» de la soberanía y la manera en que sostiene que la «significación original del Estado» remite a una «formación sobrenatural»82, lo alejan completamente de él. Está igualmente alejado del «primer Jünger» –a pesar del justificado interés que mostró hacia El trabajador83– en razón de la predilección que le confería a la técnica, pero también del «segundo Jünger», debido a sus preocupaciones «naturalistas». En cuanto a Spengler, Evola mismo tuvo la ocasión de explicar, en el prefacio a la primera edición italiana de La decadencia de Occidente –de la que fue su traductor– en qué difería su propia teoría de los ciclos de la aproximación spengleriana mediante la «morfología» de las culturas84. En suma, no hay ningún autor de la Revolución Conservadora con el que pudiera identificársele verdaderamente y ni siquiera comparársele.

Fascismo y nacionalsocialismo

Sus relaciones con el fascismo y el nacionalsocialismo son aún más complejas. No es éste el lugar adecuado para examinar a detalle lo que fue la vida de Julius Evola durante el Ventennio mussoliniano, ni la evolución de sus ideas durante este período. Él mismo lo explicó ampliamente en las ediciones sucesivas de su libro sobre el fascismo85, así como en su autobiografía. Solamente es preciso recordar que hacia 1928 fue, al menos, amigo del ministro Giuseppe Bottai, y con mayor duración lo fue de Giovanni Preziosi, quien le abrió las columnas de su revista La Vita italiana, así como de Roberto Farinacci, quien le permitió disponer dos veces al mes –a partir de 1934– de una página especial («Diorama Filosófico») en el diario Il Regime fascista. Además, se encontró con Mussolini dos o tres veces durante la guerra86.

Evola lanza en febrero de 1930 una revista titulada La Torre, que, criticada duramente por algunos medios oficiales, debió dejar de aparecer el 15 de junio del mismo año, después de haber publicado solamente diez números87. En el quinto número, fechado el 1° de abril, escribía:

No somos ni «fascistas» ni «antifascistas». El «antifascismo» no es nada. Para nosotros, [...] enemigos irreductibles de cualquier ideología plebeya, de cualquier ideología «nacionalista», de cualquier intriga y de cualquier espíritu de «partido» [...] el fascismo es demasiado poco. Quisiéramos un fascismo más radical, más intrépido, un fascismo verdaderamente absoluto, hecho de fuerza pura, inaccesible a cualquier compromiso.

Sería un grave contrasentido interpretar estas líneas, que son citadas con frecuencia88, como la prueba de que Evola habría deseado un fascismo más extremista, «más fascista» incluso de lo que fue. El «fascismo verdaderamente absoluto» del que hablaba Evola era de hecho un fascismo que habría hecho suyos los principios absolutos de la Tradición, es decir, un fascismo que habría sido, simultáneamente, «más radical» y... menos fascista. Dicho «superfascismo» habría sido en realidad un suprafascismo. Esto es lo que aparece claramente en la declaración que Evola haría en su proceso en 1951:

He defendido, y defiendo, «ideas fascistas», no tanto porque fueran «fascistas», sino en la medida en que recogían una tradición superior y anterior al fascismo, de la que heredan la concepción jerárquica, aristocrática y tradicional del Estado –concepción que tenía un carácter universal y que se mantuvo en Europa hasta la irrupción de la revolución francesa. En realidad, las posiciones que he defendido y que defiendo como hombre [...] no deben ser llamadas «fascistas» sino tradicionales y contrarrevolucionarias89.

A lo que se adhiere Evola es a una concepción del mundo «superior y anterior» al fascismo, una concepción «de Antiguo Régimen», que tiene un «carácter universal» y a la que, según él, el fascismo se habría adherido parcialmente. Lo que lo lleva precisamente a decir que él no apreciaba del fascismo lo que no fuera específicamente fascista –o si se prefiere, que rechazaba lo que había de más específicamente fascista en el fascismo.

Cuando leemos el libro que Evola consagró al fascismo y al nacionalsocialismo, comprobaremos además que las censuras que dirige a ambos regímenes político no son menores. Del fascismo critica la retórica nacionalista, la idea del partido único, la tendencia «bonapartista» y plebiscitaria del régimen, sus aspectos moralizantes y pequeño-burgueses, el fracaso de su política cultural, sin olvidar el énfasis que se pone sobre el «humanismo del trabajo» (Giovanni Gentile), al que interpreta como una especie de llamado a «una involución de la política en la economía». No nos sorprende, en cambio, que hubiera dado crédito al fascismo por haber «realzado en Italia la idea de Estado» y de haber reafirmado, con fuerza, la supremacía de este último sobre el pueblo y la nación.

Respecto del nacionalsocialismo es aún más severo. Al sintetizar un conjunto de críticas que tuvo la oportunidad de desarrollar en sus artículos de inicios de los años treinta90, atribuye al régimen hitleriano el mérito de haber percibido la necesidad de una «lucha por una visión del mundo», así sea para rechazar casi todos los componentes de dicha visión. Es así como denuncia el pangermanismo, el nacionalismo étnico y el irredentismo, la idea misma de un socialismo «nacional», el racismo biológico –al que definía como una asociación de «una variante de la ideología nacionalista de fondo pangermanista junto con ideas del cientificismo biológico»91–, el darwinismo social, la «megalomanía efectiva» de Hitler con sus «caprichos milenaristas» y su espíritu completamente plebeyo», el «mito del Volk» y la importancia dada a la «comunidad popular» (Volksgemeinschaft), la idealización de la función maternal en la mujer, la exaltación de la «nobleza del trabajo» y el igualitarismo inherente al Servicio del Trabajo92, la liquidación del Estado prusiano y de la tradición de los Junkers, los aspectos «proletarios» de un régimen desprovisto de cualquier «legitimidad superior», e incluso un antisemitismo que en Hitler tomó –nos dice– la forma de un «fanatismo obsesivo». Como vemos, la lista es larga. Y sin embargo, es indudable que Evola igualmente consideró que el fascismo y el nacionalsocialismo se situaban, en términos generales, «del lado correcto». Si por una parte él no escatimó sus críticas, por la otra presentó dichas críticas explícitamente como prueba no de una oposición de principio, («el antifascismo no es nada»), sino más bien como una voluntad o un deseo por «rectificar» lo que le parecían errores o insuficiencias graves. O para decirlo de otra manera, puesto que Evola jamás fue fascista ni nacionalsocialista en el sentido estricto del término, tampoco tuvo el sentimiento de que, habidas todas las cuentas, dichos regímenes valían al menos más que sus adversarios, y que sus numerosos defectos podían ser «corregidos». Un sentimiento tal puede sorprender, pues cuando se ve todo lo que Evola recrimina al fascismo y al nacionalsocialismo, a veces nos preguntamos que queda aún que sea susceptible de suscitar su simpatía. Es, pues, acerca de este sentimiento sobre el que hay que cuestionarse.

No hay duda de que aquello en lo que Evola da crédito por principio al fascismo y al nacionalsocialismo es por su marcado «anti-iluminismo» y su anti-democratismo. Fascismo y nacionalsocialismo representan, para él, fundamentalmente una reacción en contra de las ideas de 1789, incluso si la forma dada a esta reacción fue de las más criticables –ya que encuentra en ellas la presencia persistente de rasgos típicamente «democráticos»– a pesar de que aprecia que dicha reacción era, en el inicio, saludable. Evola llega a la doble conclusión del parentesco de fondo del fascismo y el nacionalsocialismo, y de la posibilidad de «rectificarlos» en un sentido más «tradicional» «reorientándolos a sus propios orígenes». El hecho de que ambos regímenes hayan combatido a los mismos adversarios que él –a las democracias liberales, a los socialistas y a los comunistas– confirmaba evidentemente la naturaleza de esta opinión. Lo que la historiografía contemporánea ha permitido establecer a propósito del fascismo y del nacionalsocialismo conduce, sin embargo, a preguntarnos si no se equivocó trágicamente Julius Evola en su apreciación. No es para nada evidente, en efecto, que los regímenes fascista y nacionalsocialista hayan pertenecido al «mismo mundo», y es menos evidente aún que se hayan inscrito en el universo espiritual de Evola, es decir, en esa «tradición superior y anterior», de «carácter universal», que habría transmitido desde siempre la «concepción jerárquica, aristocrática y tradicional del Estado» que se mantuvo en Europa hasta la revolución francesa». El carácter totalitario del nacionalsocialismo hoy no podría ser seriamente cuestionado, mientras que el fascismo es clasificado generalmente entre los regímenes autoritarios. Desde Renzo De Felice hasta Ernst Nolte, las diferencias de inspiración ideológica de ambos regímenes han sido, además, frecuentemente enfatizadas. Revelador a este respecto es el hecho de que, para Evola, el mérito principal del fascismo fue haber afirmado la «preeminencia del Estado sobre el pueblo y la nación», mientras que esto es lo que precisamente más le recriminaban los teóricos nacionalsocialistas. El parentesco del régimen nacionalsocialista con el régimen bolchevique, que es sin duda la forma política que más repugnaba a Julius Evola, es hoy día cada vez más reconocido, como lo atestiguan los trabajos de Hannah Arendt, Raymond Aron, François Furet o Stéphane Courtois, por solo citar a ellos.

Finalmente, el vínculo profundo de los dos regímenes con esa modernidad que Evola rechazaba con todas sus fuerzas, también ha sido puesto a la luz en numerosas ocasiones. Detrás de una retórica a veces arcaizante, fascismo y nacionalsocialismo constituyeron fenómenos resueltamente modernos que, como tales, conferían una importancia central al desarrollo científico, técnico e industrial, al tiempo que conferían un lugar preponderante a la movilización política de las masas. Mussolini lo había declarado además con claridad:

Las negaciones fascistas del socialismo, de la democracia, del liberalismo, no deben [...] hacer creer que el fascismo quiera llevar al mundo a lo que era antes de 1789, fecha que es considerada como el año inaugural del siglo demo-liberal. No se puede ir hacia atrás. La doctrina fascista no escogió a de Maistre como profeta93.

Característico de tal equívoco es la atención que, en el interior del III Reich, Evola prestó a las SS, muy probablemente porque estos se presentaban como una «Orden» y a que la noción de Orden desempeñaba, como lo hemos visto, un papel central en su pensamiento político. Evola tuvo además la oportunidad, en 1938, de realizar, para la revista de Preziosi, un reportaje acerca de los célebres «Ordensburgen» nacionalsocialistas94; pero tras una misma palabra pueden esconderse realidades muy distintas. Aunque Himmler podía estar personalmente fascinado por los caballeros teutónicos y por el recuerdo de los «antiguos germanos», su concepción del mundo no era menos que las antípodas del de Evola. Los SS no fueron para nada concebidos como una «sociedad de hombres», como una «élite definida por una solidaridad exclusivamente viril» tendiente a la «persona absoluta»: cada uno de sus miembros estaba destinado, al contrario, a fundar un hogar que se inscribiría en una «línea hereditaria». Mucho más aún que el propio partido nazi, los SS hacían del «materialismo biológico» el centro mismo de su visión del mundo95. Evola probablemente no captó en toda su magnitud la voluntad del fascismo y del nacionalsocialismo de luchar contra las ideologías que él mismo combatía, no solamente con los medios modernos, sino igualmente en nombre de otra forma de modernidad, de allí la ambigüedad de su posición. Apreciaba en el fascismo aquello que no era específicamente fascista sino «tradicional», creyendo que era posible «rectificar» el fascismo llevándolo a abandonar lo que le pertenecía con toda propiedad –subestimando así la importancia de lo que, en el propio fascismo, hacía que fuera eso y no otra cosa. Philippe Baillet se refirió, a propósito de esto, de «sobrestimación de las potencialidades reaccionarias» del fascismo y del nacionalsocialismo, «y por cuya causa [Evola] pasa de lado lo que fundaba propiamente a ambos regímenes y les confería su especificidad»96. La cuestión que se puede plantear es saber si el fascismo «rectificado», tal y como lo deseaba Evola, habría tenido todavía algo que ver con el fascismo.

La influencia política de Evola

La influencia propiamente política de Julius Evola no comenzó a dejarse sentir más que después de la Segunda Guerra mundial, especialmente después de la publicación de Orientaciones y de Los hombres y las ruinas. Es igualmente a partir de los años cincuenta cuando sus adversarios comenzaron a ver en él, de manera excesivamente sumaria, a un «doctrinario fascista», mientras que casi no había sido reconocido como tal bajo el fascismo realmente existente.

Esta influencia política se ejerció evidentemente primero en Italia, antes de manifestarse en Francia en los inicios de los años setenta, después en España, en América Latina, en Alemania y en los países del Este. No hay duda de que el pensamiento político evoliano sedujo sobre todo a las corrientes emparentadas directa o indirectamente con la derecha radical. Los grupos que pugnaban por una «derecha revolucionaria» encontraron en su obra una coherencia doctrinal insuperable, así como las palabras de orden de una radicalidad crítica apropiadas para consolidar sus posiciones.

Otros grupos, simpatizantes de un «fascismo extremo», partidarios incluso a veces del nacionalsocialismo, igualmente tomaron en cuenta algunas de sus ideas, pasando por alto las críticas extremadamente duras que había vertido sobre el régimen hitleriano. Pero la influencia política de Evola no se limitó a estos medios. Los monárquicos igualmente sacaron provecho de sus múltiples argumentos en favor del sistema monárquico. Los individualistas radicales se apoyaron en su pensamiento para justificar su desprecio narcisista por la «plebe» y su repugnancia por el mundo moderno. Los jóvenes militantes de los partidos clásicos de derecha encontraron en sus libros cómo alimentar la intransigencia a la que sus propios dirigentes no respondían. E incluso ciertos católicos tradicionalistas se pudieron inspirar en su apología de la «Tradición», tal y como lo atestigua Fausto Gianfranceschi, para quien, a pesar de las críticas dirigidas por Evola y que menospreciaban el cristianismo,

sus obras, paradójicamente, lograban –entre aquellos de nosotros que éramos [católicos]– reforzar la convicción de que la filosofía perenne de la Iglesia era la única forma de pensamiento viviente o institucionalizado capaz de dictar las reglas de acción y de juicio para aquello que no se dejaban atrapar por las ideologías materialistas97.

Dicha diversidad resulta también muy significativa.

Si Evola sedujo a la derecha radical fue debido, en primer lugar evidentemente, a su propia radicalidad ideológica, a su crítica sin compromiso hacia el mundo actual, así como a su capacidad para oponer a la modernidad triunfante una serie de negaciones abruptas, que en él son la contraparte de un conjunto de «afirmaciones soberanas». Pero la predilección de la que gozó en esos medios no siempre estuvo exenta de ambigüedad. La derecha radical, por ejemplo, siempre se declaró de buen grado más «revolucionaria» que «reaccionaria»; ese no es el caso de Evola. Él ciertamente llegó a escribir –en referencia implícita a la Revolución Conservadora alemana– que «en relación a todo lo que hoy día forma la civilización y la sociedad modernas, efectivamente se puede decir que nada es tan revolucionario como la Tradición»98. Por regla general, sin embargo, más bien se muestra reticente a utilizar este término, y frecuentemente se pone en guardia contra el «alma secreta» de la palabra «revolución», mientras que constantemente recriminaba a la Derecha por no atreverse a afirmarse rotundamente «reaccionaria» –aunque podría decirse que su pensamiento, fundado en la «idea jerárquica integral», expresa ante todo una forma particular de radicalidad reaccionaria.

Por lo mismo, la derecha radical admiró más el fascismo de la República Social que el fascismo «clásico» de antes de 1943. Sin embargo, allí también Evola profesaba una opinión contraria. A pesar de su admiración por el «aspecto combatiente y legionario»99 de la República Social, el vuelco «republicano» del fascismo de Saló, considerado por algunos como un «retorno a las fuentes» iniciales del movimiento, representaba para él una «regresión involutiva»: «Desde nuestro punto de vista –escribe– no hay nada a este respecto que pueda sacarse de la República Social»100.

La derecha radical, finalmente, con frecuencia manifestó una simpatía más o menos explícita hacia no importa qué forma de radicalidad, ya fuera de izquierda o de extrema izquierda. Esta derecha, de forma general, tiende a identificarse con el «pueblo», a proclamar un socialismo «nacional», a colocarse a la «izquierda de la derecha», y a veces se declara más próxima de un revolucionario de izquierda, bolchevique (o «nacional-bolchevique»), que de un burgués. Evola, de quien de paso hay que señalar que raramente se desentiende de quienes se proclaman sus seguidores, jamás adoptó ninguna de estas actitudes ni sostuvo ninguna de estas opiniones. Su desconfianza respecto del «pueblo», su rechazo explícito a lo que llamaba el «ideal social», y su extrema hostilidad hacia el bolchevismo se lo impedían de manera absoluta. Ciertamente él sostenía un punto de vista netamente «anti-burgués», pero lo hacía para enfatizar que la burguesía podía ser refutada tanto «por lo alto» como «por lo bajo», pero agregaba que el anti-burguesismo de izquierda, obrero o socialista, debía ser rechazado porque llevaba «aún más abajo». Para Evola, todo dependía, a fin de cuentas, en nombre de qué se declaraba desear combatir a la burguesía.

Para él, el anti-burguesismo era aceptable, e incluso necesario, si apelaba a una «concepción superior, heroica y aristocrática de la existencia»101, pero no lo era en nombre de cualquier ideal. Asimismo, aunque haya llegado a fustigar al americanismo o al liberalismo por su poder disolvente –superior al del comunismo102– no hay duda de que el bolchevismo representaba para él algo peor que el liberalismo burgués, precisamente porque correspondía, en su sistema, a un agravamiento, a un punto terminal (la «noche» respecto del «crepúsculo»). Este es todavía un punto sobre el que su pensamiento se separa de la derecha radical o «revolucionaria», para la cual, el reino del liberalismo burgués es aún peor, más destructivo y descompone mucho más que lo que el comunismo jamás haya hecho.

Retorno a la «apoliteia»

Las últimas líneas de Los hombres y las ruinas contienen una interrogación análoga a la que ya figuraba a manera de conclusión en Orientaciones: «Queda por ver cuántos hombres permanecen todavía de pie entre las ruinas». Implícitamente, tal interrogante vuelve a suscitar la cuestión de la posibilidad misma de una acción política que se inspirase en principios «tradicionales». El mismo Evola no vacila en responder de manera negativa. Desde 1961, en Cabalgar el tigre, subrayaba ya «la imposibilidad de obrar de manera positiva en el sentido de un retorno real y general al sistema normal y tradicional»103. En su autobiografía, aparecida en 1963, afirmaba su

convicción de que nada puede hacerse para provocar una modificación importante de esta situación, para hacer que los procesos tomen posteriormente –después de los últimos hundimientos– un curso irreparable [...] No existe nada, en el dominio político y social, que verdaderamente amerite una adhesión total y un compromiso profundo104.

Un año mas tarde, en la primera edición de El fascismo visto desde la derecha, declaraba: «Hay que decir que hoy día no existe, en Italia, una Derecha digna de este nombre»105. Finalmente, poco tiempo antes de su muerte, en la segunda edición de El camino del cinabrio, escribía:

Fuera de la adhesión de los representantes de las jóvenes generaciones, atraídos por los fundamentos que las doctrinas tradicionales ofrecen a una orientación de Derecha, no hay personas cualificadas que, al llegar a la madurez –en el terreno de los estudios y partiendo de las posiciones que he defendido o que hice conocer– vayan más allá mediante desarrollos personales serios, metódicos y meditados [...] tales personas son prácticamente inexistentes106.

Y es precisamente porque estaba convencido de que nada podía ser logrado en el dominio de los fines externos que Evola publica, en 1961, Cabalgar el tigre, obra en la que se esfuerza en señalar de nuevo «orientaciones existenciales», pero esta vez desde una perspectiva estrictamente «individual». Sin modificar para nada sus principios, en este libro Julius Evola abandona radicalmente cualquier perspectiva política y aduce que es posible hacerlo en el fuero interno.

Hemos hecho alusión –escribe– [...] al exiguo número de aquellos que, hoy, sea por su temperamento o por su vocación, todavía creen, a pesar de todo, en la posibilidad de una acción política rectificadora. Es para guiar la orientación ideológica de ellos que escribimos hace algunos años Los hombres y las ruinas. Pero en razón de las experiencias que hemos tenido después, sólo podemos reconocer abiertamente que las condiciones necesarias para llegar a un resultado cualquiera, apreciable y concreto, en una lucha de esta tipo, están actualmente canceladas [...] La única norma valiosa que dicho hombre [el que se mantiene fiel a la Tradición] puede extraer de un balance objetivo de la situación, es la ausencia de interés y el desapego respecto de todo aquello que hoy es «político». Su principio sería, pues, lo que en la antigüedad se llamó apoliteia107.

Nada podría completarse en el terreno político; sería mejor tomar distancia y refugiarse en la apoliteia, es decir, alejarse. Evola invita, pues, a los «hombres diferenciados», a aquellos que se sienten «absolutamente fuera de la sociedad», a «abandonar cualquier finalidad positiva externa, que se ha vuelto irrealizable en una época de disolución como la nuestra»108, para concentrarse en el «actuar sin actuar», en la construcción y el perfeccionamiento de sí mismo, en la conquista de una posición espiritual inexpugnable, de una patria interior «que ningún enemigo jamás podrá ocupar ni destruir»109. Esta posición no deja de recordarnos la del Anarca de Ernst Jünger, pero que no puede confundirse para nada con ella. Considera obsoleta cualquier esperanza política y desalienta cualquier veleidad de la acción en la vida publica: «Nada puede hacerse»110.

Parecería que Evola se hubiera encerrado dentro de un largo paréntesis, para continuar con ciertas actitudes «rectificadas» en su itinerario interior. Es lo que él mismo dirá al recordar Cabalgar el tigre, y consignará en su autobiografía:

Un ciclo se cierra con este libro; en cierto sentido, he vuelto a las posiciones de partida –hacia las que había sentido, a veces inconscientemente, un impulso profundo durante mi primera juventud– que me condujeron a la negación radical de los valores existentes en el mundo111.

El repliegue hacia el fuero interno conduce, en efecto, a la época del Individuo absoluto, de este individuo solitario que, al no querer depender de nada externo a él mismo, y al ver necesariamente al Otro como una privación, una alteración o una deficiencia contaminante, ha llegado a la «negación radical del mundo existente».

¿Cuáles son las razones de la imposibilidad de una política «tradicional»? Evola habla de razones estrictamente coyunturales: son las circunstancias del momento las que impiden la puesta en acción concreta de cualquier principio político «verdadero». Debido a las circunstancias, aparentemente vinculadas al estado de degradación o de disolución del mundo exterior, resulta legítimo concluir que hay una relación directa entre el hecho de que no se pueda hacer nada en el plano político y ese otro hecho según el cual, en la concepción «tradicional» de la historia –que es la de Evola– el momento actual corresponde a un «final de ciclo», a una fase crepuscular, terminal, identificada frecuentemente con el Kali-yuga de los indios o con la «era del lobo» de la tradición nórdica.

Pero es claro que la idea de «final de ciclo» posee, por sí misma, algo de paralizante o incapacitante. Si se vive en un final de ciclo y nada puede impedir que dicho ciclo llegue a su término, ¿dónde puede residir la «libertad fundamental de movimiento», si no es en el fuero interno? Esto lo había comprendido bien Alain Daniélou, quien escribió: «En un mundo que se encamina a su pérdida –de acuerdo con la teoría de los ciclos– sólo existe la salvación individual»112. Ante tal perspectiva, no existe ninguna paradoja, en efecto, en promover una acción política cualquiera, ya que la finalización del ciclo actual –y el surgimiento de uno nuevo– es resultado no de la acción de los hombres sino de las leyes absolutas de la metafísica. La acción política supone la esperanza de llegar a un fin. Sin embargo, ¿qué fin se le puede asignar a un mundo que está en vías de llegar a su final? La acción política implica también, por definición, la reversibilidad de situaciones juzgadas indeseables. No obstante, desde el punto de vista de la teoría de los ciclos, la crisis del mundo moderno se caracteriza por su irreversibilidad. Cuando Evola declara que la batalla está «materialmente perdida», comprendemos sin trabajo que no lo puede estar espiritualmente. ¿Pero qué sentido político dar a esta propuesta?

Evola escribe, sin embargo, que «son los hombres, en tanto verdaderamente hombres, los que hacen y deshacen la historia»113. Pero también dice que la historia es una «entidad misteriosa» que «no existe», que no es más que un «mito» que debe «combatirse»: «pensar en términos de historia es absurdo». Finalmente, denuncia cualquier historicismo, y llega a escribir incluso que cuando se ha rechazado el historicismo, «el pasado deja de ser algo que mecánicamente determina el presente»114. Jean-Paul Lippi concluye que

la crítica fundamental que Evola hace al historicismo se debe a que vuelve imposible, para quien la adopta, cualquier toma de posición voluntarista y, en consecuencia, verdaderamente libre115.

La cuestión que de cualquier forma es menester plantearse es saber si este punto de vista resulta compatible con la teoría de los ciclos.

¿No se ha vuelto «imposible» el voluntarismo político debido a la afirmación de una decadencia obligada ocasionada por un progreso ineluctable? En realidad, lo que Evola rechaza con mayor firmeza no es tanto el historicismo propiamente dicho como el optimismo inherente a las formas modernas del historicismo, comenzando por la ideología del progreso. El cuadro general que bosqueja en Rebelión contra el mundo moderno, por ejemplo, confiere efectivamente a la historia un sentido muy preciso –a la vez como dirección y como significación. Evola busca también, más allá de la simple concatenación de los acontecimientos, identificar las líneas de fondo del desarrollo histórico –y los momentos o etapas de la historia que él considera más significativas casi no difieren de las que la ideología del progreso ha mantenido. Se limita a dotarlas de un coeficiente de valor rigurosamente opuesto.

Al presentar a las sociedades «tradicionales» como sociedades ahistóricas o indiferentes, al menos, a la historia, Evola no rechaza para nada la noción de «sentido de la historia» que, además, es inherente a la teoría de los ciclos. Al interpretar a la historia no como un movimiento progresivo en perpetuo ascenso, sino como un movimiento constantemente descendente, como decadencia siempre acentuada, solamente reafirma que dicho «sentido» es puramente negativo: sí hay «progreso», ¡pero progreso en la decadencia!116 Revelador a este respecto es el hecho de que denuncia, en el marxismo, una forma evidente de historicismo, al reconocer en Marx el mérito de haber intentado «definir una dirección general de la marcha de la historia en función de fases muy precisas»117. Es por ello que propone

un esquema historiográfico que, en cierta medida, corresponde al esquema marxista y, al igual que este último, considera los procesos generales y esenciales más allá de los factores contingentes, locales y nacionales, pero que, de cualquier forma, indican la regresión, el hundimiento y la destrucción de aquello que, por el contrario, es exaltado en el marxismo como progreso y como conquista del hombre118.

En otras palabras, Evola critica fundamentalmente el historicismo en nombre de un historicismo de sentido contrario, en el que la ideología de la decadencia constituiría un espejo invertido, la calca negativa de la ideología del progreso: lo que es impensable en ambos casos es que la historia pueda, en cualquier momento, rodar en cualquier sentido. De aquí resulta una tensión evidente entre esta filosofía de la historia –con el inevitable resultado de una especie de fatalidad metafísica inherente al movimiento mismo de la historia– y la importancia que Evola da, además, a la idea de voluntad, de poder absoluto y de libertad incondicionada.

Pero la imposibilidad de una política «tradicional» no resulta quizás solamente de factores vinculados a la coyuntura y a la teoría de los ciclos. La política que Evola propone es una política que se ordena hacia ideas y principios absolutos. Es, en otros términos, una política ideal. No obstante, si consideramos que la política es ante todo el arte de lo posible, y que lo posible es, de entrada, un asunto del contexto y de la situación, una política ideal corre el elevado riesgo de aparecer como una contradicción en sus propios términos. Al situarse a nivel de los principios, Evola coloca demasiado alto su exigencia, lo que en sí es encomiable. Pero el problema con las ideas puras es que la mejor manera que tienen para mantenerse puras es jamás concretizarse en la realidad: los horizontes más elevados son también los más inalcanzables. Desde este punto de vista, hay una contradicción cierta entre la política –que siempre se inscribe en lo relativo y jamás constituye una modalidad de la acción histórica– y la tradición, que se considera con un alcance metahistórico, es decir, absoluto.

Evola, podríamos decir, ejerció una innegable influencia política, mientras que las ideas que proponía volvían más problemática la acción política. La «política evoliana» –distinta de la crítica evoliana de la política– parece conducir, así, sin más, a no hacer política.

*

Tanto por su contenido como por la influencia que ha ejercido, Los hombres y las ruinas constituye, sin discusión, una obra importante desde el punto de vista de la historiografía de las ideas de la Derecha. Cerca de medio siglo después de su publicación, la validez y actualidad de las ideas que allí encontramos expresadas dependen evidentemente, en gran medida, del grado de empatía del lector. Por nuestra parte, son sobre todo ciertas críticas formuladas por Evola las que nos parecen susceptibles de inspirar una reflexión –oportuna por añadidura– para el mundo actual. Incluso si no se comparten sus premisas, la crítica evoliana al Estado-nación, por ejemplo, resulta aún muy pertinente en una época en que esta forma política, emblemática de la modernidad, parece cada día más tocada por la impotencia y la obsolescencia. Lo mismo sucede con su crítica a la «superstición moderna del trabajo», que se acerca a algunas reflexiones de Hannah Arendt; esta profunda observación la compartiría también con Friedrich Nietzsche:

Cada día el trabajo acapara crecientemente la buena conciencia en beneficio suyo: el gusto por la alegría ya se llama «necesidad de reposo»; comienza a sonrojarse de sí misma [...] Pero en otro tiempo era lo contrario: era el trabajo el que daba remordimiento119.

Evola tuvo igualmente el gran mérito de denunciar con firmeza, en una época en que no era corriente, cualquier concepción general de la vida o de la sociedad que se fundara solo en el plano de la economía, o que le atribuyera, en última instancia, un papel decisivo. Incluso aunque no se sepa muy bien si Evola se limita a colocar a la economía en un lugar subordinado o si le confiere una importancia mínima –lo que no es lo mismo– no se puede más que estar de acuerdo con él cuando afirma que «no es el valor de un sistema económico o de cualquier otro el que hay que poner en cuestión, sino la economía en general»120, o cuando con fortuna estigmatiza la obsesión economicista que «ha tomado el cuerpo y el alma del hombre y que, finalmente, lo ha condenado a una marcha sin respiro, a una expansión ilimitada del hacer y el producir»121. Evola lo dice con gran justeza:

la verdadera antítesis no contrapone el capitalismo con el marxismo, sino un sistema en donde la economía es soberana –cualquiera que sea su forma– en oposición a un sistema que se encuentra subordinado a factores extra-económicos, dentro de un orden mucho más vasto y completo, de tal naturaleza que le confiera a la vida humana un sentido profundo y le permita desarrollar sus posibilidades más elevadas122.

Pero en último análisis, y como siempre sucede con Evola, es indudablemente en el dominio de la ética en donde encontramos las consideraciones más apropiadas para inspirar la reflexión de todos los días. Como cuando dice que «la medida de lo que se puede exigir a los otros está dada por lo que se sepa exigir a sí mismo»123, o cuando recuerda que «el poder se funda en la superioridad, y no la superioridad en el poder»124, e incluso cuando describe el antagonismo entre el sistema del honor y la dignidad indistintamente asignada a cada cual. Es en dichas páginas en las que hombres y mujeres pueden tomar lecciones.


Notas

* Este texto fue redactado como prefacio a la edición definitiva de Orientaciones y Los hombres y las ruinas, en un volumen de las «Obras de Julius Evola» que apareció en enero de 2002 en las ediciones Mediterranee de Roma. Fue publicado posteriormente en el número doble, 53-54, de la revista francesa Nouvelle École, año 2003, pp. 147-169.

1 Se sabe que Evola, después del bombardeo a Viena en 1945, sólo regresó a Roma tres años después de haber estado bajo cuidados en Austria, y únicamente lo hace durante un breve período, ya que pasa dos años y medio en diferentes clínicas de Bolonia. Evola no se instalará de manera definitiva en la capital italiana más que hasta la primavera de 1951. Sin embargo, en el mes de abril de 1951 es arrestado y hecho prisionero bajo la acusación de ser el inspirador de dos grupos neofascistas clandestinos, los FAR (Fascios de Acción Revolucionaria) y la Legión Negra. Fue absuelto después de su proceso, el 29 de diciembre de 1951, luego de haber estado detenido durante seis meses.

2 Le chemin du Cinabre, Milán-Carmagnola, Archè-Arktos, 1982, p. 162. Aquí citamos las obras de Evola a partir de su edición más reciente.

3 Cfr. especialmente su entrevista con Gianfranco de Turris, en Il Conciliatore, 15 de enero de 1970, pp. 16-19.

4 Aparecieron en Italia después de 1950 cerca de doce ediciones diferentes de Orientaciones, algunas de ellas casi clandestinas. A las dos ediciones francesas íntegras («Orientations», en Julius Evola, le visionnaire foudroyé, París, Copernic, 1977, pp. 29-54, traducción de Pierre Pascal; Orientations, Puiseaux, Pardès, 1988, 94 pp., traducción de Philippe Baillet), se suman las dos traducciones españolas (Orientaciones, Madrid, Graal, y Barcelona, Bau, 1974, 61 pp., traducción de Francesco Z. Giorcelli y Sol Muñoz Lafitta; Orientaciones, Imperium, Buenos Aires 1977, y la reedición mexicana, hecha a partir de le versión madrileña, y editada por el Frente Nacional de la Juventud, 1984, con una “Nota para los camaradas iberoamericanos” de Juan Pablo Herrera), así como la traducción griega («Prosanotolismoi», en Anthropines Skeseis, Atenas, diciembre de 1972, pp. 28-33 y 50, traducción de Harry Guitakos), holandesa (Oriëntaties, Gent-Brussel, Centro Studi Evoliani, 1982, 23 pp., traducción de Peter Logghe), polaca (Orientacje, Chorzów, Parzival, 1993, traducción de Bogdan Koziel) y húngara (Orientációk, Budapest, Stella Maris Kiadó, 1998, 89 p., traducción de Gábor Zsuzsa). Los hombres y las ruinas ha sido reeditado seis veces en Italia, mientras que la versión francesa ha sido objeto de dos ediciones diferentes (Les hommes au milieu des ruines, París, Sept couleurs, 1972, 252 p., traducción anónima; 2a edición aumentada: París, Guy Trédaniel-La Maisnie y Puiseaux, Pardès, 1984, 284 p., traducción revisada y completada por Gérard Boulanger). Existe también traducción española (Los hombres y las ruinas, Barcelona, Alternativa, 1984, 254 p., traducción de Marcos Ghio), alemana (Menschen inmitten von Ruinen, Tübingen, Hohenrain, 1991, 406 p., traducción de Rainer M. Natlacen) e inglesa (Men Among the Ruins. Post-War Reflections of a Radical Traditionalist, Rochester, Inner Traditions International, 2002, traducción de Guido Stucco).

5 Cfr. especialmente los Saggi di dottrina politica. Crestomazia di saggi politici (Sanremo, Casabianca-Mizar, 1979; 2a edición: Saggi di dottrina politica, Génova, I Dioscuri, 1989; traducción francesa: Essais politiques. Idée impériale et nouvel ordre européen –Economie et critique sociale– Germanisme et nazisme, Puiseaux, Pardès, 1988), compilación en la que se encuentran textos que frecuentemente desarrollan de manera sugestiva consideraciones igualmente presentes en Los hombres y las ruinas o que abordan temas no examinados en este libro.

6 Pierre-André Taguieff, «Julius Evola penseur de la décadence. Une “métaphysique de l’histoire” dans la perspective traditionnelle et l’hyper-critique de la modernité», en Politica Hermetica, 1, Lausana, L’Age d’homme, 1987, p. 16.

7 Julien Freund, L’essence du politique, París, Sirey, 1965, p. 25.

8 Qu’est-ce que la politique?, París, Seuil, 1982, p. 177.

9 Révolte contre le monde moderne, Lausana, L’Age d’homme, 1991, pp. 42.

10 Ibid., p. 41.

11 Les hommes au milieu des ruines, París-Puiseaux, Guy Trédaniel-Pardès, 1984, p. 29.

12 Es dicha actitud –que Julien Freund describe como profundamente «impolítica»– la reconducción de lo político a la metafísica, la que para él constituye una forma entre otras de negarle una esencia autónoma (para otros autores, la política debe estar sometida, reducida o colocada en dependencia de la moral, el derecho, la técnica, la economía, etcétera).

13 Prefacio a la segunda edición francesa de Orientations, Puiseaux, Pardès, 1988, p. 9.

14 Orientations, op. cit., p. 58.

15 Les hommes au milieu des ruines, op. cit., p. 41.

16 «Deberíamos estudiar las fórmulas que transformen gradualmente al obrero en propietario en pequeño» (Les hommes au milieu des ruines, op. cit., p. 172).

17 «Haría falta que el anonimato y el desinterés propios del antiguo corporatismo resurgieran en el mundo de la técnica bajo una forma inédita, lúcida, esencial» (ibid., p. 171).

18 Orientations, op. cit., pp. 55-56.

19 «Vedute sull’ordine futuro delle nazioni», en La Vita italiana, septiembre de 1941.

20 Les hommes au milieu des ruines, op. cit., p. 52.

21 «El socialismo es el socialismo, y añadirle el adjetivo “nacional” no es más que disfrazarlo a la forma del caballo de Troya» (Le fascisme vu de droite. Suivi de: Notes sur le Troisième Reich, Puiseaux, Pardès, 1993, p. 102).

22 Es dicha oposición a todo lo que se encuentra en el orden de la cantidad y de a sola «naturaleza» la que conduce a Evola a tomar una posición netamente anti-natalista, demasiado original entre los medios «de derecha». Sin dudar en hablar del «desbordamiento de los nacimientos», e incluso de la «plaga de los nacimientos», y en lo que ve en una transformación de la «potencia del número», Evola hace un enérgico llamado por una «política anti-demográfica». Sin embargo, no se interroga antes para saber las razones de la menor fecundad democrática de las élites.

23 «Signification de l’aristocratie», en Julius Evola, Tous les écrits de «Ur» & «Krur» («Introduction à la magie»). «Krur» 1929, Milán, Archè, 1985, p. 43.

24 Les hommes au milieu des ruines, op. cit., p. 94.

25 Orientations, op. cit., p. 51.

26 Ibid., pp. 77-79.

27 Ibid., p. 55.

28 «L’idée olympienne et le droit naturel», en L’arc et la massue, París-Puiseaux, Guy Trédaniel-Pardès, 1983, pp. 77.

29 Les hommes au milieu des ruines, op. cit., p. 34.

30 Révolte contre le monde moderne, op. cit., p. 64.

31 Ibid., p. 383.

32 Les hommes au milieu des ruines, op. cit., p. 36.

33 Ibid., pp. 37.

34 Julius Evola, métaphysicien et penseur politique. Essai d’analyse structurale, Lausana, L’Age d’homme, 1998, p. 210.

35 Ibid., p. 12. Cfr. también p. 179: «Toda la doctrina política evoliana se inscribe en el esquema general de la bipolaridad masculino-femenino y descansa en la convicción de que el Estado puede y debe ser la expresión política de la virilidad espiritual».

36 Métaphysique du sexe, Lausana, L’Age d’homme, 1989, p. 224.

37 Conferencia del 10 de diciembre de 1937, pronunciada en el Studienkreis de Berlín («Restauración de Occidente dentro del espíritu ario original», en Totalité, octubre de 1985, pp. 15-35).

38 «Historia secreta de la Roma antigua: los Libros sibilinos», en Totalité, junio-agosto de 1978. Se notará que Evola clasifica a los etruscos y los pelasgos entre los pueblos no indo-europeos, afirmación discutible al menos (y hoy cada vez más discutida). Tomado globalmente, el elemento griego llamó, en cambio, menos su atención que el elemento romano.

39 Les hommes au milieu des ruines, op. cit., p. 34.

40 Aquí se reconoce la influencia de Bachofen, así como la idea –hoy un poco abandonada (si no en ciertos medios feministas)– según la cual el culto a divinidades femeninas o la existencia de un sistema de filiación matrilineal va necesariamente a la par de una verdadera «ginecocracia», es decir, de una autoridad preponderante de las mujeres en el dominio político y social. Cfr. Julius Evola, Il matriarcato nell’opera di J. J. Bachofen, Roma, Fondazione Julius Evola, 1990. En este punto de la demostración, Evola se cuida bien de evocar el omnipresente patriarcado del Israel antiguo. Igualmente olvida que, en el panteón indoeuropeo, los dioses no se planteaban para nada como «adversarios» de las divinidades femeninas.

41 Révolte contre le monde moderne, op. cit., p. 259 («composante dissolvante»).

42 Masques et visages du spiritualisme contemporain. Analyse critique des principaux courants modernes vers le «suprasensible», Puiseaux, Pardès, 1991, p. 140. Como ya lo hemos visto, Evola, llega incluso a atribuir una naturaleza «femenina» al «ideal sacerdotal», opinión que no podía más que escandalizar a René Guénon. Al sentirse él mismo como un «guerrero», afirma que el elemento viril reside no en el sacerdocio sino en la realeza, lo que lo lleva a definir el «tipo real» como el «tipo masculino que determina y domina la sustancia original concebida como madre y femenino» («Autorité spirituelle et pouvoir temporel», en Julius Evola, «Krur» 1929, op. cit., p. 182). «La realeza –escribe todavía– tiene primacía sobre el sacerdocio, precisamente como, en el símbolo, el sol tiene la primacía sobre la luna, y el hombre sobre la mujer » (Révolte contre le monde moderne, op. cit., p. 112).

43 Révolte contre le monde moderne, op. cit., p. 346.

44 Les hommes au milieu des ruines, op. cit., p. 35.

45 Ibid., p. 39.

46 Chevaucher le tigre, París, Guy Trédaniel, 1982, p. 188.

47 «Eticità dell’autarchia», en Il Regime fascista, 7 de junio de 1938.

48 Métaphysique du sexe, op. cit., pp. 15-16.

49 Op. cit., p. 73.

50 Ibid., p. 101.

51 Révolte contre le monde moderne, op. cit., p. 264.

52 Le chemin du Cinabre, op. cit., p. 59.

53 Op. cit., p. 62.

54 Les hommes au milieu des ruines, op. cit., p. 37.

55 Orientations, op. cit., p. 54.

56 Le chemin du Cinabre, op. cit., p. 9.

57 Teoria dell’Individuo assoluto, Turín, Bocca, 1927; Fenomenologia dell’Individuo assoluto, Turín, Bocca, 1930. Cfr. también los escritos de este período reunidos en: Julius Evola, L’Idealismo Realistico, 1924-1928, editados por Gianfranco Lami, Roma, Antonio Pellicani, 1997.

58 Carta a Mircea Eliade, 28 de mayo de 1930.

59 Le chemin du Cinabre, op. cit., p. 9.

60 Les hommes au milieu des ruines, op. cit., p. 53.

61 Louis Dumont, Homo aequalis. Genèse et épanouissement de l’idéologie économique, París, Gallimard, 1977; Essais sur l’individualisme. Une perspective anthropologique sur l’idéologie moderne, París, Seuil, 1983.

62 «Cavalcare la tigre et l’individualismo di Julius Evola», en La Società degli individui, 1998, 3, p. 77.

63 Les hommes au milieu des ruines, op. cit., p. 52. Cfr. también la 4a parte de Cabalgar el tigre, titulada «Disolución del individuo». En su libro de 1928, Imperialismo pagano, Evola vuelve sobre sus tesis acerca del «individuo absoluto», en donde dice deplorar ante todo «la decadencia, en Occidente, del valor de la individualidad». «Aunque pueda parecer extraño –escribe– en la base de nuestro imperialismo se encuentran los valores que aparecen, igualmente, como presupuestos de las formas liberales de la democracia. La diferencia estriba en el hecho de que, en el liberalismo, dichos valores son afirmados por una raza de esclavos [sic] que no se atreve a pensarlos y quererlos hasta el extremo, para y en el individuo, sino que, al contrario, los desplaza de manera ilegítima e igualitarista, hacia la “sociedad” y hacia la “humanidad”». Resulta revelador que Evola, en este pasaje, lejos de denunciar los presupuestos individualistas de la doctrina liberal, recrimina al liberalismo, por el contrario, no atreverse a «pensarlos y quererlos hasta el extremo». Esta absolutización del individuo –en oposición al pueblo– que amenaza en todo momento en desembocar en el solipsismo, ha sido bien notada por Philippe Baillet, quien escribió lo siguiente a propósito de Imperialismo pagano: «El “individualismo” nietzscheano aquí se extiende hasta la caricatura: algunos pasajes […] parecen erigir simplemente en filosofía personal una agorafobia absoluta. La “socialidad”, cuyo origen se atribuye sin medias tintas al cristianismo primitivo, aquí es sinónimo de “contaminación”. No existe la comunidad, o más bien se confunde también con la aborrecida “colectividad”. El “pueblo” es una ficción, un flatus voici que desenmascara la lucidez nominalista: se identifica con la masa, que no es nada mientras no haya sido moldeada por la voluntad de los “dominadores”, de los “amos”. Hay que insistir sobre esta ausencia tota de dimensión comunitaria. Enunciada aquí bajo una forma extremista, la “asocialidad” evoliana sólo cambiará sus modalidades de expresión, pero no su estatuto, en toda su obra posterior» («Comme une bouteille à la mer…», prefacio a Julius Evola, Impérialisme païen, Puiseaux, Pardès, 1993, p. 19). En otro texto sobre Evola, Philippe Baillet añade: «Al rechazar en su juventud (y no reparar jamás verdaderamente acerca de este rechazo) la tradición realista u “objetivista” de la filosofía clásica […] en favor de la “contingencia” del individuo absoluto que afirma la libertad suprema del Yo hasta lo arbitrario, [Evola] ingresaba necesariamente a la órbita del “culto” fascista a la acción, entendido en su sentido más profundo: el activismo como solipsismo vivido, en acto […] El solipsismo evoliano, indisociable de un itinerario muy personal participa, por un lado, de cierta estética nada despreciable; es también, para nuestra sensibilidad, la causa primera, debido al relativismo que le es inherente, a su imposibilidad intrínseca, y no accidental, de ver nacer algún día, a partir de la obra de Evola, una escuela autónoma de pensamiento, con contornos claramente definidos y con objetivos unitarios» («Julius Evola et les “électrons libres”. Autour du Dossier H consacré à Julius Evola», en Politica Hermetica, 12, 1998, p. 266).

64 «Les deux visages du nationalisme», en Essais politiques, op. cit., p. 56.

65 «Tradition et réaction: la figure de Julius Evola», en Mil neuf cent, 9, 1991, p. 93. Se puede notar que uno de los reportes secretos sobre Evola redactados en el contexto de la Ahnenerbe –reporte que fue dirigido el 31 de agosto de 1938 a Himmler– alude a su «individualismo extremo» y a su «individualismo absoluto». Cfr. Bruno Zoratto, Julius Evola nei documenti segreti dell’Ahnenerbe, Roma, Fondazione Julius Evola, 1977, pp. 35-43.

66 «Les deux visages du nationalisme», artículo citado, p. 56.

67 Les hommes au milieu des ruines, op. cit., p. 83.

68 Les hommes au milieu des ruines, 2a edición, op. cit., p. 66.

69 Ibid., p. 239.

70 «L’Etat et le travail», en Explorations. Hommes et problèmes, Puiseaux, Pardès, 1989, p. 42.

71 Les hommes au milieu des ruines, op. cit., p. 66.

72 «Fonction et signification de l’idée organique», en: Julius Evola, le visionnaire foudroyé, París, Copernic, 1977, p. 56.

73 «L’Etat et le travail», artículo citado, p. 35.

74 Le fascisme vu de droite, op. cit., p. 59.

75 «La droite et la culture», en Explorations, op. cit., p. 280. Cfr. también Julius Evola, Citazioni sulla Monarchia, Palermo, Thule, 1978.

76 Es oportuno recordar aquí que, al menos en el caso de Francia, las relaciones entre el rey y la aristocracia fueron con mucha frecuencia conflictivas: los soberanos franceses constantemente lucharon contra los señores «feudales». Hermann de Keyserling, por quien Julius Evola difícilmente sentía estima, escribe por su parte: «Los aristócratas siempre son, por sí mismos, republicanos; la forma normal del Estado para los pueblos de estructura aristocrática es, en consecuencia, la república y no la monarquía, pues aquel que tenga conciencia señorial difícilmente soporta por encima de él a alguien que se crea superior» (L’analyse spectrale de l’Europe, París, Gonthier-Médiations, 1965, p. 156).

77 Théorie du pouvoir politique et religieux [1796], París, UGE/10-18, 1966, p. 21.

78 Al hablar del cristianismo, él llega sin embargo a escribir que «el rechazo, el desapego violento de la naturaleza conduce a la desacralización, a la destrucción de la concepción orgánica del mundo como cosmos» (L’arc et la massue, op. cit., p. 202). Pero no veríamos cómo se conciliarían estas líneas con los llamados constantes en favor de una dominación por parte del elemento «viril» de todo aquello que sólo está en el orden de la «naturaleza». En Cabalgar el tigre, Evola precisa: «Cualquier “retorno a la naturaleza” (fórmula que, generalizada, también puede incluir todas las reivindicaciones en nombre de los derechos del instinto, del inconsciente, de la carne, de la vida inhibida por el “intelecto” y así por el estilo) es un fenómeno de regresión» (op. cit., p. 154).

79 El primer libro de Evola traducido al alemán, Imperialismo pagano (Todi-Roma, Atanor, 1928), fue publicado en una versión revisada y ampliamente modificada por el autor para una casa editora directamente ligada a los medios völkisch: Heidnischer Imperialismus, Leipzig, Armanen, 1933 (retraducción al italiano a partir de la versión alemana: «Heidnischer Imperialismus», Treviso, Centro Studi Tradizionali, 1991). Acerca de las relaciones de Evola con la Revolución Conservadora, cfr. también: H. T. Hansen, «Julius Evola und die deutsche Konservative Revolution», en Criticón, Munich, abril-junio de 1998, pp. 16-32.

80 Diversos teóricos völkisch, entre los que se encuentran Ernst Bergmann y sobre todo Herman Wirth, de quienes Evola apreciaba los trabajos sobre los orígenes «atlántico-occidentales» de la civilización europea, sostenían en lo concerniente a la polaridad masculino-femenina una idea totalmente opuesta a la suya, pues hablaban de una clara superioridad de los valores femeninos sobre los valores masculinos. Cfr. Ernst Bergmann, Erkenntnisgeist und Muttergeist. Eine Soziosophie der Geschlechter, Breslau, Ferdinand Hirt, 1932; Herman Wirth, Der Aufgang der Menschheit. Untersuchungen zur Geschichte der Religion, Sumbolik und Schrift der Atlantisch-Nordischen Rasse, Jena, Eugen Diederichs, 1928.

81 En su célebre libro, Der Geist als Widersacher der Seele, cuya influencia fue considerable en el seno de la Revolución Conservadora, Ludwig Klages pudo describir precisamente el «espíritu» como el peor adversario del «alma».

82 Révolte contre le monde moderne, op. cit., p. 65.

83 Cfr. Julius Evola, L’« Operaio » nel pensiero di Ernst Jünger, Roma, Armando Armando, 1960 (2a edición: Roma, Giovanni Volpe, 1974; 3a edición: Roma, Mediterranee, 1998).

84 Cfr. Oswald Spengler, Il tramonto dell’Occidente, Milán, Longanesi, 1957. El texto del prefacio de Evola fue reeditado, junto con otros, en Julius Evola, Spengler e il Tramonto dell’Occidente, Roma, Fondazione Julius Evola, 1981.

85 Julius Evola, Il fascismo. Saggio di una analisi critica dal punto di vista della Destra, Roma, Giovanni Volpe, 1964; 2a edición: Il fascismo visto della Destra. Note sul Terzo Reich, Roma, Giovanni Volpe, 1970. Cfr. También: Philippe Baillet, «Les rapports de Julius Evola avec le fascisme et le nationalsocialisme», en Politica Hermetica, 1, 1987, pp. 49-71.

86 Además, hoy día se sabe –gracias a los documentos recuperados del antiguo Ministerio de Cultura Popular («Minculpop»)– primero, que fue despojado de su grado de lugarteniente en abril de 1934, después de haberse rehusado a batirse en duelo con un joven periodista de nombre Guglielmo Danzi, quien se había declarado hostil a sus opiniones; y, por otra parte, que en diciembre de 1939 solicita adherirse al Partido Nacional Fascista (PNF) a fin de poderse enrolar como voluntario en el frente, petición que fue rechazada oficialmente en abril de 1943 por la Corte Central de Disciplina del Partido, debido a que «toda la actividad cultural de Evola, tal y como surge de las informaciones recopiladas y a partir de lo que se conoce de sus escritos y de sus discursos, hacen dudar fuertemente de su incondicional adhesión a la doctrina fascista». Cfr. Dana Lloyd Thomas, «Quando Evola fu degradato», en Il Borghese, 24 de marzo de 1999, pp. 10-13.

87 Los diez números de La Torre fueron objeto de una reimpresión integral: La Torre. Foglio di espressioni varie e di tradizione una, Milán, Il Falco, 1977.

88 Incluido el propio Evola, quien las ha retomado en su autobiografía. Cfr. Le chemin du Cinabre, op. cit., p. 95.

89 «Autodéfense», en Totalité, octubre de 1985, p. 87. «Si las ideas “fascistas” todavía deben ser defendidas –leemos igualmente en Los hombres y las ruinas– deberían serlo no en tanto son “fascistas”, sino en la medida en que representan, bajo una forma particular, la expresión y la afirmación de ideas anteriores y superiores al fascismo» (op. cit., p. 26). El hecho de que Evola haya tomado casi textualmente sus propuestas de 1951 induce a mostrar que éstas no eran fruto de un discurso de circunstancia.

90 Cfr. especialmente los Essais politiques, op. cit.

91 Le chemin du Cinabre, op. cit., p. 146.

92 Al criticar la institución del Servicio del Trabajo (Arbeitsdienst), Evola muestra especialmente indignado de que «una joven de la aristocracia así [haya podido] verse obligada a vivir en común con un campesino o un proletario, en una granja o en una fábrica» (Le fascisme vu de droite, op. cit., p. 172).

93 Benito Mussolini, «La doctrine du fascisme», en Le fascisme. Doctrine, institutions, París, Denoël et Steele, 1933, p. 49.

94 «Le SS, guardia e “Ordine“ della rivoluzione crociuncinata», en La Vita italiana, agosto de 1938. Se apreciará que los «Ordensburgen» construidos en la Alemania hitleriana no tenían estrictamente nada que ver con la SS. Se trataba de centros de formación hechos a petición del Frente del Trabajo (Arbeitsfront), construidos expresamente sólo para miembros del partido. Es un error que Philippe Baillet haya hablado, como muchos otros, de los «famosos “Castillos de la Orden” de la SS» en su prefacio a la primera edición francesa de el Fascisme vu de droite (París, Cercle Culture et Liberté, 1981, p. 15). Antes hicimos alusión (nota 65) al reporte dirigido a Himmler en agosto de 1938, en el momento mismo en que aparecía el artículo de Evola. Dicho reporte aludía a la incompatibilidad de las ideas de Julius Evola con el nacionalsocialismo. Cfr. Bruno Zoratto, Julius Evola nei documenti segreti dell’Ahnenerbe, op. cit.; Gianfranco de Turris y Bruno Zoratto [editores], Julius Evola nei rapporti delle SS, Roma, Fondazione Julius Evola, 2000. Cfr. también Francesco Germinario, Razza del sangue, razza dello spirito. Julius Evola, l’antisemitismo e il nazionalsocialismo, 1930-1945, Turín, Bollati Boringhieri, 2001. Recordemos además que están lejos de esclarecerse los contactos que Evola pudo trabar en Alemania y en Austria antes de 1945.

95 Lo que además reconoce Evola cuando, al recordar las reglas de vida de los miembros de las SS, escribe: «Así se reafirmaba en el biologicismo racista –ligado a cierta banalización del ideal femenino– un relieve particular dado el aspecto “maternal” de la mujer» (Le fascisme vu de droite, op. cit., p. 207).

96 «Les rapports de Julius Evola avec le fascisme et le national-socialisme», artículo citado, p. 60. Por falta de espacio, sólo podemos hacer alusión aquí al interés mostrado por Evola hacia la Guardia de Hierro y al Movimiento Legionario rumano (la Legión de San Miguel Arcángel). Se sabe que Evola testimonió una admiración casi incondicional hacia Corneliu Codreanu, el jefe de este movimiento, en quien incluso llegó a ver el«arquetipo mismo ario-romano» («La tragédie de la Garde de Fer», en Totalité, 18-19, 1984, p. 180). Cfr. también Julius Evola, La tragedia della Guardia di Ferro, Roma, Fondazione Julius Evola, 1996; Claudio Mutti, Julius Evola sul fronte dell’Est, Parma, All’insegna del Veltro, 1998. Pero, como bien se ha percatado Jean-Paul Lippi, este elogio deja perplejo si se tiene en cuenta el carácter profundamente cristiano del movimiento legionario y, sobre todo, su carácter místico, cuando Evola siempre había denunciado en la mística, este movimiento del alma, un elemento relevante de la «espiritualidad lunar» y del «polo femenino del espíritu».

97 «L’influenza di Evola sulla generazione che non ha fatto in tempo a perdere la guerre», en Gianfranco de Turris [editor], Testimonianze su Evola, 2a edición, Roma, Mediterranee, 1985, p. 132.

98 «La Droite et la Tradition», en Explorations, op. cit., p. 305.

99 Le fascisme vu de droite, op. cit., p. 124.

100 Ibid., p. 61.

101 Orientations, op. cit., p. 85.

102 «En cierto sentido, el americanismo es, para nosotros, mucho más peligroso que el comunismo: porque es una suerte de caballo de Troya» (Orientations, op. cit., p. 61). Con esto, Evola quiere decir claramente que lo más que se le puede reprochar al «americanismo» es conducir, con dulzura, al bolchevismo…

103 Chevaucher le tigre, op. cit., p. 15.

104 Le chemin du Cinabre, op. cit., pp. 195 et 201.

105 Le fascisme vu de droite, op. cit., p. 21.

106 Le chemin du Cinabre, op. cit., p. 210.

107 Chevaucher le tigre, op. cit., p. 215.

108 Le chemin du Cinabre, op. cit., p. 195.

109 Orientations, op. cit, p. 94.

110 La fórmula «cabalgar el tigre» no obstante ha podido ser interpretada en ciertos medios políticos activistas como susceptible de legitimar un deseo, pero no para rectificar el curso de las cosas, sino al contrario, para acelerarlo: puesto que el final del ciclo debe llegar de cualquier manera, hay que acelerarlo para salir más rápido. Quienes sostienen esta posición a veces está apoyados por lo que Evola, en referencia a las doctrinas tántricas, ha llamado la «Vía de la mano izquierda», manera en que supuestamente se intensificarán los procesos hasta que se transformen en su contrario, de acuerdo con el «principio de la “transformación de los tóxicos en medicamentos”» (Julius Evola, «Sexe et contestation», en Julius Evola, le visionnaire foudroyé, op. cit., p. 119). Sin embargo, el propio Evola ha rechazado esta interpretación. Subraya, en efecto, que la Vía de la mano izquierda sólo puede darse en un plano espiritual para operar la destrucción del yo que permite acceder a lo absoluto. «En el contexto en el que hablamos –precisa– la idea de “destrucción” está asociada a la de “trascendencia”: no se trata de destruir por destruir, sino de destruir para trascender» («Sur la “Voie de la Main gauche”», en Explorations, op. cit., p. 144). Volviendo sobre la expresión de «cabalgar el tigre», igualmente subraya, en su autobiografía, que «en este libro, la fórmula se aplica únicamente a los problemas interiores de la persona, a su comportamiento, a su actuar y su volver a hacerlo en una época de disolución, sin ninguna finalidad exterior, sin tener tampoco a la vista el futuro, es decir, el eventual cierre de un ciclo y el comienzo de un nuevo ciclo» (Le chemin du Cinabre, op. cit., p. 196; hemos corregido el inicio de la traducción francesa de este pasaje, que erróneamente indica: «la fórmula no es aplicada a los problemas interiores...»).

111 Le chemin du Cinabre, op. cit., pp. 204-205.

112 Le chemin du labyrinthe. Souvenirs d’Orient et d’Occident, París, Robert Laffont-Opera Mundi, 1981, p. 340.

113 Orientations, op. cit., p. 59.

114 Les hommes au milieu des ruines, op. cit., p. 107.

115 Op. cit., p. 107.

116 «La decadencia –escribe, por ejemplo– aparece como el sentido de la historia [las cursivas son nuestras], lo que comprueba, en el seno de la historia, la desaparición de las civilizaciones de tipo “tradicional” y el advenimiento cada vez más pronunciado, general, planetario, de una nueva civilización común de tipo moderno» («Le problème de la décadence», p. 53).

117 «L’avènement du “cinquième état”», en Explorations, op. cit., p. 27.

118 «Fonction et signification de l’idée organique», artículo citado, p. 60. Pierre-André Taguieff nota a este propósito que «basta invertir los signos para [...] encontrar la ley fundamental de la metafísica de la historia» («Julius Evola penseur de la décadence», artículo citado, p. 28).

1|9 Le gai savoir.

120 Les hommes au milieu des ruines, op. cit., p. 90.

121 Ibid., p. 96.

122 Ibid., p. 90.

123 Ibid., p. 55.

124 Ibid., p. 56.

© Alain de Benoist © José Antonio Hernández García, por la traducción

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