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Biblioteca Evoliana

EL MITO MARCUSSE. Julius Evola

EL MITO MARCUSSE. Julius Evola

Biblioteca Julius Evola.- El presente artículo fue publicado por primera vez en Italia en 1968, sin que nos conste la referencia. A partir de 1968 fue incluido como apéndice en todas las ediciones de "Los hombres y las Ruinas". El nombre de Marcuse quizás no dirá nada alos lectores jóvenes, pero fue uno de los ideólogos de la contestación de los años 60. En la tradución freudomarxista, Marcuse tuvo cirto éxito entre los contestatarios, pero su estrella se eclipsó pronto. Evola realiza una crítica que puede ser extensivoa a otros doctrinarios posteriores de la falsa contestación.

 

 

EL MITO MARCUSE

El caso Marcuse es interesante como ejemplo de como se forma un mito en nues­tros tiempos. En Italia se ha hablado mucho de Marcuse: lo cual es casi de rigor para estar en vanguardia en ciertos ambientes intelectuales, mientras que en otros países el mito ya empieza a declinar. Así pues en Alemania, después de que Marcuse se haya insertado, sin que, sin embargo, él lo hubiese querido, en la fórmula de las tres M (Marx, Mao, Marcuse) del “movimiento estudiantil", parece que finalmente fue excluido.

La fuerza del mito Marcuse se encuentra en haber cristalizado un confu­so impulso de revuelta que, privado de principios, ha creído encontrar en él a su filósofo sin preocuparse por ver claro, por separar lo positivo de lo negativo con un estudio serio. En realidad, Marcuse puede haber dado una contribución váli­da a la crítica de la civilización moderna presentándose sin embargo sólo como el epígono de un grupo de pensadores que ya desde hace tiempo la habían ini­ciado: ello sin que, sin embargo, Marcuse ofrezca algo consistente en contraposición que pudiera servir como bandera.

Se sabe que Marcuse ha pintado un crudo cuadro de la "sociedad industrial más avanzada" tecnológica y de la "civilización de consumo" denuncian­do sus formas de nivelación, de sometimiento y de condicionamiento opresivo, un sistema de dominio que, por ser anodino, por no recurrir al terror y a la im­posición directa, por realizarse en el orden del bienestar, de la máxima satisfacción de las necesidades y de una aparente y democrática libertad, no tiene por ello un carácter menos "totalitario" y destructivo del que es propio de los sistemas comunistas. El resultado es un "hombre unidimensional”, aunque se­ría mejor al respecto decir de dos dimensiones, porque la que le falta es justa­mente la tercera dimensión, la dimensión de la profundidad. Marcuse lleva su análisis sobre dominios particulares y muestra por ejemplo que el "funcionalismo" hoy ha abarcado el mismo campo del pensamiento especula­tivo y científico, restando al saber todo carácter metafísico, insertando todo en una, "racionalidad" instrumentalista, elástica y omnicomprensiva, de modo de ir a la cabeza también de toda fuerza centrífuga y anticonformista.

Con todo esto, Marcuse no ha dicho nada verdaderamente nuevo. Los antece­dentes de una crítica así se encuentran ya en De Tocqueville, en J. S. Mifi, en A. Siegfriedb o en el mismo Nietzsche. La idea de la convergencia destructiva del sistema comunista y del democrático norteamericano la habíamos indicado nosotros mismos en la conclusión del libro Revuelta contra el mundo moderno, editado en 1934 en Italia y en 1935 en Alemania. También nos habíamos referido en esta obra a dos formas homologables de nivelar, la una “verctical”, definida por una presión directa ejercida por un poder visible, la otra “horizontal”, debida al conformismo social.

Se puede decir que Nietzsche había previsto desde el principio del siglo el desarrollo mencionado por Marcuse, en las breves e incisivas frases dedicadas al "último hombre”: “Próximo está el tiempo del más despreciable de los hom­bres, que no sabe más que despreciarse a sí mismo". "el último hombre de la raza pululante y tenaz". "Nosotros hemos inventado la felicidad, dicen guiñando los últimos hombres", ellos han abandonado “las regiones donde la vida es dura". ¡Pero qué diferente trasfondo se encuentra detrás de estas formulaciones de un verdadero rebelde aristocrático de alta estatura! La contribución de Marcuse se reduce a un cuidado análisis de las formas específicas por medio de las cuales la civilización tecnológica del bienestar ha implicado la sistemática genera­ción de esta raza del "hombre último”. Además es positiva en sus argumenta­ciones (si bien por obvias razones no siempre bien evidenciada) la desmitificación de la ideología marxista: la civilización tecnológica elimina la protesta prole­taria marxista; al elevar siempre más el nivel material de vida de la clase obrera, satisfaciendo en cada vez mayor medida sus necesidades y el deseo de un bien­estar burgués, la absorbe e integra en el “cisterna” destruyendo su potencial revolucionario.

Todo esto parece llevar a un callejón sin salida. Por un lado, Marcuse habla de "un mundo que tiende a convertirse en el de una administración total que absor­be a los mismos administradores”, que adquiere casi vida propia. Por otro lado, dice que ya se trata de hablar de “alienación” porque tene­mos a un tipo humano que se ha adecuado existencialmente a su situación ha­ciendo coincidir lo que ya se ha convertido con lo que quiere llegar a ser, por lo cual faltan puntos de referencia para advertir una “alienación”. La libertad en un sentido no mutilado, diferente de la todavía admitida en el sistema debe­ría pagarse con un precio absolutamente exorbitante y absurdo. Nadie piensa en renunciar a las ventajas de la civilización del bienestar y de los consumos por una idea abstracta de libertad. De tal modo paradójicamente habría que forzar al hombre para ser “libre".

¿Pero se puede contar para ello con alguna sustancia humana y cuáles son las ideas que se pueden invocar para la “contestación global”, para el “Gran Rechazo"? Aquí, todas estas respuestas se hacen inconsistentes en el pensamiento de Marcuse. El no quiere atacar la técnica sino que auspicia un uso diferente de ésta: por ejemplo, para ir al en­cuentro de pueblos y estratos sociales desheredados y en la miseria. No advierte que esto en el fondo, dadas las premisas sostenidas, sería hacerles un pésimo servicio: se eliminaría su “protesta”, absorbiéndolos en el "sistema". En efecto, el “Tercer Mundo”, al liberarse y al “progresar”, no hace otra cosa que tomar como modelo e ideal a la sociedad industrial avan­zada, encaminándose así hacia una trampa. De aquí también deriva la ilusión de los maoístas que se detienen en la fase "heroica" de una revolución que quiere hacer tabula rasa, como si tal fase pudiese ser eternizada y como si se pudiese infundir en las masas el desprecio constante hacia el “pútrido bienestar de las civilizaciones imperialistas", como si ello fuese realizable (por otra parte China no es sólo la de los Guardias Rojos enardecidos enemigas de las superestructu­ras partidarias, sino también la que se está industrializando hasta poseer la bomba atómica: todas cosas éstas que Marcuse encasilla en una "civilización represi­va”. En Rusia se ha visto cómo aquella fase “heroica", poco a poco, dio lugar a una tecnocracia en la cual, nuevamente, es la perspectiva del “bienestar” de estilo burgués lo que es utilizado como estímulo.

Habiéndose excluido al marxismo proletario y al converger el marxismo con­creto, hoy en cuanto a sus fines hacia el mismo sistema en los países en donde ya se ha esfumado, como elementos efectivos para la revolución quedan pues muy pocos. Marcuse sabe sólo referirse a los estratos desheredados existentes también en el mundo opulento y al subsuelo, al underground, de elementos o grupos anárquicos e individualistas, de intelectuales y semejantes que, a nivel práctico, pueden poco y nada contra la organización defensiva y compacta del “sistema”: la cual también tiene los medios para truncar todo esporádico terrorismo eventual.

Tiene por cierto razón Marcuse cuando dice que habría que “redefinir y redimensionar las necesidades" excluyendo las parasitarias que propician el voluntario servilismo del hombre y que debería detenerse la superproducción. ¿Pero por obra de quién y en nombre de qué? Como lo hemos dicho, contener al "sistema" sólo sería posible partiendo de un poder superior, de un poder político de lo alto, cosa cuyo solo pensamiento asustaría a Marcuse, enemigo jurado de toda forma de autoritarismo.

Marcuse se preocupa en hacer saber que para él la “liberación de la socie­dad opulenta no es un retorno a una saludable, vigorosa pobreza, a la limpieza moral y a la simpleza". Lo que propone es una incon­sistente fantasía (con el complejo obsesivo de la "pacificación" a cualquier costo), al no conocer ningún valor superior que pueda servir como punto de referencia y motivación. Para convencerse de ello basta leer un libro suyo más conocido, “Eros y la civilización”. De manera inequívoca el único hom­bre concebido por él es el modelo concebido por Freud, un hombre determinado constitucionalmen­te por el "principio del placer" (Eros, libido) y de la destructividad (Thanatos); que toda ética que no sea la de la satisfacción de tales impulsos tendría un carácter represivo y derivaría de la interiorización del denominado “Superyo" (el tirano interior), de las inhibiciones externas y de las ligadas a complejos ancestrales. Marcuse elabora toda una sociología que deduce justamente del hombre freudiano toda estructura político‑social, en términos que a veces son verdade­ramente delirantes.

¿En nombre de qué se pediría pues el "Gran Rechazo", dado que todo principio heroico y ascético es estigmatizado y reducido a aberrantes interpre­taciones freudianas? ¿El ideal de la “personalidad" para Marcuse, que se opo­ne a los psicoanalistas "revisionistas'* (Jung, Fromm, Adler, etc.) no es quizás el de "un individuo roto que ha interiorizado y utilizado con éxito la re­presión y la agresión" (sic)? Valga aquí un ejemplo para todo. Heindrich había hablado de un ejército que sigue combatiendo "sin pensar en victorias o en un futuro placentero, por una única razón, porque el deber del soldado es combatir y ésta es la única motivación que tenga un significado... y una alta prueba de la voluntad humana". Y bien, para Marcuse se trataría en vez del colmo de la alienación, de la "pérdida completa de toda libertad instintiva e intelectual”, "la represión convertida, no como la segunda naturaleza, sitio copio la primera del hombre": en suma, una "aberración".

Todo comentario es superfluo. Libertad y felicidad, para Marcuse, hacen una misma cosa, freudianamente, con la satisfacción de los reclamos de la propia e inmutable naturaleza instintiva, permaneciendo aquí la "libido" en el primer plano. Todo lo que Marcuse sabe proponer es un desarrollo de la téc­nica que dé al hombre una cantidad creciente de tiempo libre, no sujeto al “principio de la prestación"; entonces él podrá llevar los propios instintos a aquellas satisfacciones directas que serían catastróficas para toda sociedad ordenada, pero a satisfacciones transpuestas en los términos de juego, de ima­ginación, de una orientación "órfica" (panteísta‑naturalista con esbozos rusonianos) o "narcisistas" (estetizantes es la terminología más usada). Son aproximadamente los mismos campos marginales que Freud había indica­do, en los términos de una sublimación o compensación, y en el fondo, de una evasión, en el caso del individuo. Marcuse no tiene en cuenta el hecho de que la sociedad tecnológica piensa ya en organizar sistemáticamente estas ocupa­ciones del "tiempo libre", ofreciendo al hombre las formas estandarizadas y estúpidas que se vinculan al deporte, a la televisión, al cine, a la cultura de los serigrafiados y del Reader's Digest.

Pensar que de todo esto puede surgir una bandera válida para el "Gran Rechazo" es natu­ralmente algo ridículo. Aquello de lo cual depende todo lo demás es la concep­ción del hombre. La freudiana, seguida por Marcuse, es aberrante. Así pues, si se hace el balance del mito, el resultado es más o menos éste: una rebelión legítima, pero sin una desembocadura positiva, y sin esperanzas. Por lo tanto, la anar­quía es la única consecuencia lógica. Quizás por esto Marcuse terminó siendo silbado en Berlín, por los radicales de la protesta. Agotada la "pro­testa" de tipo marxista y obrera, queda la revolución de la nada. Es significa­tivo que en los movimientos revolucionarios y contestatarios acontecidos en Francia en mayo de 1968 junto a las banderas rojas comunistas aparecieron las banderas negras de los anarquistas, como también es significativo que en tales manifestaciones, y no sólo en Francia, se hayan verificado formas de puro desen­cadenamiento salvaje y destructivo. Es inútil por lo tanto hacerse ilusiones op­timistas respecto a la tan fetichizada "juventud", estudiantil o no, si la situación de base no es cambiada. Cada revuelta sin aquellos principios superiores que el mismo Nietzsche había evocado a su manera en la parte vá­lida de su pensamiento, callando acerca de las contribuciones dadas por los exponentes de una revolución de Derecha, lleva fatalmente a la emergencia de fuerzas de un orden aun más bajo que las de la subversión comunista. Con la afirmación eventual de estas fuerzas todo el ciclo de una civilización condenada se cerraría, si es que no surge un poder superior y si no se reafirma la imagen de un tipo humano superior.

 

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