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Biblioteca Evoliana

El filósofo prohibido y el archivista. Marcos Ghio

El filósofo prohibido y el archivista. Marcos Ghio

Biblioteca Julius Evola.- Reproducimos a continuacion la conferencia del profesor Marcos Ghio, presidente del Centro de Estudios Evolianos de Buenos Aires, el 31 de junio de 2005, con ocasión de la presentación de la obra de Evola sobre el pensamiento del filósofo chino Lao-Tzé, autor del Tao Te King. La obra de Lao-Tzé siempre fue tenida en gran estima por Evola el cual recogió algunas de sus ideas en "Cabalgar el Tigre" y escribió varios artículos y ensayos de divulgación sobre el taoismo. El provesor Ghio pasa revista a todo este material.

 

 

EL FILÓSOFO PROHIBIDO Y EL ARCHIVISTA

Marcos Ghio

(Conferencia dictada el pasado 31-5-05 en la ciudad de Buenos Aires)

En el día de la fecha presentamos la obra de Julius Evola El Tao te king de Lao tsé. Dicho texto, escrito por el aludido pensador chino quien viviera en el siglo VI a C., se encuentra precedido por una esclarecedora introducción al taoísmo elaborada por J. Evola. Acotemos al respecto que, si bien del Tao te king se habla mucho hoy en día existiendo del mismo una pluralidad de versiones, es muy poco lo que se sabe en cambio de su autor. Pero henos también con la paradoja que de J. Evola, autor nacido en 1898 y muerto en 1974, esto es, hace poco más de 30 años, es todavía menos lo que de él se sabe entre el gran público. Hasta nos arriesgaríamos a decir que, mientras que todos los aquí presentes conocen o han escuchado hablar del filósofo chino y de la obra que presentamos, en cambio de J. Evola algunos hasta ignoraban su existencia. Y ello es por una razón muy especial. No porque haya escrito muy pocos libros o que lo que escribió carezca de importancia, sino todo lo contrario; ello es por el hecho esencial de que se trata de un pensador sumamente conflictivo e inconveniente para los principales círculos del poder, cultural, mediático, político, académico, etc., que rige en el planeta, el que lo reputa como una especie de outsider en el mejor sentido del término, un autor conflictivo por las cosas que sostiene y por los influjos que puede ocasionar y ante el cual, en tanto resulta sumamente difícil deformarlo como en otros casos, lo más conveniente en cambio consiste en aplicarle un espeso manto de silencio. Sin embargo debemos acotar también dentro de esta misma perspectiva que en Europa, debido al creciente interés que se ha despertado por su obra entre algunos sectores, no hace mucho tiempo un autor que no es exactamente de la línea de Julius Evola ha escrito un sugestivo libro titulado Evola, el filosofo prohibido, obra de más de quinientas páginas, redactada para un círculo muy selecto de personas, pero en la cual, más que indagarse seriamente en lo que el autor pensó, se expresan en cambio las razones por las cuales tal doctrina debería ser excluido por lo riesgosa que la misma resulta ser para el normal desarrollo de la modernidad. Pero lo destacable a recordar aquí es que utilizó un término que sería bueno incluirlo de ahora en más: lo llamó el filósofo prohibido, resaltando de tal modo las abismales distancias que existen entre su pensamiento y la modernidad. Con Lao Tsé y el Tao tê king, obra que, tal como veremos, en su espíritu no es disímil de lo que Evola ha manifestado a través de sus escritos, en cambio, gracias a las características especiales que posee el idioma chino, el que admite una pluralidad de interpretaciones, ha sido posible en cambio modificarle el sentido esencial convirtiéndolo en inofensivo para la modernidad hasta incluso haberse llegado al absurdo de transformarlo nada menos que en un texto anticipatorio de la principal ideología que conforma a nuestra época: el liberalismo.

Sin embargo digamos aquí inmediatamente, para contrarrestar tal sofisma, que no solamente ello no es cierto, sino que la obra de Lao tsé y la de Evola tienen muchos puntos en común que trataremos de reseñar, justamente en el profundo contenido antimoderno que las informa, aunque convengamos que las existencias de ambos fueron muy diferentes. Y convengamos también que, si bien las circunstancias históricas en que vivieron fueron sumamente distintas, la labor desempeñada por Lao Tsé tuvo caracteres similares a la de J. E., en tanto que ambos, en circunstancias históricas distintas, ofrendaron por igual su vida entera a la difusión y testimonio de una doctrina metafísica esencial, milenaria e inmutable. Lao Tsé fue un archivista de la corte del emperador; pero enseguida tenemos que hacer una corrección con la finalidad de sortear las distancias abismales que existen con la situación de nuestros días respecto de alguien que escribiera hace 2.500 años. Cuando se piensa en tal función inmediatamente se imagina uno a una de las tantas figuras rentadas y mediocres, encargadas actualmente de acomodar en diferentes estantes los decretos y reglamentos que elabora una clase política en mayor o menor medida corrompida, como puede ser la nuestra o la de los otros países en los que se practica un mismo sistema político; aquello que en nuestro léxico florido y argentino hoy en día se califica como a un ñoqui. En verdad los archivos que cuidaba Lao tsé eran documentos milenarios en los que se hallaban los principios esenciales referentes al buen gobierno. Principios que, si bien eran relativos a la actividad política, en tanto encuadrados en una óptica tradicional y no moderna, eran por lo tanto también y esencialmente de carácter metafísico por su valor inmutable, permaneciendo siempre idénticos en todo tiempo y lugar, resultando absolutamente inmunes al devenir histórico. Por supuesto que la labor de un archivista de esos tiempos no era simplemente la de acumularlos en unos estantes, cuidarlos, limpiándolos del polvo que recibiesen con los años, sino, a la inversa, de hacerlos presentes y de recordarlos sea a quienes tenían la función eminentísima de gobernar como a aquellos que debían ser gobernados. Pero además ello no significaba meramente la tarea erudita de repetirlos mecánicamente, desentendiéndose del grado de comprensión que tuviesen los interlocutores, sino en cambio de adaptarlos a los léxicos del propio tiempo a fin de hacerlos comprensibles a los contemporáneos, y especialmente entre éstos a la figura eminentísima a quien iba principalmente dirigido el mensaje, el emperador chino, a fin de que éste no sucumbiera a las tentaciones propias de un político, cual es el halago de las muchedumbres o el deseo de mandar. Y a su vez la ardua labor de hacerlos comprensibles al tiempo en el que se vivía no debía significar en manera alguna degradarlos, haciendo perder el sentido de las distancias que siempre debe poseer un texto sagrado, incurriéndose así en un terreno propio de terminologías demagógicas y populacheras tan comunes entre nuestros hombres públicos y entre muchos de nuestros “comunicadores”. Ésta es la razón por la cual el texto fue formulado en un lenguaje poético, haciéndose notar así las abismales diferencias que existen entre lo que pertenece al saber y al sentido vulgar y lo que es en cambio propio de lo metafísico, entre lo que corresponde al lenguaje coloquial propio de las muchedumbre, que tan sólo afinca en lo que ya se es y aquel que en cambio eleva y transforma.

A tal efecto y adentrándonos ya en el texto que aquí tratamos, intentemos contestar a estas dos preguntas esenciales: ¿cuáles eran los principios que allí se indicaban? Y ¿cuáles las razones por las que los mismos debían formularse justamente en ese tiempo, en el siglo VI por parte de ese ocasional archivista llamado Lao Tsé?

Vayamos primero a la segunda pregunta. Se ha dicho que el siglo VI fue una etapa significativa en la historia de la humanidad. René Guénon sostiene que fue un momento de inflexión en el que se produjo el estado de aceleración y de caída en el Kali Yuga o Edad del hierro, propio de nuestro ciclo histórico. Tres acontecimientos esenciales en diferentes civilizaciones acontecen en tal siglo. En Grecia surge la filosofía, en la India el buddhismo y en China el taoísmo con la obra que aquí comentamos. Sin embargo, de acuerdo al punto de vista que se adopte, tales movimientos pueden ser concebidos sea como una profundización de la decadencia, en tanto que pueden haber significado una caída de nivel y vulgarización del saber tradicional, así como, a la inversa, de restauración y puesta a punto de ciertos principios primordiales justamente como un reactivo ante un desvío. Si en Grecia la filosofía puede ser comprendida como una caída de nivel en tanto significó el pasaje del mito al lógos o de la sabiduría (sofía) al simple amor o preparación para la misma (filo-sofía), en la India a su vez el buddhismo representa una concepción espiritual surgida de una casta jerárquicamente inferior, la de los kshatriyas (guerreros) respecto de los brahamanes (contemplativos), en donde la acción, bajo la forma del ascetismo y del heroísmo, se sustituye a la contemplación. Pero a su vez, desde otro punto de vista, en tanto que se considera que la decadencia se genera siempre en su origen como una caída acontecida en el seno de las castas superiores, tales fenómenos pueden ser comprendidos también como reacciones acontecidas ante un estado de aletargamiento espiritual, de decaimiento de lo que es superior hasta el nivel de un mero ritualismo burocrático carente de la levadura propia de la verdadera espiritualidad. Así pues, sea el buddhismo, como la filosofía en Grecia pueden ser comprendidos también como corrientes de renovación y de revitalización de ciertos principios, tales como en algunas vertientes del buddhismo como el zen y en algunas escuelas filosóficas griegas, sea pre-socráticas como post-socráticas, tales como las de Parménides, Platón, Aristóteles o Plotino. En todos estos casos depende pues de la óptica desde la cual nos ubiquemos para juzgar a ciertos fenómenos. Toda vez que existe un movimiento de decadencia también sobrevienen por reacción escuelas y figuras que por el contrario resaltan hasta límites de mayor profundidad los principios metafísicos esenciales. Tal es el caso de lo sucedido en el siglo pasado, siglo signado por la crisis más notable en toda la historia universal, con expresiones notorias de materialismo extremo y de postmodernidad como no sucediera nunca, pero en el cual, paradojalmente y como un verdadero contraste, ha podido darnos también en su pureza metafísica más plena la doctrina tradicional, a través de las inigualables plumas de Julius Evola y René Guénon, la que fue formulada en sus principios de una manera tan nítida y contundente como no sucediera en otras épocas anteriores en las que la decadencia aun no había socavado  y embrutecido tanto a la humanidad. En el caso específico del Tao que aquí nos convoca, podemos decir que, analizado desde una óptica estrictamente tradicional, el mismo representa un texto que fuera escrito a la manera de un alerta en previsión de ciertas tendencias de decaimiento del orden social acontecidas, sea en la cúspide del Estado y sea por extensión en el resto de la comunidad toda. Por lo cual es que se hacía necesario formular de una manera clara y contundente los principios que hacen a la ciencia política relacionados siempre con su disciplina rectora, la metafísica.

Pasemos a analizar ahora el sentido en que se entendía la ciencia política que emana del Tao. Como en toda disciplina común a las distintas tradiciones, sea occidentales como orientales, la política no era entendida como un saber y una práctica autosuficientes. A diferencia de lo que acontece hoy en día, las ciencias y las técnicas no se convertían en tales en tanto se separaran de su tronco principal y se independizaran adquiriendo un método propio, tal como se entiende en nuestros días, sino que, al contrario, todo saber podía reputarse como científico tan sólo en tanto estuviese orientado jerárquicamente por una disciplina superior que le indicara su razón de ser, la de constituirse como un medio adecuado a la realización de la meta esencial del hombre, su conquista de la inmortalidad. Todas las actividades, sea científicas como artísticas o técnicas, estaban orientadas hacia tal fin y era ello lo que les otorgaba su carácter científico. Un conocer por el mero conocer o peor aun en función de un dominio o acrecentamiento del poder sobre la naturaleza eran reputados como cosas inconcebibles y como el producto de una severa crisis. Como consecuencia de tales independencias de los diferentes saberes hoy en día hemos arribado a la época de las especializaciones en donde se ha hecho en modo tal que todas las disciplinas se han convertido en compartimientos estancos en la medida en que se han separado de su causa final, careciendo totalmente de un rumbo que las determine en su camino, de una razón última de ser, convirtiéndose así, al decir de Guénon, como formando parte todas de un “saber ignorante”. Y ha sido justamente este abandono de lo superior lo que ha hecho en modo tal que, en lo referente a lo que es propio de la política, presenciemos el fenómeno de que hoy en día los políticos ya ignoran lo que signifique propiamente gobernar, sino que en cambio hayan suplantado tal actividad por la inferior y económica de administrar, llegándose así al absurdo extremo de confundir lo que es la acción de gobierno con la actividad meramente administrativa, equiparable a la actividad de quien lleva los libros contables de una empresa. Es decir la política se ha convertido en la actividad encargada meramente de asegurar el bien común de las personas, entendiendo por ello principalmente el bienestar económico de las sociedades, razón ésta por la cual en los días que corren dicha disciplina, que en un primer momento de decadencia ha comenzado declarándose como autosuficiente y autónoma respecto de un saber superior que la orientara, ha terminado con el tiempo como estando cada vez más subordinada a una de carácter inferior cual es la economía. Pues de acuerdo a un dicho tradicional, una vez que se ha abandonado lo superior, lo que se produce no es la emancipación de un saber sino la consecuencia forzosa de subordinación a lo que es inferior. En coherencia con tal tendencia, se ha hecho ya un lugar común en los regímenes democráticos modernos manifestar no solamente que un gobernante es un administrador, sino que quien lo hace y quien posee la principal influencia en el Estado es el ministro de Economía.

No nos cansaremos de manifestar, en razón de las terribles confusiones en que se ha incurrido en los tiempos actuales, que el Tao, lejos de ser un anticipo de la mentalidad moderna y progresista, es esencialmente un texto antimoderno. La política se encuentra allí orientada por una ciencia superior cual es la metafísica, representando una rama práctica de la misma, la encargada de realizar esa dimensión suprema  en el hombre. Se parte aquí de una visión antropológica diametralmente opuesta a la de los tiempos actuales. Mientras que hoy en día, en virtud de la antes mentada decadencia, rigen criterios unidimensionales con respecto al ser humano, en donde todo se uniforma y confunde: se confunde el cuerpo con alma, el individuo con la persona, la psicología con la conducta externa y ostensible de los sujetos, etc. reduciéndose así toda la realidad a aquello que es tangible y visible, a lo que se capta a través de los sentidos, y la política a su vez, tal como dijéramos, queda comprendida por la economía y la administración; el pensamiento tradicional en cambio es tridimensional en tanto comprende que en el hombre existen tres dimensiones claramente diferenciadas entre sí, con leyes propias aunque no independientes, ordenadas todas bajo un principio de jerarquía en donde lo inferior sólo se comprende a través de lo superior y no a la inversa. Existe la esfera más primaria y elemental que es la espacial, vinculada con el cuerpo, luego la temporal relacionada con el alma y finalmente la eterna, que es la relativa al espíritu o persona en el hombre. Y era a su vez una premisa esencial que informaba toda acción de gobierno verdadero –que por supuesto no es la propia de los modernos administradores o políticos minúsculos que nos “gobiernan”– la de que, mientras se nace con las dos primeras dimensiones, existe una educación especial que es la que nos permite obtener y despertar la tercera.

Despertar al espíritu en el hombre, convertir al individuo en persona, a la masa en pueblo: tal es la función principal del hombre de Estado tradicional. El Estado era pues comprendido esencialmente como un pedagogo, como un ente formativo del hombre. Como aquel que era capaz de convertirlo de mero animal social y gregario, que era aquello perteneciente a la naturaleza inmediata que éste traía al nacer, en un ser libre y con espíritu. Era pues su función, más que la de satisfacer las necesidades del vientre, más que administrar o hacer “felices” a los hombres, la de elevarlos hacia la dimensión eterna, es decir, arrancar al ser humano del mundo meramente animal, físico y promiscuo por el que se encuentra mancomunado a todo lo existente, para enaltecerlo hacia una dimensión que trasciende la propia inmediatez natural con la que nace. Por ello era un esencial alerta formulado por el Tao en el sentido de que nunca puede ser la mera vida o el “bienestar general” la meta principal del hombre de Estado verdadero, sino lo que es más que vida, la supravida, o eternidad, la capacidad de trascender la esfera natural e inmediata en la que se ha nacido. Fue así como clásicamente se consideraba al gobernante como un pontífice, es decir, como un hacedor de puentes entre la tierra y el Cielo, entre lo natural y lo sobrenatural, entre lo material y físico que captan nuestros sentidos externos y lo metafísico y eterno que es propio de la esfera espiritual.

Pero a pesar de tales contundentes aseveraciones, los modernos, basándose en párrafos parciales y arrancados de contexto, insisten en su confiscación del Tao para su ideología con la excusa de que en el mismo se habla de una no intervención del Estado en las cosas privadas. Digamos una vez más: no existe un texto que se encuentre más alejado del liberalismo o de la modernidad que el Tao te king que aquí comentamos. Lejos de pretender disolverse y de desaparecer como brega tal ideología, el Estado tradicional es un ente sumamente activo y omnipresente. No es el organismo que despliega o ayuda a desplegar la naturaleza del hombre tratando de intervenir lo menos posible a fin de no interferir en su sagrada espontaneidad, sino por el contrario es el que la modifica y transforma, elevándola por encima de lo que es su mera inmediatez.

Es desde tal perspectiva como es posible comprender el sentido de no-acción que aparece formulado en el texto, como formando parte del carácter esencial del gobernante taoísta. Hay no-acción tan sólo en tanto un gobernante verdadero no se entretiene en cuestiones secundarias, como la economía, la administración, las relaciones públicas, etc., sino que, al ser su meta principal la eternidad, es hacia ella que ordena todo lo existente. Nada que ver pues con el laissez faire liberal del gobernante que se entromete lo menos posible en la vida de sus semejantes, sino que aquí en cambio está presente la idea aristotélica de causa final, de motor inmóvil que mueve sin moverse, que atrae como un imán en tanto poseedor de un carisma del que carece el común de los hombres. A la inversa exacta de la ideología moderna y liberal, el gobernante tradicional, lejos de permanecer ajeno y desinteresado respecto de las acciones particulares de sus semejantes, está presente absolutamente en todas aun en las más mínimas e insignificantes, tratando de otorgarles a todas ellas un contenido superior, un sentido a la totalidad de la existencia de sus gobernados. Por ello es que su acción debe ser siempre a la distancia, como la de un imán que atrae hacia sí, constituyéndose de esta manera en una fuerza mucho más fuerte e indoblegable que la más poderosa de las acciones materiales. Estamos así lejos también del concepto moderno del Estado que ejerce el monopolio de la fuerza física; el gobernante tradicional puede estar desarmado pero sin embargo, por su prestigio y autoridad, por el carisma que emana de sus actos, alcanza a obtener de sus súbditos una obediencia reverencial muy superior a la que alcanza a través del miedo y el terror el más tiránico de los gobernantes.

El emperador chino permanecía por lo tanto alejado de la muchedumbre, vivía su existencia entera en una ciudad oculta de la que nunca salía, ni siquiera para viajar y conocer el mundo como hacen los líderes actuales, a fin de no contaminarse y no mezclarse con los afanes del vulgo al cual él debía transformar; pero no por ello permanecía ajeno a los verdaderos “intereses” de su pueblo, sino por el contrario, por su acción a la distancia que les dirigía el rumbo, él le estaba siempre presente, mucho más cerca que el más pegajoso e incisivo de los demagogos actuales, siempre a disposición de la gente, poblando con sus imágenes mediáticas nuestra vida cotidiana, aunque no por ello estando más cercanos a nosotros.

El emperador tradicional era la causa primera de todo lo existente en el orden social, la instancia última y final en la cual hallaban un sentido todas las acciones de gobierno, todas las actividades de los habitantes, aun aquella que se pudiese concebir como la más particular de todas. Lejos se estaba así sea de la democracia moderna, que sostiene que el origen del poder emana del pueblo y que por lo tanto es efímero y voluble como los caprichos de una voluntad permanentemente mutable, como del principio republicano por el que se comprende como Estado justo a aquel en el cual el poder se encuentra dividido, en forma en algunos casos tripartita, aunque el tiempo nos proporcione otras divisiones. Todo ello es contrario a una perspectiva estrictamente metafísica pues un poder que puede dividirse y limitarse no es propiamente tal, sino que representa en cambio un signo de impotencia, del mismo modo que lo es también uno delegado pues, si existe una causa que recibe de otro su razón de ser, esta causa no es primera, sino segunda y subordinada. Una soberanía que no sea absoluta, que no halle tan sólo en sí misma el origen de la propia legitimidad, no es verdaderamente soberanía y por lo tanto gobierno verdadero, sino apenas una parodia del mismo. El concepto de soberanía delegada es una falsificación totalmente contraria a tal postura, pues si la misma es delegada no es verdadera soberanía en el que la ejerce sin tan sólo el que la delega es su detentor. Podrá tal parodia subsistir por un tiempo incluso prolongado, pero tarde o temprano tal contradicción se irá degradando hasta desaparecer. El fundamento del carácter absoluto del poder del Estado se encuentra única y exclusivamente en su dimensión sagrada, hallándose así inspirado en razones que pertenecen a la esfera de lo alto y no en la voluntad numérica, ni tampoco en la fuerza material que detente.

Pero dijimos que el Tao representa un alerta en función de los tiempos que se avecinaban. Tiempos de decadencia que tan sólo una doctrina formulada en su pureza mayor y en el momento oportuno, puede llegar a interrumpir. La decadencia sobreviene justamente en la cúspide, que es cuando el poder se degrada, cuando abandona su sacralidad y se convierte en puramente temporal. Evola nos habla de un movimiento en sus comienzos apenas perceptible, como el que da origen a una posterior avalancha que va a acelerando de a poco su caída. Acontece en el momento en el cual el poder se separa de su principio sagrado, esto es, cuando acontece una primera división entre lo que es el poder temporal y la autoridad espiritual. Todo movimiento de decadencia representa un movimiento de escisión que va siempre de lo uno hacia lo múltiple. Evola analiza pormenorizadamente este proceso en el seno de nuestra civilización occidental por el que gradualmente se fueron sucediendo una serie de etapas cíclicas por todos conocidas. Fue necesario primeramente que en plena Edad Media, a través del acontecimiento histórico conocido como la querella por las investiduras, se produjese la primera escisión cuando el Estado perdiera su carácter pontifical y formativo para que pasara a convertirse en un ente tan sólo temporal encargado meramente de administrar el bien común. Vaciado así de su esencia sagrada y metafísica, la que quedó relegada tan sólo al sacerdocio, generándose de este modo la primera y más importante de todas las divisiones, el paso siguiente y necesario tuvo que ser el absolutismo monárquico por el cual el Estado, tras perder su carisma de sacralidad, descendió a la esfera del mero ejercicio de la fuerza material, desconociendo sobre si la soberanía de la autoridad espiritual. Y el sustento de la autoridad no fue más un principio metafísico afincado por afuera del tiempo y la materia, que a través del carisma y el prestigio obtuviera el consentimiento y la adhesión de los gobernados, sino el miedo que producía el monopolio en la posesión de las armas. Tuvimos así el Segundo Estado, esto es aquel en donde la política se encuentra desgajada de la metafísica y las simples “razones de Estado” se convierten en el fin último del mismo. De modo tal que lo que siempre significara la adhesión a un principio superior terminará suplantado por la búsqueda y el reconocimiento del mero interés singular. Y en tanto que desde la cúspide se produjo la sustitución de los principios universales y sacros por el simple interés egoísta de las partes, en tanto se pasara del Imperio universal a los simples estados o monarquías nacionales, se abrió camino al paso subsiguiente cual fue la irrupción en el campo político de las clases económicas, representantes de los distintos “intereses” del cuerpo constitutivo de esas naciones, las cuales con el tiempo, en tanto el valor por ellas representado adquirió forma “política” y de “partido”, terminaron tomando la primacía por encima del mismo Estado hasta convertirlo en un organismo subsidiario de los propios intereses, en un complemento que permite realizar el fin esencial de las mismas cual es el bienestar material de las distintas clases. Sucesivas revoluciones cada vez más descendentes fueron signando tal derrotero inaugurado con la primera de todas, cual fue la escisión acontecida en plena Edad Media entre el poder político y la autoridad espiritual, entre lo humano concebido en su forma arquetípica superior y lo divino recluido a la esfera de los templos y el sacerdocio, ya no comprendidas en uno solo, sino en instituciones distintas, la Iglesia y el Imperio. Tuvimos así que, tras el absolutismo monárquico, la primera revolución, sobrevinieron una nutrida serie de revoluciones sucesivas, conocidas con nombres distintos como la revolución burguesa, la industrial, la tecnológica, la proletaria, las que nos trajeron la irrupción sucesiva de formas cada vez más degradadas de Estado esta vez pertenecientes a clases económicas, tal el tercero y el cuarto Estado (es decir el Estado burgués, el Estado proletario), hasta arribar finalmente a nuestros días con la revolución postmoderna y el posterior advenimiento del quinto estado. En el mismo el hombre se encuentra vaciado ya no sólo de toda dimensión metafísica, sino aun de cualquier rasgo aun remoto y caricaturesco que se le pareciera, expresado bajo la forma de la simple búsqueda de un ideal que fuese superior al mero interés inmediato, a través de la hoy notoria consigna de lo que ha dado en llamarse como la “muerte de las ideologías”, es decir el vivir al día y sublimando los instantes placenteros, por la cual hoy presenciamos la desaparición de la persona reducida a la masa y del individuo rebajado al rol de un mero animal que consume y goza y finalmente de un Estado, otrora ente sagrado y pontifical, convertido en un mero ente burocrático y efímero, reducido al rol de recaudador de impuestos que acciona tan sólo allí donde la iniciativa privada no puede actuar adecuadamente y en incesante aunque nunca consumada amenaza de desaparecer del todo el día en que la educación de las masas lo haga prescindible. Digamos que, a pesar de la pregonada muerte de las ideologías, subsistirá siempre en todas las vertientes modernas y postmodernas la utopía de que el Estado se trata de un mal tan sólo provisorio que durará hasta que llegue el día en que las personas por la educación lleguen a obtener una conciencia cívica suficiente que les haga superflua la existencia de cualquier ente coactivo, sucediendo así del mismo modo a como el hijo que, tras emanciparse de la autoridad de su padre, se gobierna a sí mismo y entonces acontecería, tal como dijera el marxismo, que con la consumación de la historia el Estado habrá pasado a formar parte de los “trastos viejos de la historia”. Aunque paradojalmente hagamos notar aquí que el Estado moderno, lejos de desaparecer como incesantemente nos pregona, es cada vez más hipertrófico y burocrático entrometiéndose, cada día que pasa, de manera mucho más totalitaria y tiránica de lo que pudiera haber hecho el Estado tradicional.

Desde la óptica de la tradición es tan sólo el Estado y su consecuente soberanía lo que asegura la existencia normal de cualquier orden social. Sólo con el Estado puede existir la nación y el pueblo, distinguiendo a tal ente de la mera masa anónima y sin alma que hoy tanto nos circunda. Y justamente para evitar que dicho mal acontezca se hace necesario que el Estado sea libre en el mejor y más amplio sentido del término. Sólo la libertad del soberano es lo que permite que los gobernados sean también libres. Y a su vez cuanto mayor ésta sea, también lo será la de estos últimos. Al respecto el moderno posee una concepción totalmente diferente de lo que es la libertad. En tanto basa la misma en el irracional concepto de igualdad, considera que todos deben tener la misma libertad y que ésta, en tanto debe ser igual para todos, consecuentemente debe ser limitada y finita, en tanto que todos deberían ser acreedores de los mismos derechos. El pensamiento tradicional en cambio considera a la libertad como una potencia infinita que se posee en mayor o menor medida de acuerdo al valor y las virtudes que haya desplegado una persona. Cuanto más condición de persona se haya alcanzado a desarrollar en sí mismo, mas libertad se posee. Y así como no todos son persona de la misma manera, en tanto que, tal como dijéramos, se trata éste de un concepto relativo al despliegue que cada uno haya podido hacer de su naturaleza espiritual, en tanto se nace individuo pero se deviene persona, y así como existen seres que transcurren toda su existencia sin haber podido desarrollar casi ningún aspecto de personalidad –éstos son los individuos-masa o parias según la tradición hindú–; existe también aquel que, en tanto persona absoluta, posee una libertad ilimitada, la que a su vez, por ser tal, es garantía y reaseguro de la libertad de quienes le resultan inferiores. Tal es el emperador que es el único ser verdaderamente libre y que por lo mismo tiene simultáneamente el derecho y el deber de gobernar. La libertad del gobernante lejos de limitar o coartar la libertad de los gobernados es aquella que por el contrario la incrementa. De allí el origen de la palabra autoridad correlativo necesario del concepto de libertad (del latin augere = aumentar, acrecentar). Cuanta mas libertad se posea consecuentemente tanta más autoridad se tiene.

Pero hay otra idea esencial que aparece en el Tao y que nos permite una vez más ahondar en el carácter metafísico que posee tal texto. De la misma manera que las ciencias son hoy independientes entre sí, y la realidad toda es una suma de compartimientos estancos y de mónadas sin ventanas,  se consideran como dos cosas separadas y autónomas el mundo de la naturaleza y el que es propio del hombre, la cultura. En el Tao en cambio, así como la política no se encuentra disociada de la metafísica, el mundo la naturaleza no representa una cosa ajena al mundo de la cultura. En concordancia con la antigua óptica judeo cristiana del que es heredero, el moderno sigue considerando a estos dos planos como separados e independientes entre sí, de modo tal que, si la naturaleza ha sido creada por Dios, el mundo de la cultura es reputado en cambio como una cosa que es propia del hombre. Y más aun basándose en tal dualismo, el concepto de rey de la creación, aportado por tal cosmovisión, ha sido entendido a través del tiempo bajo la forma de un dominio arbitrario y caprichoso ejercido sobre este mundo al que se concibe como una realidad puesta totalmente a nuestra disposición y frente a la cual todas las acciones son posibles. Es totalmente diferente la postura que en cambio aparece en el Tao. El carácter de señor de la creación que allí también se sostiene es concebida como una acción de conservación del orden creado. El hombre es comprendido como un colaborador en la obra creadora y no como una simple criatura, siendo de tal modo la misma considerada como una empresa inconclusa que debe ser siempre actualizada y consumada por éste. De la misma manera que no podía encontrarse separada la política de la metafísica, tampoco podían considerarse como dos cosas totalmente ajenas y divorciadas entre sí el mundo de la naturaleza y el de la cultura. Se consideraba al universo como a una unidad jerárquica y de ninguna manera se pensaba que eran indiferentes los hechos que acontecieran en una esfera respecto de la otra. Todo hecho tenía un significado superior que lo explicaba. De acuerdo a la concepción tradicional, al ser el hombre un intermediario entre Dios y el mundo, encargado de cumplir así con la función esencial de conservador del orden, no estaban disociados en manera alguna lo que acontecía en el mundo de la naturaleza de lo que sucedía en el de la cultura, sino que ambos componían una misma unidad por lo que el quiebre en una de las partes generaba a su vez terribles consecuencias para la otra. En razón de tal vinculo estrecho, era una máxima tradicional que todo desorden acontecido en el mundo humano, al operarse en la cúspide de la Creación, inmediatamente se transfería por irradiación hacia el de la naturaleza produciendo cataclismos y desórdenes de inmensa envergadura. A tal respecto el Diluvio Universal, relatado en manera disímil por diferentes tradiciones, nos explicita un momento de caída en uno de los ciclos cósmicos con secuelas terribles transmitidas por proyección al mundo de la naturaleza una vez que su principio rector, el hombre, ha decaído. A su vez, en su obra Rebelión contra el mundo moderno, Evola nos hace notar cómo en los tiempos remotos, pertenecientes al origen del actual Manvantara, la raza divina originaria, la hiperbórea o raza roja, habitante en su momento en la tierra polar, debido a un decaimiento o decadencia en su accionar, dio como resultado a su vez un quiebre cósmico de inmensas dimensiones cual fuera el desplazamiento del eje de la tierra y el posterior congelamiento de los polos. De tales hechos, como el de la misma existencia de la Atlántida relatada por Platón, sólo existen rastros que únicamente un ojo atento puede percibir. Por ejemplo el mismo nombre de Groenlandia (Tierra verde y por lo tanto espacio de clima templado) otorgado a un territorio en la actualidad totalmente congelado y desértico, sito en la cercanía con el Polo Norte, puede ser un eco de aquella antigua tradición. El proceso de la decadencia es pues un acontecimiento cósmico de dimensiones universales.

Es justamente con la finalidad de evitar tal decadencia y mantener el equilibrio del cosmos que existe el gobernante, consistiendo así su función en algo muy superior a lo que la moderna ciencia política concibe. Justamente hoy en día en donde la profanación del mundo marcha pareja a la desacralización del Estado es donde vemos cómo junto a un exasperado afán por el lujo y consumo en todas las clases, tanto en las que tienen como hasta en las que carecen de lo esencial, en un mundo cultural sometido por la economía y la superficialidad, la tecnología con sus depredaciones ecológicas lleva a cabo el destino de un hombre concebido como amo arbitrario y caprichoso de una naturaleza de la que se ha convertido de armonioso soberano en su cruel depredador y enemigo. Las consecuencias de tales destrucciones que comenzaron primeramente en un plano moral y cultural y que consecuentemente se trasladan al ámbito físico no tardarán en mostrarse; más aun, ya están presentes en nuestros días y el problema estribará tan sólo en determinar si al final de este ciclo será posible la instauración de uno nuevo con una cierta continuidad. Al respecto la obra aquí presentada proporciona aportes efectivos para una acción de reenderezamiento.

Preservar al Imperio extremo oriental de la decadencia a través del sostenimiento pleno y cabal de los principios fue la máxima esencial de esta obra magistral que aquí presentamos por primera vez en habla hispana formulada en su más estricta pureza y librada de todas las desviaciones antes mentadas que han intentado hacerla inofensiva y hasta contraria a lo que se expresara. Su efecto será de una contundencia tal que no tendrá equivalente alguno en toda la historia. Mientras que Occidente verá caer uno tras otro a los distintos imperios tradicionales, el único que a lo largo del tiempo se mantendrá incólume durante tantos milenios será el chino, cuya caída será recién en el año 1912 momento en el cual, tras una revolución de neto corte moderno y occidental en el sentido caduco de tal término, el emperador, tras ser expulsado de la ciudad oculta, concluirá definitivamente con su mandato sagrado. Y ello no ha obedecido a ninguna fatalidad cíclica que obligue necesariamente a un proceso a encontrar su final o punto de detención. Ha sido la voluntad humana la que en su decaimiento, a pesar de la contundencia del texto aquí mentado y del sostén proporcionado, arribó a un momento de detención e inició así su curso acelerado sea hacia la China sea marxista-leninista como la más reciente y gemela, la competitiva y de economía de mercado. Pero esto es apenas una anécdota que no debe apartarnos de lo esencial. Tales principios, vueltos a formular en nuestro siglo por Evola y Guénon, esperan tan sólo el momento oportuno para ser restaurados.

Concluyamos esta exposición con una reflexión final respecto de la manera como Lao tsé desapareció de escena, a los 81 años luego de haber difundido el Tao te king. Algunos dicen que se fue para el Occidente para no volver nunca más. Ello en cambio tiene que ver con una máxima esencial del pensamiento tradicional para el cual nunca el autor con su singularidad debe ocultar el contenido esencial de su obra. La individualidad humana debe disolverse totalmente en la función. Y cuando ésta se ha consumado, la misma debe desaparecer para impedir la distracción del público sobre la figura del autor. Ello es por supuesto diferente esencialmente de lo que acontece en cambio en la modernidad en donde el autor, una vez que ha formulado un texto, por el contrario aparece más que nunca en escena en un exasperado afán por exhibirse y obtener premios o confirmaciones.

 

 

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