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Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 27. Variedades del pudor. Metafísica del pudor

Metafísica del Sexo. Capítulo III. Fenómenos de trascendencia en el amor profano. 27. Variedades del pudor. Metafísica del pudor

"Naufragó en aquel abismo del placer del que el amor sale a flote pálido, taciturno, pleno de una tristeza mortal" (Colette): si las situaciones anteriormente comentadas se contraponen a las situaciones deprimentes, expresadas por tales palabras, sobre las cuales se basa el conocido adagio: animal post coitum triste, la explicación de aquello la da este mismo adagio, en cuanto se refiel re propiamente al animal, es decir, a un amor humano más o menos more ferarum. En particular, es de presumir que estos esta­dos negativos y deprimentes se producen, sobre todo, a continua­ción de uniones que no lo son verdaderamente, a esas uniones que, como ya hemos indicado, se convierten en algo así como una unión acordada para un placer más o menos solitario de una de las dos partes o de las dos. En efecto, estos estados de depresión se parecen bastante a aquellos que generalmente siguen a los actos de placer solitario en sentido propio, es decir, a la masturbación.

Pero también es posible una diversa explicación, sólo que ella lleva más allá de los datos más inmediatos de la conciencia indivi­dual y no puede aplicarse a la gran mayoría de los casos. No es la explicación dada por la moral corriente de inspiración cristiana que, partiendo de un odio teológico por el sexo, quisiera ver en estos estados eventuales de depresión, de tristeza e inclusive de disgusto después del "placer", una especie de sanción natural de su carácter de pecado. La sensación confusa de una falta puede ciertamente entrar en juego sobre un plano no moralista, sino trascendental. Y el presupuesto de ello es que exista en lo profun­do de la conciencia del individuo en cuestión una predisposición en cierto modo ascética, o sea, al renunciamiento. Se trata, des­pués, casi exclusivamente de hombres; es muy raro que la mujer se sienta deprimida y envilecida después de una unión sexual a la que ha consentido, más bien todo lo contrario, a menos que inter­vengan factores exteriores, sociales o de otro tipo (por ejemplo, inhibiciones inconscientes).

Se puede considerar esta posibilidad, porque también otros datos sintomáticos del comportamiento erótico, entre los cuales se incluye el fenómeno mismo del pudor, parecen conducirnos al mismo punto. Para afrontar el problema, es preciso volver de nuevo al doble rostro, positivo y negativo, del eros, estudiado por nosotros al final del precedente capítulo. En el presente capí­tulo, hemos dirigido nuestra atención a aquellos fenómenos de una superación positiva —que reflejan en cierto modo la metafí­sica del sexo ofrecida por el mito del andrógino— que puede figu­rar en el mismo amor profano. Pero hay que considerar también el otro lado, la otra posibilidad, la indicada por el mito de Pando­ra: el eros como simple deseo extravertido que conduce a la gene­ración, que en la satisfacción no suprime la privación existencial, sino que la confirma y la perpetúa conduciendo, más allá de la ilusoria "inmortalidad de la especie", no a la Vida, sino a la muer­te. En relación con esto, en el campo del amor profano, amor que, para la mayoría de los hombres y las mujeres, es prácticamente el que acaba por alimentar el círculo de la generación, sería preciso considerar este problema: ¿el hombre busca a la mujer porque siente en sí una privación o por el contrario son la presencia y la acción de la mujer las que crean la privación, provocando una especie de aflojamiento interno y llevando al hombre fuera de sí, suscitando en él el estado de deseo, de concupiscencia? Es decir que es preciso preguntarse con Kierkegaard (74) si el hombre que se sentía erróneamente entero y suficiente, al encontrar a la mujer y al experimentar la necesidad de ella, descubre que es un semi-hombre, o bien si es una tal circunstancia la que lo extravierte, lo hace decaer de una condición de centralidad, lo darla.

El problema es complejo. Caso por caso, la solución es diver­m, mientras que la evaluación difiere según los puntos de refe­(miela. Se advierta o no, la privación es consustancial al individuo finito; así la clausura del Yo no puede ser considerada como un valor, por el contrario, cada trascendimiento sí puede incorporar un valor. De ahí el orden de ideas puesto de relieve en este capí­tulo, en el que hemos hablado de los aspectos positivos de la experiencia erótica. Por el contrario, si se consideran todas las si (ilaciones en las que la salida de sí no comporta del todo una ascensión, una integración, entonces en el ceder al deseo por la mujer se puede ver una caída y una alteración del ser íntimo, casi una traición respecto a una vocación más alta. Y sentir esto, inclusive confusamente, alejará a menudo de la búsqueda de la plenitud del ser y del sentido de la existencia a través del misterio del sexo, por causa del carácter problemático de esta vía. En este caso, el poder de la mujer, el encanto destructor de la mujer, el éxtasis engañoso que procura la sustancia femenina íntima, pueden aparecer como letales, enemigos, contaminadores. Inclu­sive sin llegar al foemina ¡anua diabuli de Tertuliano, este punto de vista predomina en los medios ascético-iniciáticos. Ello aparece resumido en esta máxima bíblica: Non des mulieri potestatem animae tuse.

Como hemos indicado, la condición previa de reacciones interiores de tal género es una activación consciente o embriona­ria en el individuo de lo que, en Oriente, se llamaría el elemento extrasamsárico o el puro elemento yang, es decir, la virilidad trascendente o, más simplemente todavía, el principio sobrena­tural de la personalidad humana. En la masa, esta conciencia constituye un fenómeno excepcional. Sin embargo, existen acti­tudes que no se podrían explicar más que en función de una especie de oscuro presentimiento residual de esta conciencia.

Es en este contexto en el que se puede tratar brevemente el problema del pudor. Ante todo, es preciso hacer algunas distincio­nes. Hay formas generales de pudor que no tienen una conexión particular con lo sexual: por ejemplo, el pudor por ciertas funcio­nes fisiológicas (defecación, micción), además del pudor, en gene­ral, por la propia desnudez. Algunos estiman que este pudor no es innato, alegando el hecho de que ni los niños ni las poblaciones salvajes lo experimentan. Pero aquí se cae en el acostumbrado equívoco de considerar como "natural" en el hombre lo que es primitivista. La verdad es que en el hombre existen ciertas dispo­siciones, consustanciales a su "idea", las cuales pueden permane­cer potenciales en los estadios primitivos y manifestarse solamente en una humanidad adecuadamente desarrollada, cuando se forma un clima apropiado, que es el que habitualmente corres­ponde a la "civilización". En este caso, no hay que hablar de un sentimiento "adquirido", sino de un tránsito de la potencia al acto, de disposiciones preexistentes. En efecto, para las faculta­des humanas, en más de un caso, se observa un desarrollo tanto más tardío cuanto más nobles son ellas.

Ahora bien, el fenómeno del pudor en su aspecto más gene­ral y no sexual procede de un impulso más o menos inconscien­te del hombre en tanto tal, a poner una cierta distancia entre él y la "naturaleza"; tanto que, en parte, es justa la definición del pudor dada por Mélinaud: la vergüenza que se experimenta por la animalidad en nosotros. Sin embargo, es preciso no esperar a que este instinto se manifieste en estadios pre-personales (como en el niño) o regresivos (como en los salvajes), en los que no despunta, sino que está todavía latente, o bien está velado, aquel principio superior, aquella dimensión superior del Yo, que puede dar lugar a impulsos de este género.

Pasemos ahora a las formas del pudor que tienen relación con la sexualidad. Aquí, ante todo, se debe considerar un sentido posible del pudor por la propia desnudez, diferente del que aca­bamos de indicar; en segundo lugar, se debe tomar en considera­ción el pudor particular por los órganos sexuales; en tercer lugar, se debe examinar el pudor por el acto sexual. Al respecto de las dos primeras clases de pudor, es preciso establecer una distin­ción muy neta entre el pudor masculino y el pudor femenino. En general, al pudor de la mujer hay que negarle el significado profundo, metafísico, del que hablaremos. Como su reserva, su "modestia" o su "inocencia", el pudor femenino es un simple ingrediente de su cualidad sexualmente atractiva y se le puede hacer entrar entre los caracteres terciarios de su sexo (cfr. § 10). Volveremos por otra parte sobre este punto en el próximo capí­tulo. Un tal aspecto o uso "funcional" es por el contrario extraño al pudor masculino. Una contraprueba del hecho de que el pudor femenino no es un hecho ético, sino sexual, es, como se sabe, que el pudor de su propia desnudez cesa completamente cuando las mujeres se encuentran entre ellas, e inclusive da lugar al placer del exhibicionismo (a menos que intervenga algún complejo de infe­rioridad, es decir, el temor de tener un cuerpo menos bello y menos deseable que las otras); mientras que este pudor subsiste en los hombres (abstracción hecha aquí de lo que es propio de las fases de primitivismo regresivo de una civilización como la civilización contemporánea). Por su carácter funcional, el pudor femenino tiene después un sentido psicológico-simbólico del que deriva la variedad y la mutabilidad de su objeto principal. Se sabe que hasta ayer, en las mujeres árabes y persas, el más grande objeto del pudor sexual era la boca, tanto que si una muchacha de una de estas razas hubiese sido sorprendida por un hombre en un momento en que ella no tuviera otra cosa que una camisa echada sobre los hombros, se hubiera en seguida servido de ella para cubrirse la boca, sin preocuparse por poner así en evidencia otras partes más íntimas de su cuerpo. Pero para las chinas el objeto particular del pudor eran los pies, de manera que ellas rara vez consentían en mostrarlos ni siquiera a sus maridos. Y se podrían indicar otras curiosas localizaciones del obje­to del pudor, según los pueblos y también según las épo­cas. El hecho es que, en este orden de ideas, una parte del cuerpo no tiene más que un valor de símbolo y mostrarlo, no ocultarlo, tiene la significación implícita de abrirse, de un no sustraerse, de un no ser para sí. Según esto, es decir, según esta funcionalidad simbólica del pudor, como conse­cuencia de la cual una parte va a representar el ser más ínti­mo, se comprende la variabilidad de su objeto, aunque sea natural la preponderancia de referencias a las partes del cuerpo femenino ligadas a la sexualidad, o bien al uso sexual de la mujer. El hecho de que en algunos autores latinos la expresión "gustar" o "usar la pudicitia" de una mujer fue sinónimo de tomar su virginidad, es decir, de la más grande ofrenda erótica, refleja justamente esta idea.

La funcionalidad sexual del pudor femenino, la ausencia en él de un carácter ético y autónomo son, en fin, claramente ates­tiguados por el hecho, asimismo bien conocido, de que una mujer ostenta pudor cuando la atención masculina se dirige sobre una parte de su desnudez que, sin embargo, puede ser más parcial que la que ella exhibe públicamente en otras ocasiones sin la menor sombra de discreción: por ejemplo, en nuestros días, ella tendrá vergüen.za de mostrar sus piernas cubiertas de medias alzando el vestido, mientras que se paseará con impúdica inocencia animales-ca en traje de baño de "dos piezas", que no cubren más que unos pocos centímetros cuadrados de su cuerpo. Es por eso por lo que se ha hecho notar justamente que no se debe concluir la falta de pudor del hecho de la ausencia de vestidos, pues se han verificado formas particulares de pudor en poblaciones que van desnudas o casi desnudas; de la.misma manera que, por el contra­rio, no se debe concluir la presencia del pudor por el hecho de que se lleven vestidos, ya que el cubrirse no es una prueba del verdadero pudor (75). Se sabe demasiado bien que a menudo la mujer no se sirve de los vestidos más que para producir un efecto más excitante, por alusión a las promesas de su desnudez. Pero hay que ver bajo una luz diferente el hecho de que, casi en el mundo entero, se ha relacionado con el concepto de los órganos genitales el de algo de lo que se debe sentir vergüenza (el putendum, las "miserias", les parties honteuses, etc.). Este concepto se extiende también a la actividad amorosa, porque no solamente cuando se trata de la unión de los cuerpos, sino también respecto a manifestaciones mucho menos íntimas, los amantes muestran generalmente pudor, y Vico llegó inclusive a asociar el sentimiento de ser vistos por un Dios a la vergüenza que, en los tiempos primordiales, habría impulsado a las parejas humanas a ocultarse cuando se unían sexualmente. En este contexto, determinadas observaciones de Schopenhauer son dignas de atención. Schopen‑hauer se pregunta por qué es a escondidas y casi con temor como los enamorados intercambian su primera mirada llena de deseo, por qué se ocultan para sus intimidades y, se diría, se turban y se asustan del acto de su unión, cuando se les sorprende en él, casi como si fuesen sorprendidos en la comisión de un crimen.

Schopenhauer hace notar que todo esto quedaría incomprensi­ble si, con el abandono de sí en el amor no se aliase el sentimiento oscuro, trascendental, de una falta, de una traición. Sin embargo, la explicación que da de ello es forzada e impropia. La vida sería esencialmente dolor y miseria; y puesto que, según Scho­penhauer, el sentido y el fin último de todo eros sería la procrea­ción, los amantes tendrían vergüenza y se sentirían culbles cuando obedeciesen al instinto procreador destinado a perpetuar el dolor y la miseria del mundo en nuevos seres. "Si el optimismo tuviese razón, si nuestra existencia fuese el don, digno de ser aco­gido con reconocimiento, de una bondad divina iluminada de sabiduría, luego una cosa preciosa, gloriosa y alegre, entonces el acto que la perpetúa debería presentar una fisonomía comple­tamente diferente" (76). Todo esto resulta sin embargo bastante poco convincente. Por otra parte, el pesimismo de Schopenhauer es el simple producto de una filosofía personal; en todo caso, los fenómenos a los que él hace alusión aparecen también en civili­zaciones absolutamente extrañas al pesimismo y en las más aleja­das de las concepciones dualistas como las que, en el cristianis­mo, han dado lugar a una antítesis entre "espíritu" y "carne".

Aunque Schopenhauer ha puesto justamente de relieve correspon­de más bien a un hecho existencial autónomo, frente al cual, hasta las diferentes condenas, moralizantes y teológicas, de las relaciones sexuales son simples derivaciones "absolutizadas", es decir, sustentadas sin tener ningún lazo directo con un sentido profundo. En realidad, aquí se trata del sentimiento oscuro de la ambivalencia del eros, el cual, mientras que por un lado seduce con los aspectos de una embriaguez que hace presentir la supera­ción del individuo finito y dividido, por otro comprende también la posibilidad de una caída, de la traición de una vocación más alta, a causa de la ilusión y de la contingencia que puede presentar la satisfacción más corriente del deseo y del instinto, y a conti­nuación en consideración a todo lo que, partiendo del valor de la progenitura hasta los hechos sociales y sentimentales del amor en las relaciones entre los sexos, tiene el sentido de un sucedáneo y de una dilación de la posesión de un sentido absoluto de la exis­tencia. En fin, si no en la mujer, al menos en el hombre puede tratarse de una oscura sensación de la lesión que el mismo deseo representa para su ser interior, para el principio sobrenatural en sí, cada vez que del veneno no se extrae un remedio, que de la alteración no deriva un éxtasis en alguna medida liberador. Bajo las especies de los hechos del comportamiento no asociados a una idea, a un concepto de la conciencia refleja, inclusive en la humanidad más ordinaria y más aproximativa, corren, como sombras lejanísimas de tales significaciones de la metafísica del sexo, los signos constitutivos del pudor sexual y de los demás hechos anteriormente señalados. Estos hechos, inteligibles en el marco de una concepción naturalista y biológica del ser huma­no (77), son apenas tocados por la banalidad de las diferentes interpretaciones "sociales", mientras que debe ser considerado como fantasía lo que los psicoanalistas han imaginado a este pro­pósito, basándose en tabúes sexuales de los salvajes y en comple­jos ancestrales del subconsciente. La única interpretación que ha llegado un'poco más al fondo es precisamente la interpretación schopenhaueriana que, como hemos visto, hace entrar en juego un oscuro sentimiento trascendente de falta; pero aquí el recurso a la idea de que "la vida es dolor" no es más adecuado que esa interpretación popular del budismo (por lo demás compartida

 

(65)             In vino veritas, ed. cit., pág. 52.

(66)             PLOSS-BARTELS, Das Weib, cit., v .1, pág. 359.

(67)             SCHOPENHAUER, Metaphysik der Geschlechtsliebe, cit., págs. 119, 128-129.

(68)             Se puede hacer notar que aquí, ahora bajo otro aspecto, aparece la diferencia entre la función sexual y la función nutritiva. Si la una fuese tan "biológica" y "natural" como la otra, no se debería sentir mayor vergüenza de la cópula que de la alimentación, o bien no se debería sentir menos vergüenza de la alimentación que de la cópula. por el propio Schopenhauer), según la cual, en Oriente, el impulso a la realización de la sambodhi —de la iluminación— y del nirvána, procedería del dolor de la existencia.

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