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Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio del arte. De la música física a los estupefacientes. 21.- La enfermedad de la cultura europea

Cabalgar el Tigre. Disolución en el dominio del arte. De la música física a los estupefacientes. 21.- La enfermedad de la cultura europea

Ya hemos tenido ocasión, en particular cuando hemos hablado de los valores de la persona y de un nuevo realismo, de hacer alusión al carácter de la cultura y del arte en el mundo. Proponemos continuar este tema abordándolo desde un punto de vista algo diferente y preci­sando luego la significación que ofrece hoy este ámbito particular para el tipo de hombre diferenciado que nos interesa.

A fin de ilustrar la relación que existe, en general, entre el arte y la cultura en estos últimos tiempos y el proceso de disolución, se puede recuperar la tesis principal de una obra de Christof Steding ti­tulada "El imperio y la enfermedad de la cultura europea" donde la génesis y las características de la cultura que se ha formado en Europa tras la disolución de su unidad tradicional, fueron bastante bien estu­diadas. Steding señala que esta cultura encuentra su contrapartida en el hecho de que los dominios particulares se han disociado y emanci­pado, se han convertido en "neutros" y han cesado, así, de formar más o menos, orgánicamente parte de un todo. Se refiere particular­mente a un centro que da forma a toda resistencia, y un sentido a la vida, centro que aseguraba también un carácter suficientemente orgá­nico a la cultura. Hace corresponder la manifestación positiva y nece­saria de este centro sobre el plano político al principio del Imperio, en­tendido, en un sentido, no sólo secular (es decir, estrechamente político), sino también espiritual que tenía aún en el ecumenismo europeo de la Edad Media y sobre el que insistía la teología política de los grandes gibelinos y del mismo Dante.

En Europa, el proceso de disolución que se ha verificado igual­mente en este plano, y siempre tras la desaparición de toda referencia superior, ha tenido dos causas interdependientes. La primera fue una especie de parálisis de la idea que servía de centro de gravedad a todo lo que era Tradición europea —lo que ha provocado el oscurecimien­to, la materialización y la decadencia del Imperio y de su autoridad. De aquí, la segunda causa que está inscrita como contrapartida, a sa­ber, el movimiento centrífugo, la disociación y la autonomía de las partes componentes, provocadas precisamente por el debilitamiento y la desaparición de la fuerza de gravedad original. Desde el punto de vista político, esto tuvo por consecuencia, como se sabe, el fin de la unidad que presentaba, sobre el plano político y social, a pesar de un sistema de amplias autonomías particulares, el antiguo mundo euro­peo; esto fue lo que Steding ha llamado la "suicización" , la "holan­dización" de territorios que formaban parte, antes orgánicamente, de la unidad del Imperio y el fraccionamiento particularista correspon­diente a la aparición de los Estados nacionales. Sobre el plano indivi­dual, esto debía entrañar una cultura dividida, "neutra", privada de todo carácter objetivo.

Es así, en efecto, como se explican la génesis y el carácter domi­nante de la cultura, de las ciencias y de las artes que se han impuesto cada vez más en nuestra época. No podemos entregarnos aquí a un análisis detallado de esta cuestión. Si queremos volver sobre el proble­ma de la ciencia moderna y sus aplicaciones técnicas, sería fácil en­contrar precisamente los carácteres de un proceso convertido en autó­nomo, de un proceso al que ninguna instancia superior es capaz de imponer un límite y de imprimir una dirección, ni control, ni freno: es por lo que a menudo se tiene la impresión de que el desarrollo técnico-científico desborda al hombre y le impone frecuentemente si­tuaciones difíciles, inesperadas y llenas de incógnitas. Es superfluo de­tenerse a considerar el fraccionamiento de la especialización, en la ausencia de un principio superior y unitario en el saber moderno, de­bido a lo evidente del caso. Estas son las consecuencias del dogma progresista, el de la imprescindible "libertad de la ciencia" y de la in­vestigación científica, simple eufemismo para designar y legitimar el desarrollo de una actividad totalmente desprovista de cohesión.

A esta "libertad", va paralela, mientras tanto, con un signifi­cado idéntico, la "libertad de la cultura" , exaltada como algo positi­vo, como una conquista y dando igualmente lugar a los procesos diso­lutivos propios a una civilización inorgánica (lo contrario de lo que Vi­co había reconocido como característico de todos "períodos heroicos" de las civilizaciones precedentes). La antítesis instituida entre la cultu­ra y la política es una de las manifestaciones más típicas de la "neutra­lización" de esta cultura. Se defiende el ideal de un arte puro y de una cultura pura que no deben tener nada que ver con la política. Ba­jo la inspiración del liberalismo y del humanismo literario, esta diso­ciación a menudo termina por transformarse en una oposición declara­da. Se conoce bien el tipo del intelectual y del humanista puro que siente por todo lo que ofrece una relación cualquiera con el mundo político —ideal y autoridad del Estado, disciplina severa, acción y or­den positivo, guerra, potencia e Imperio— una intolerancia casi histé­rica y le niega a todo esto un valor espiritual o "cultural". Y, en con­secuencia, se ha escrito una "historia de la cultura" teniendo gran cuidado en separarla de la "historia política" , convirtiéndola en un dominio en sí. Naturalmente, el pazos antipolítico y el aislamiento propio a un arte y a una "cultura neutra" se justifican ampliamente por la degradación de la "cosa" política por el bajo nivel en que han caído los valores políticos en el curso de los últimos tiempos. Pero se trata además de una orientación de principio, en virtud de la cual no se cuestiona más la anomalía de esta situación: la "neutralidad" se ha, en efecto, convertido en un rasgo constitutivo de la cultura moder­na.

A fin de prevenir todo equívoco, precisemos que la situación inversa, que es preciso considerar como normal y fecunda, no es la de una cultura al servicio del Estado y de la política (de la política en el sentido degradado de hoy), sino la de una idea única, el símbolo ele­mental y central de una civilización dada, que manifiesta su fuerza y ejerce una acción paralela e incluso de la misma naturaleza, a menudo invisible, tanto sobre el plano político (con todos los valores, no sólo materiales, que deberían referirse a un verdadero Estado), como sobre el plano del pensamiento, de la cultura y de las artes: lo que excluye toda escisión o antagonismo de principio entre los dos dominios, como toda necesidad de ingerencia exterior. Es precisamente porque no exis­te una civilización de tipo orgánico, y porque los procesos de disolu­ción se han afirmado en todos los dominios de la existencia, por lo que todo esto ha desaparecido y que hoy no se puede escapar a la alternati­va —falsa y deletérea en sí— de un arte y de una cultura "neutras" , privadas de toda consagración y de todo significación superiores, o de un arte y de una cultura al servicio de fuerzas exclusivamente políticas, degradadas, como es el caso de los "regímenes totalitarios" y particu­larmente de los que existían en las teorías del "realismo marxista" y de las correspondientes polémicas contra el "decadentismo" y la "alienación" del arte burgués.

Este carácter separado del arte y de la cultura es, naturalmente, la consecuencia directa del subjetivismo, de la desaparición de todo es­tilo objetivo e impersonal, y en general, de la ausencia de la dimen­sión de la profundidad, como ya hemos constatado de forma general hablando de los "valores de la personalidad" y de su superación. No queda más que examinar sumariamente las formas más recientes a las que el arte "neutro" ha dado lugar: trazaremos luego el balance de la situación.

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