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Cabalgar el Tigre. Disolución del conocimiento. 19. Los procesos de la ciencia moderna

Cabalgar el Tigre. Disolución del conocimiento. 19. Los procesos de la ciencia moderna

Uno de los principales títulos invocados en el siglo pasado por la civilización occidental para justificar su pretensión de ser la civilización por excelencia es, desde luego, su ciencia de la naturaleza. Según los criterios del mito de esta ciencia, las civilizaciones precedentes han sido consideradas oscurantistas e infantiles; repletas de "supersticiones" y de quimeras metafísicas y religiosas; a excepción de algunos descubrimientos debidos al azar, habrían ignorado el camino verdadero del conocimiento, que no puede ser alcanzado más que gracias a los métodos positivos, matemático-experimentales elaborados en la época moderna. Ciencia y conocimiento se han convertido en sinónimos de "ciencia positiva" y cualquier otra orientación del saber ha sido anatematizada sin apelación, considerándola pre-científica.

El apogeo del mito de la ciencia física ha coincidido con el de la era burguesa y la ola de cientifismo positivista y materialista. Luego se ha empezado a hablar de una crisis de la ciencia y se ha constituido una crítica interna de ésta hasta el momento en que se ha entrado en una nueva fase, inaugurada por la teoría de Einstein. Al margen de ella el mito cientifista ha recobrado recientemente su vigor con la valorización del saber científico que en ciertos casos ha seguido curiosos desarrollos: se ha pretendido que la ciencia moderna ha superado actualmente la fase del materialismo y que tras haberse desembarazado de las viejas especulaciones inoperantes converge con la metafísica en sus conclusiones sobre la naturaleza del universo y ofrece temas y perspectivas que coinciden con las certidumbres de la filosofía e, incluso, con las de la religión. Aparte de los artículos de vulgarización al estilo del Reader's Digest, algunos sabios como Eddington, Planck e incluso el mismo Einstein, han hecho singulares declaraciones de este orden. Una especie de euforia ha nacido, reforzada por las perspectivas de la era atómica y de la "segunda revolución industrial" , cuyo punto de partida se encuentra precisamente en los descubrimientos más recien­tes de la física.

No se trata más que del desarrollo de una de las grandes ilu­siones del mundo moderno, de uno de los espejismos de una época en la que, en realidad, los procesos de disolución han invadido directa­mente el dominio mismo del conocimiento. Basta, para darse cuenta de ello, penetrar al otro lado de la fachada. Y cuando no se trata de vulgarizadores, sino de los mismos sabios, cuando no tiene razón de ser ver en ello algo comparable a la sutil sonrisa de los augures mixtifi­cadores mencionados por Cicerón, se encuentra el testimonio de una ingenuidad que resulta sólo explicable por una limitación sin prece­dentes de los horizontes intelectuales (13).

La ciencia moderna entera no tiene el menor valor de conoci­miento; se funda incluso en una renuncia formal al conocimiento en el sentido verdadero del término. La fuerza motriz y organizadora del conocimiento no procede del ideal del conocimiento sino exclusiva­mente de la exigencia práctica, podría incluso decirse de la voluntad de poder aplicada a las cosas, a la naturaleza. Que se nos comprenda bien: no hablamos aquí de las aplicaciones técnicas e industriales aun­que es evidente que la ciencia les debe principalmente su prestigio entre las masas, ya que en ellas se ve una prueba perentoria de su vali­dez. Se trata, por el contrario, de la naturaleza misma de los procedi­mientos científicos en la fase que precede a las aplicaciones técnicas, la fase llamada de "investigación pura". En efecto, la noción misma de "verdad" en el sentido tradicional es ajena a la ciencia moderna; esta se interesa únicamente en hipótesis y fórmulas que permitan prever con la mayor exactitud posible el curso de los fenómenos y llevarlos a una cierta unidad. Y como no es cuestión de "verdad", como tampo­co se trata de ver, sino de "tocar"; la noción de certidumbre en la ciencia moderna se reduce a la de la "mayor probabilidad", que todas las certidumbres científicas tengan un carácter exclusivamente "estadístico", los hombres de ciencia lo reconocen abiertamente, y en la física más reciente de las partículas, más categóricamente que nun­ca, el sistema de la ciencia no es más que una pequeña red que se cierra más y más en torno a un quid que, en sí mismo, permanece in­comprensible con el único fin de poder domesticarlo en vista a fines prácticos.

Estos fines prácticos —repitámoslo- no conciernen más que en un segundo tiempo a las aplicaciones técnicas: sirven de criterio en el dominio mismo que debería ser el de conocimiento puro, en este sen­tido, incluso aquí, la tendencia fundamental es a esquematizar, orde­nar la materia de los fenómenos de la forma más simple y manejable. Como se ha explicado muy justamente, un método se forma a partir de la fórmula simplex sigillum ven (14), que confunde la verdad (o el conocimiento) con lo que no satisface más que a una necesidad prácti­ca, exclusivamente humana, del intelecto. En último análisis, el im­pulso del conocer se transforma en un impulso para dominar, y es un sabio, Bertrand Russell, quien ha reconocido que la ciencia, de medio para conocer el mundo, se ha transformado en un simple medio para cambiar el mundo.

No nos extenderemos más sobre estas consideraciones que se han convertido en simples tópicos. La epistemología, es decir, la refle­xión aplicada a los métodos de investigación científica ha reconocido ya honestamente desde hace tiempo todo esto, con un Bergson, un Le­roy, Poincaré, Mayrson, Brunswick, y tantos otros, por no mencionar al mismo Nietzsche que lo había advertido ya, también en este cam­po. Han puesto en evidencia el carácter absolutamente práctico, prag­mático e incluso "pragmatizado" de los métodos científicos. Son "verdaderas" las ideas y las teorías más "cómodas" para la organiza­ción de los datos de la experiencia sensible —y a este respecto, se hace, consciente o instintivamente, una selección entre estos datos, excluyendo sistemáticamente los que no se prestan a un control, todo lo que, en consecuencia, tiene un carácter cualitativo y único, todo lo que no es susceptible de ser "matematizado" .

La "objetividad" científica consiste únicamente en estar dis­puesto en todo momento a abandonar las teorías e hipótesis en vigor, en cuanto se presentan otras susceptibles de controlar mejor la reali­dad y de hacer entrar en el sistema de lo que se había vuelto ya previ­sible y utilizable fenómenos que no habían sido aún estudiados o que parecían irreductibles: y esto en ausencia de todo principio válido de una vez por todas, por sí mismo, en virtud de su naturaleza intrínseca. Igualmente, quien puede utilizar un fusil moderno de largo alcance abandona pronto el fusil de pedernal.

Es partiendo de estas constataciones como es posible poner en evidencia esta forma límite de la disolución del conocimiento a la que corresponde la teoría de la relatividad de Einstein. Sólo un profano puede haber creído, oyendo hablar de la relatividad, que esta nueva teoría había destruido toda certidumbre y casi ratificado una especie de "así es, si así os parece" pirandelliano. De hecho, se trata de algo muy diferente; en cierto sentido, nos aproximamos, por el contrario, mediante esta teoría, a una certidumbre casi absoluta, pero que tiene un carácter puramente formal. Ha sido diseñado un sistema coherente de física que permite descartar toda relatividad, dar cuenta de no im­porta qué cambio y de no importa qué variación de forma absoluta­mente independiente de todo punto de referencia y de todo lo que se relaciona con las observaciones y las evidencias de la experiencia inme­diata, la percepción corriente del espacio, del tiempo, de la velocidad. Nos encontramos ante un sistema que es "absoluto" gracias a la flexi­bilidad que le confiere su naturaleza exclusivamente matemática y al­gebraica, Así, una vez definida la "constante cósmica" (en función de la velocidad de la luz) sirviéndose de "ecuaciones de transformación" para eliminar una "relatividad" dada y para evitar que esta no se en­cuentre confirmada por los hechos de la experiencia, basta introducir un cierto número de parámetros en las fórmulas que deben dar cuenta de los fenómenos.

Un ejemplo banal aclarará el tipo de "certidumbre" y de co­nocimiento a que conduce la teoría einsteniana; que la tierra se mueva en torno al sol o que el sol se mueva en torno a la tierra, es más o menos la misma cosa desde el punto de vista de Einstein que descan­sa sobre la "constante cósmica" . Ninguna de las dos hipótesis es más "verdadera" que la otra, pero la segunda exigiría la adición de nume­rosos elementos suplementarios en las fórmulas y sería mucho más complicado y menos cómodo para los cálculos. Pero para una persona a la que un sistema más complicado y menos cómodo no moleste, la elección sigue siendo libre; podría preceder a los cálculos relativos a los diversos fenómenos aceptando, sea que la tierra gira en torno al sol, sea lo contrario.

Este ejemplo banal y elemental muestra claramente a qué gé­nero de "certidumbre" y de conocimiento conduce la teoría de Eins­tein; interesa, sin embargo, subrayar que no se trata aquí de nada nuevo y que esta teoría representa sólo la manifestación más reciente y evidente de la orientación que caracteriza a toda la ciencia moderna. Muy alejada del relativismo vulgar o filosófico, la teoría en cuestión es­tá dispuesta a admitir las relatividades más inverosímiles, pero previ­niéndose contra ellas, por así decirlo, desde el principio. Intenta dar certidumbres que hagan abstracción de éstas o las prevengan, ya que éstas, como decimos, son, pues, desde un punto de vista formal, casi absolutas. Y si se constatara una revuelta cualquiera de la realidad, un ajuste adecuado devolvería al sistema su carácter absoluto.

Este género de "saber" y lo que presupone nos lleva a otros co­mentarios. La "constante cósmica" es una noción puramente mate­mática, incluso aunque se hable a propósito de ella de la velocidad de la propagación de la luz, no hay que imaginar ni velocidad, ni luz, ni propagación, sino sólo tener en mente cifras y signos. Si alguien, no contentándose con el símbolo matemático, se dirigiera a los sabios pre­guntándoles qué es la luz, éstos adoptarían un aire extrañado y no comprenderían siquiera la pregunta. Y todo lo que procede de este punto de partida, en la física más reciente, participa rigurosamente de la misma naturaleza. La física está completamente algebraizada. Con la introducción de la noción de "continuum pluridimensional", la úl­tima base sensible e intuitiva que subsistía en la física de ayer y que correspondía a las categorías puras de la geometría espacial, queda también completamente "matematizada". Espacio y tiempo no son

aquí más que una sola cosa expresada igualmente por funciones algebraicas. Al mismo tiempo que la noción corriente e intuitiva que se tenía desaparece también la de "fuerza", de energía, de movimiento. Por ejemplo, para la física de Einstein, el movimiento de un planeta en torno al sol significa solamente que en el campo correspondiente del continuum espacio-temporal hay una cierta "curvatura" —término que no debe hacernos imaginar tampoco nada, pongámonos en guardia, pues se trata de nuevo de puros valores algebraicos. La noción de un movimiento producido por una fuerza se desvanece en la de un movimiento abstracto siguiendo la "línea geodésica" —la más corta— y correspondería aproximadamente en el campo donde nos encontrarnos, al arco de elipse. Como en este esquema algebraico ya no queda nada de la idea concreta de fuerza, hay aún menos lugar para la idea de causa. El "espiritualismo" que alegan los vulgarizado-res de los que hemos hablado debido a que la idea de materia ha desaparecido en la nueva física, así como la concepción de masa ha sido reducida a la de energía, este pretendido "espiritualismo" es un absurdo, porque masa y energía se reducen aquí a valores convertibles de una fórmula abstracta y el único resultado de todo esto es de orden práctico: la aplicación de la fórmula al control de las fuerzas atómicas. Aparte de esto, todo queda consumido por el juego de la abstracción al-gebraica asociada a un experimentalismo radical, es decir al registro de simples fenómenos.

Con la teoría de los quanta, se tiene la impresión de entrar en un mundo cabalístico (en el sentido popular del término). Del mismo modo que los resultados paradójicos de la experiencia de Michelson-Morlay han estado en el origen de la teoría de Einstein, igualmente otra paradoja, la de la discontinuidad y de la improbabilidad constatadas por la física nuclear después de que el proceso de las radiaciones atómicas haya sido expresado en cantidades numéricas (para el profano: se trata poco más o menos de la constatación de hecho de que esas cantidades no forman una continuidad, como si se dijera que en la su-cesión de los números el tres no fuera seguido naturalmente por el cuatro o el cinco, sino que del tres se saltaría a otro número, sin que intervenga tampoco la ley de las probabilidades), esta nueva paradoja, decimos, ha conducido a una algebraización aún más exasperada con la "mecánica de las matrices" para acabar con ello y además una nueva formulación completamente abstracta de leyes fundamentales, como las de la constancia de la energía, de la acción y de la reacción, etc. Aquí, no sólo se ha renunciado a la ley de la casualidad, sino que ha sido reemplazada por promedios estadísticos debido a que se ha creído encontrarse con el puro azar. Todavía hay más: tras todos estos desarrollos de esta física se ha descubierto otra paradoja: que hay que renunciar a las verificaciones experimentales. Se ha constatado, en efecto, que éstas no daban resultados fijos sino variables. La manera en que se organiza una experiencia tiene como efecto una variación en los resultados ya que ésta influye al objeto de la experiencia, lo altera (se trata de los valores funcionalmente interdependientes de "posición" y de "cantidad de movimiento") y puede oponerse a una descripción dada de los fenómenos concernientes a las partículas otra tan "verdadera" como ella. No es la experimentación cuyos resultados permanecerían indeterminados, sino una pura función algebraica, la "función de la onda" , la que ha parecido la más apta para proveernos de valores seguros en este campo.

Entidades matemáticas que, de una parte, surgieron por arte de magia, en plena irracionalidad, pero, por otra parte, están ordena-das en un sistema enteramente formal de "producción" algebraica, deben, pues, agotar, según esta última teoría que completa la de la relatividad de Einstein, todo lo que, en lo que afecta al fondo de la realidad sensible, puede ser positivamente verificado y controlado en fórmulas. Tales son, intelectualmente, los bastidores de la era atómica que acaba de comenzar junto con la liquidación de todo conocimiento en sentido propio. Uno de los principales representantes de esta r-ciente física, Heisenberg, lo ha admitido de forma explícita en uno de sus libros: se trata de un saber formal, cerrado sobre sí mismo, exacto al más alto grado en sus consecuencias prácticas, pero a propósito del cual no puede hablarse de un conocimiento de lo "real" . Para la ciencia moderna, dice, "el objeto de la investigación ya no es el objeto en sí mismo, sino la naturaleza en función de los problemas que el hombre plantea" , siendo la conclusión lógica que en esta ciencia "el hombre no se encuentra de ahora en adelante más que consigo mismo".

Hay un aspecto por el cual esta ciencia moderna de la naturaleza representa una especie de inversión o de falsificación de la noción de "cátharsis", o purificación, que en el mundo tradicional fue extendida del dominio moral y ritual al dominio intelectual en vistas a una asce­sis intelectual que, superando las percepciones facilitadas por los senti­dos animales y más o menos mezcladas a las reacciones del yo, debían encaminar hacía un conocimiento superior, hacia el verdadero conoci­miento. Hubo, en efecto, algo de este género en la reciente física al­gebraizada. Construyéndose, esta se ha liberado gradualmente de los datos inmediatos de la experiencia sensible y del sentido común y, además, de todo lo que la imaginación podría ofrecer como apoyo. Como ya se ha dicho, todas las nociones corrientes de espacio, de tiempo, de movimiento, de casualidad, caen una detrás de otra. Todo lo que puede sugerir la relación directa y viviente que une el observa­dor a las cosas observadas se convierte en irreal, insignificante y despreciable. Es pues como una cátharsis que consume todos los resi­duos de sensibilidad, pero para llevar, no a un mundo superior, al "mundo de las ideas" como en las antiguas escuelas de sabiduría, sino al reino del puro pensamiento matemático, del número, de la canti­dad indiferente al reino de la cualidad, al reino de la forma significan­te y de las fuerzas vivientes: un mundo espectral y cabalístico, extre­mada exasperación del intelecto abstracto, donde no se trata ni de las cosas ni de los fenómenos, sino casi de sus sombras llevadas a un co­mún denominador gris e indiferente. Se puede hablar, pues, con pro­piedad de una parodia del proceso de elevación del espíritu más allá de la experiencia sensible humana, proceso que, en el mundo tradi­cional, tenía por resultado no la destrucción, sino la integración de las evidencias de esta experiencia y el enriquecimiento de la percepción ordinaria y concreta de los fenómenos de la naturaleza gracias a la de su aspecto simbólico e "inteligible".

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