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Biblioteca Evoliana

Cabalgar el Tigre (11) La acción sin deseo. La ley causal

Cabalgar el Tigre (11) La acción sin deseo. La ley causal

Biblioteca Evoliana.- Evola termina, en este parágrafo de "Cabalgar el Tigre", proponiendo un comportamiento que, derivado del capítulo anterior sobre la filosofía de Nietzsche, llama "apolinismo dionisíaco". Aborda luego la noción de pecado, desconocida por las grandes tradiciones situadas al margen de las "religiones del Libro".Evola recuerda el concepto que otras tradiciones se forjaban de las visicitudes de la vida, al margen del concepto de "pecado" y va a parar a la "ley de causa y efecto" -el "karma"- sostenida por el hinduismo. 

 

11. - La acción sin deseo. La ley causal.

Dirigiremos ahora nuestra atención sobre un aspecto particular de la actitud que examinamos aquí, aspecto que puede aplicarse a un dominio más amplio y que no es necesariamente excepcional: el campo de la vida activa, entendido como el de las obras, actividades y realizaciones de las que el individuo toma deliberadamente la iniciativa. No se trata aquí de la simple experiencia vivida, sino de procesos ordenados para alcanzar un fin. La conformación ya indicada del tipo humano que nos interesa, debe desembocar, a tal efecto, en una orientación que el mundo de la Tradición había ya resumido esencialmente en dos máximas fundamentales. La primera de estas máximas dice que es preciso actuar sin tener en consideración los frutos, sin que sea determinante la perspectiva de éxito o fracaso, de victoria o derrota, de ganancia o de pérdida, así como tampoco, las de placer o dolor, de aprobación o desaprobación de los demás.

Se ha llamado también a esta forma de acción la "acción sin deseo", y en ella la dimensión superior, cuya presencia se presupone en uno mismo, se afirma en la capacidad de actuar con una aplicación no menor, sino, por el contrario, más grande, de la que puede dar prueba un tipo de hombre diferente en las formas ordinarias de la acción condicionada. Aquí puede hablarse también de un "hacer lo que ser hecho" con impersonalidad. La coexistencia de los dos principios, necesaria para ello, aparece más nítidamente en la segunda máxima tradicional a la que hacíamos alusión, que es la de "actuar sin actuar". Es una forma paradójica extremo-orienta de indicar una forma de acción que no entraña, ni "mueve" al principio superior, al "ser" en si, el cual permanece, sin embargo, como verdadero sujeto de la acción, aquel a quien debe su fuerza motriz primaria y que la sostiene y gula desde el principio al fin.

Es evidente que una orientación así se aplica sobre todo al dominio donde se ejerce sin obstáculos la influencia determinante, a la vez de la "naturaleza propia", y de todo lo que deriva de la particular situación que uno ha asumido activamente, como individuo, en la existencia. Es precisamente a este marco al que se refiere esencialmente la máxima que propone que se actúe sin pensar en los frutos y que se haga lo que debe ser hecho: el contenido de una acción así no es dado por iniciativas que nazcan de la negación de la pura libertad, sino que es definido por la propia ley natural interior.

Mientras que la actitud dionisíaca afecta principalmente al aspecto receptivo de la prueba de la confirmación de sí mismo en el seno del devenir y, eventualmente, ante lo imprevisto, lo irracional y todo lo que es problemático, la orientación de lo que acabamos de hablar se refiere al aspecto específicamente activo y, de alguna manera, exterior, del comportamiento y de la expresión personal. Otra máxima del mundo de la Tradición puede aplicarse a este segundo caso: "Ser entero en los fragmentos, recto en lo curvo". Hemos hecho alusión, evocando toda una categoría de actos que, en realidad, son periféricos y I pasivos", que no comprometen la esencia, son casi reflejos automáticos y reacciones irreflexivas de la sensibilidad. Incluso la pretendió plenitud de la simple "vida", en gran parte biol6gicamente condicionada, no pertenece, en el fondo, a un plano mucho más elevado. La acción que parte del núcleo profundo del ser, supraindividual en alguna medida y que toma la forma de un "ser en tanto que se es acto", ofrece otro carácter. Se permanece entero en estas acciones, cualquiera que sea su objeto. Su cualidad es invariable, indivisible e inmultiplicable: es una pura expresión de sí mismo, sea en la obra m modesta de un artesano como en un trabajo de mecánica de precisi6 o en la acción adecuada, realizada ante el peligro, en un puesto de mando, de control de grandes fuerzas materiales y sociales. Peguy n ha hecho más que enunciar en principio ampliamente aplicado en e mundo de la Tradición, cuando dice que el trabajo bien hecho es un verdadera recompensa en sí mismo y que el verdadero artesano ejecuta con igual cuidado un trabajo que será visto y un trabajo que no lo será. Volveremos sobre este tema en uno de los capítulos siguientes.

Un punto particular que merece quizás ser tenido en cuenta concierne a la verdadera significación de esta idea según la cual el placer y el dolor no deben tenerse en cuenta como móviles, cuando se hace lo que debe ser hecho. Esto podría fácilmente hacer pensar en una línea de conducta próxima a un "estoicismo moral", con la aridez y la falta de impulso que esto comporta. El hombre que actúa partiendo de la "vida" y no del ser", difícilmente conseguirá imaginarse que una orientación de este tipo sea posible cuando no se obedece a ninguna norma abstracta, a ningún "deber" superpuesto al impulso natural del individuo, porque este impulso incitarla, por el contrario, a buscar el placer y a huir del dolor. Se trata, aquí, en todo caso, de un lugar común que deriva, en realidad, de una generalización arbitraria de ciertas situaciones, donde el placer y el dolor son vistos en sí, como algo desgajado que consideraciones de orden racional transforman en móvil de acción. Pero en toda naturaleza "sana" (es el momento oportuno de emplear esta expresión) situaciones de este género son mucho menos frecuentes de lo que se cree: sucede a menudo que el punto de partida no es una reflexión, sino un cierto movimiento vital que, desarrollándose, tendrá como resonancia el placer o el dolor. Y puede hablarse, efectivamente, de una "decadencia" vital, cuando uno coloca en primer lugar en su vida, solamente los valores hedonistas y eudemonistas. Esto implica una escisión y una "desanimaci6n" que recuerdan la forma que puede tomar el placer amoroso para el depravado y el vicioso: en él, lo que brota naturalmente del movimiento del eros cuando éste encuentra su realización en la posesión de la mujer y en el abrazo, se convierte en un fin separado, al cual todo lo demás sirve de medio.

De todas formas, lo importante es establecer la distinción -conocida por las enseñanzas tradicionales- entre la felicidad (o el placer) ávido y la felicidad (o placer) heroico (empleamos aquí el término "heroico" con las reservas ya expresadas), distinción correspondiente también a dos actitudes y a dos tipos opuestos de hombres. El primer tipo de felicidad o de placer pertenece al plano naturalista y se caracteriza por la pasividad respecto al mundo de los impulsos, de los instintos, de las pasiones y las inclinaciones. El fondo de la existencia naturalista ha sido tradicionalmente descrito como deseo y como sed, y el placer ávido como aquel que se liga a la satisfacción del deseo en términos de un momentáneo desahogo de la sed ardiente que mueve la vida hacia delante. El placer "heroico" es, por el contrario, el que acompaña a una acción querida que parte del "ser", del plano superior a la vida; de una cierta forma se confunde con la embriaguez especial de la que ya hemos hablado.

El placer y el dolor prohibidos por la norma de la acción pura son los del primer tipo, es decir, del tipo naturalista. Pero la acción pura comporta la otra clase de placer o felicidad, de tal manera que sería falso pretender que se despliega en un clima árido, abstracto y sin vida; en ella también puede haber un fuego y un impulso pero de un género muy particular, caracterizados por la presencia y una transparencia constantes del principio superior, sereno y distanciado que es aquí, como ya hemos dicho, el verdadero principio actuante. Es importante en esta perspectiva no confundir la forma de acción (es decir su significado íntimo, el modo en que vale para el yo) con su contenido. Todo lo que puede servir de objeto de placer ávido y pasivo, puede, en principio, ser también objeto de placer heroico y positivo, y viceversa. Decimos "en principio", pues se trata de una dimensión diferente, que puede contenerlo todo, comprendidas posibilidades ajenas al dominio de la existencia natural condicionada. En la práctica son muchos, sin embargo, los casos en que esto es verdadero y posible con la única condición de que se produzca este cambio de cualidad, esta transmutación de lo sensible en lo hipersensible, en la que acabamos de ver uno de los aspectos principales de un dionisismo completado y rectificado.

Conviene poner en relieve, finalmente, la analogía existente entre el placer positivo o heroico y el que, incluso en el plano empírico, acompaña a una acción perfecta en todos los casos en que su estilo es, en alguna manera "comprometido" e "integral". Es una experiencia frecuente la de¡ placer particular que acompaña, en general, el ejercicio de una actividad, cuando después de los esfuerzos que han sido necesarios para asimilarla sin estar empujado por la idea de un "placer ávido", se vuelve una habilidad, una espontaneidad de orden superior, una maestria, casi un juego. Todos los elementos que hemos considerado en este párrafo se completan, pues, reciprocamente.

Añadiremos algunas consideraciones relativas a un aspecto más exterior, el de las interacciones a las que se expone el individuo "integrado", en el sentido que damos a este término en la medida en que está situado en una sociedad, una civilización y un medio cósmico determinado.

Acción pura no significa acción ciega. La regla que prohibe tener en cuenta las consecuencias se refiere a los móviles efectivos e individuales, y no a las condiciones objetivas, cuya acción debe tenerse en cuenta para ser, en la medida de lo posible, una acción perfecta, o al menos, para no estar abocada al fracaso desde el principio. No se puede triunfar: esto es secundario, pero ello no debe depender de una ignorancia de todo lo que condiciona la eficacia de la acción, es decir, en general, relaciones de causalidad y de la ley de las acciones y reacciones concordantes. Puede ampliarse esta perspectiva, a fin de precisar la actitud que puede adoptar sobre todos los planos el hombre integrado, tras haber eliminado las nociones corrientes de bien y mal. La superación objetiva del plano de la moral, sin pozos, ni polémica se realiza, en efecto, por el conocimiento de las causas y de los efectos y por una conducta que solo tiene este conocimiento como base. La noci6n moral de "pecado" debe sustituirse por la noción objetiva de "falta" o, más exactamente, de "error". Para quien ha situado su propio centro en la trascendencia, la idea de "pecado" tiene tan poco sentido como base. La noción moral de "pecado" tiene tan poco sentido como las nociones corrientes y, por lo demás, variables de bien y de mal, de licito e ilícito. Todas estas nociones están quemadas, no pueden reaparecer más. Si se prefiere, pierden su valor absoluto y son puestas objetivamente a prueba en función de las consecuencias de hecho derivadas de una acción interiormente liberada de tales nociones.

Al igual que para las demás formas de comportamiento y mencionadas, que convienen en una época de disolución, se encuentra, aquí también una correspondencia precisa en ciertas enseñanzas tradicionales. Podemos hacer referencia especialmente a esta concepción bastante conocida, pero casi siempre mal comprendida, debido a sobreañadidos moralizadores, la llamada ley de¡ karma. Concierne a los efectos producidos en todos los planos por actos determinados, de forma natural y directa, sin ningún carácter moral positivo o negativo, ni de sanción moral, sino simplemente porque esos actos contienen ya la causa. Es la extensión del carácter propio a las leyes físicas, tal como las concibe la ciencia moderna: no implican ninguna sujeción interior en cuanto a la conducta a seguir después de que se las ha reconocido. Por lo que concierne al "mal" hay un viejo proverbio español que expresa esta idea: "Dios ha dicho: toma lo que quieras y paga el precio" y el Corán dice también: "El que hace mal, se lo hace a sí mismo". Se trata, pues, de divisar la posibilidad de algunas reacciones objetivas; si se acepta, incluso cuando son negativas, la acción sigue siendo libre. Puede observarse que, en principio, los determinismos propios a los que se ha llamado el "destino" en el mundo Tradicional y que servían de base a diversas formas de adivinación y de oráculos, fueron, también, considerados desde este ángulo: se trataba de ciertas direcciones generales objetivas de los acontecimientos, que se podían tener o no en cuenta tras haber medido las ventajas y los riesgos inherentes al decidirse en uno u otro sentido. Por analogía: sabiendo que las previsiones metereol6gicas son desfavorables se puede abandonar o mantener un proyecto de ascensión difícil o un vuelo. Si no se renuncia al proyecto, se acepta el riesgo desde un inicio. Pero la libertad permanece. Ningún factor moral entra en juego. En algunos casos la "sanción natural' el karma, puede ser parcialmente neutralizado. Siempre por analogía: se puede saber con anticipación que una cierta forma de vivir extrañará probablemente enfermedades. Puede uno no inquietarse y recurrir luego, en caso de riesgo, a la medicina para neutralizar los efectos. Entonces todo se reducirá a un juego de reacciones diversas y la salida última dependerá de la que sea más fuerte. La misma perspectiva y el mismo comportamiento son igualmente válidos en un plano no material.

En el caso de un ser que ha alcanzado un alto grado de unificaci6n, todo lo que se asemeja a una "sanción interior" puede ser interpretado de la misma forma -sentimientos positivos en el caso de una determinada línea de acción, sentimientos negativos en una línea de actuación opuesta, es decir, según que esta línea sea conforme o no al "bien" y al "mal" en función del contenido concreto que pueden tener estos conceptos en relación a una sociedad o a una clase social, una civilización o una época dadas. Fuera de las reacciones puramente externas, sociales, se puede sufrir, experimentar un sentimiento de "falta" o de vergüenza cuando se actúa en contra de la tendencia que, a pesar de todo, prevalece en el fondo de uno (para el hombre ordinario, es siempre su condicionamiento hereditario y social, actuando en su subconsciente) y no ha sido más que aparentemente reducida al silencio por otras tendencias y por lo arbitrario del "yo físico"; cuando, al contrario, se siga esta tendencia, se obtendrá un sentimiento de satisfacción y apaciguamiento. En fin, la "sanción interior" negativa puede intervenir hasta el punto de provocar una catástrofe en el caso ya señalado, en que, partiendo de una vocación considerada como la más profunda y auténtica, se haya escogido un cierto ideal y una cierta línea de conducta, pero que luego se ha ido cediendo a otras tendencias y que se constata pasivamente su propia debilidad y el fracaso, dejando subsistir la disociación interna debido a la pluralidad no coordinada de las tendencias.

Estas reacciones efectivas tienen un carácter y una orientación puramente psicológicos; pueden ser indiferentes a la cualidad intrínseca de los actos, no tienen una significación trascendente, es decir, un carácter de "sanción moral" y no se debe superponerlos a una mitolología de interpretaciones morales si se ha alcanzado la verdadera libertad interior. Es precisamente en estos términos objetivos como Guyau, Nietzsche y varios otros más han hablado de esos fenómenos de la "conciencia moral" sobre la que diversos autores han intentado fundar casi experimentalmente -pasando ¡legítimamente del plano de los derechos psicológicos al de los valores puros- una ética no basada abiertamente en imperativos religiosos. Este aspecto desaparece automáticamente cuando el ser se unifica y la acción parte de esta unión; precisemos, para eliminar completamente todo lo que implicaría un límite o un apoyo cualquiera cuando el ser se convierte en uno queriéndolo, habiendo escogido la unidad: pues, aquí también se presupone una elección, cuya orientación no es obligatoria. Puede aceptarse o querer también la no-unidad; en la categoría de los tipos superiores de los que nos ocupamos, puede haber quienes puedan permitírselo. En semejante caso, la unidad, en el fondo, no está realmente ausente, sino que, más bien, dcsmaterializada, subsiste en un plano más profundo, invisible.

Se puede, por fin, recordar, entre parentésis, que, en la Tradici6n misma a la cual se refiere la doctrina de¡ karma, no se ha excluído la posibilidad de una desaparición, no sólo de las reacciones emotivas de las que acabamos de hablar ("impecabilidad", neutralidad interior en el bien y en el mal) sino también de la neutralización 1 1 mágica" (si podemos expresamos así) de las reacciones propiamente kármicas en el caso de un ser que haya realmente quemado su parte natural, estando, pues, activamente desindividualizado.

Esta parcial digresión podrá servir, quizás, a poner de relieve más claramente de qué manera puede eliminarse impersonalmente el plano "moral" sin ningún pasos, tomando en consideración la ley de la casualidad contemplada en toda su extensión. Anteriormente habíamos ya examinado el dominio de la acción exterior, donde se impone ya el conocimiento de esta ley. En el dominio interior, se trata de saber qué "golpes del propio yo" pueden eventualmente resultar de ciertos comportamientos y regirse, en consecuencia, con la misma objetividad. El complejo del "pecado" es una concreción patológica nacida bajo el signo del Dios-persona, del "Dios de la moral". La conciencia de un error cometido, que reemplazando al sentimiento del pecado ha sido, por el contrario, uno de los rasgos característicos de las tradiciones con un carácter metafísico, es un tema que el hombre superior puede hacer suyo en la época actual más allá de la disolución de los residuos religiosos, siguiendo la línea precedentemente indicada. Las observaciones siguientes de F. Schuon aportan, sobre este punto, esclarecimientos complementarios: "Los hindúes y los extremoorientales no tienen visiblemente la noción de "pecado" en el sentido semítico del término; no distinguen las acciones bajo la relación de un valor intrínseco sino bajo el de la oportunidad en vistas de las reacciones c6smico-espitituales y también bajo el de la utilidad social; n distinguen lo "moral" de lo "inmoral", sino entre lo ventajoso y 1 nocivo, lo agradable y lo desagradable, lo normal y lo anormal, ex puestos incluso a sacrificar el primer término -pero fuera de toda cla sificaci6n ética- al interés espiritual. Pueden llevar la renuncia, la ab negación, la mortificación, hasta el limite de lo que es humanamente posible, pero sin, por ello, ser "moralistas".

Podemos, pues, concluir con estas observaciones la parte principal de nuestra investigación. En resumen, el hombre para el cual la nueva libertad no significa la ruina porque posee, ya sea por su estructura especial o porque esté en condiciones de conquistarla gracias a una ruptura existencias de nivel que reestablczca el contacto con la dimensi6n superior del "ser" una base sólida en sí mismo, tal hombre hará suya una visión de la realidad despojada del elemento humano y moral, liberada de las proyecciones de la sentimentalidad y de la subjetividad, de las superestructuras conceptuales, finalistas y teístas. Esta reducción a la realidad pura en el plano de la visión general del mundo y de la existencia será precisada a continuación. Tiene por contrapartida el hecho de que la persona misma se refiere al ser puro: la libertad de la existencia pura, sobre el plano exterior, con su propia norma, norma de la que hará su propia ley, en la medida en que, desde el inicio, el ser no es uno, donde tendencias secundarias y divergentes coexisten y donde factores externos buscan ejercer una influencia.

Prácticamente, en el dominio de la acción, hemos considerado un régimen de experiencias que comportan dos grados y dos fines: el conocinimiento-prueba de si mismo, primero en tanto que ser determinado, luego como ser en quien está efectivamente presente la dimensi6n de la trascendencia. Esta constituye el fundamento último de la propia ley de cada ser y, por eso mismo, su suprema justificación. Tras el hundimiento de todo, en un clima de disolución, el problema de una significación incondicionado e intangible de la vida no comporta más que una solución: asumir, directamente su ser desnudo en función de la trascendencia.

En cuanto a la forma general de comportamiento a adoptar respecto al mundo, una vez obtenidas de la forma indicada, una clarificaci6n esencial y una confirmación de si mismo, hemos visto que consiste en una apertura intrépida a toda experiencia posible, sin lazos, estrechamente confundida con el desapego. El hecho de que implique una alta intensidad de vida y un régimen de superación propio para reavivar y alimentar en si el sereno principio de la trascendencia, esta orientación tiene algunos rasgos comunes con lo que Nietzsche ha llamado el estado dionisíaco: pero dada la forma en que ese estado debe ser completado, el término de "apolinismo dionisíaco" es quizás el más adecuado. Sin embargo, cuando en las relaciones con el mundo, se trata, no de la experiencia vivida en general, sino de una manifestaci6n de sí mismo a través de las obras y de las iniciativas activas, la actitud adecuada consiste en permanecer entero en cada acto, actuar de manera pura e impersonal, "sin deseo", sin apego.

Hemos hablado también de un estado particular de embriaguez lúcida ligada a toda esta orientación y muy esencial para el tipo de hombre que estudiamos aqui, pues reemplaza la animación que, en un mundo diferente, podría serle dada por un medio formado por la Tradición, lleno de sentido, en consecuencia, o por la adhesión subintelectual a la afectividad y a los impulsos, al fondo vital de la existencia, al puro bios. Hemos, por fin, consagrado algunos comentarios al realismo de la acción, el régimen de¡ conocimiento que conviene sustituir a la mitología de las sanciones morales interiores y del "pecado".

Quien conozca otras de nuestras obras podrá encontrar la correspondencia existente entre esas perspectivas y algunas orientaciones que caracterizaron, en otro tiempo, escuelas y corrientes del mundo de la Tradición, pero que pertenecían, casi siempre, sólo a la "doctrina interna". Repitamos lo que ya hemos dicho, a saber, que sólo por razones contingentes y de oportunidad, hemos examinado temas desarrollados por algunos espíritus modernos. Nietzsche en particular: más precisamente con el fin de establecer una relación con los problemas de los que ya se han preocupado espíritus europeos que ya habían visto la llegada a del ihilismo, del mundo sin Dios, y habían intentado superarlo de forma positiva. Debe quedar bien claro, en efecto, que podríamos haber eludido completamente tales referencias. Igualmente no es más que con el propósito de establecer un acercamiento oportuno con lo que ya había sido, más o menos confusamente, presentido por algunos autores contemporáneos, por lo que juzgamos oportuno tratar brevemente esta corriente conocida bajo el nombre de existencialismo, antes de estudiar algunos dominios particulares de la cultura y de las costumbres de hoy, para precisar la actitud que conviene adoptar frente a ellas.

 

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