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Metafísica del Sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas. 32. La Diada metafísica

Metafísica del Sexo. Capítulo IV. Dioses y Diosas. 32. La Diada metafísica

Biblioteca Julius Evola.- En el momento de la unión sexual, los amantes se identifican cada uno con una deidad, a la que invocan y que buscan que los posea. Esta es la práctica más frecuente que realizan los amantes en el contexto de una metafísica del sexo. Evola sigue esta temática manejando un abundante material antropológico procedente de las distintas mitologías de Oriente y Occidente. Este parágrafo es particularmente interesante para la comprensión de este capítulo

 

32. La Diada metafisica

En lo tocante a dualidades elementales, consideremos ante todo las que tienen un carácter abstracto, metafísico, todavía libre de mitologización y de simbolización.

La idea base es que la creación o manifestación universal se realiza por medio de una duplicidad de principios comprendidos en la unidad suprema, de la misma manera que la generación ani­mal se produce por la unión del macho y la hembra.

Respecto a la generación, escribió Aristóteles: "El macho re­presenta la forma especifica, la hembra la materia. En cuanto hembra, es pasiva, mientras que el macho es activo"[1]. Esta polaridad vuelve a aparecer en las concepciones de la antigua filo­sofía griega, teniendo un origen mistérico y revistiendo formas varias que, en general, en adelante, no son ya comprendidas en su sentido original y viviente. Lo masculino es la forma; Io feme­nino, la materia: forma, que quiere decir poder que determina, que suscita el principio de un movimiento, de un desenvolvi­miento, de un devenir; materia, que quiere decir la causa mate­rial e instrumental de todo desarrollo, la posibilidad pura e inde­terminada, substancia o potencia que en sí carece de forma, puede asumir cualquier forma, que en sí no es nada pero, una vez activada y fecundada, puede devenir todo. El término griego para materia, ilé, no significa pues ni la materia del organismo ni la de la naturaleza física en general, difícilmente inteligible para la mentalidad moderna, ello se aplica, en el presente contex­to, a una entidad misteriosa, inaprensible, abisal, que tiene el ser y, también, no lo tiene, en cuanto es, precisamente, la posibi­lidad pura y, después, la sustancia‑potencia de la "naturaleza" como cambio y devenir. En términos pitagóricos, es también el principio de la Diada (del binario, del Dos), opuesto al Uno, pre­sentado por Platôn como el zateron, como aquello que siempre es lo "otro", referido al receptáculo jora, del ser, a la "madre" o "nodriza" del devenir[2]. En general, es así como se presenta, en la metafísica tradicional, el eterno masculino y el eterno feme­nino en su expresión más abstracta.

Como ulterior determinación, lo masculino y lo femenino se puede hacer corresponder a ser (en un sentido eminente) y a deve­nir, a lo que tiene su propio principio en sí y a lo que tiene su principio en otro: a ser (inmutabilidad, estabilidad) y vida (muta­ción, alma o substancia animadora, substancia maternal del deve­nir). Plotino habla, a este respecto, del ser ‑lus on‑ y del complemento femenino del eterno masculino, ousia; del ser eterno y de la potencia eterna, en alguna medida identificada con la "natura­leza" y con la "divina psique" (la Psique o Vida, Zoe, de Zeus). El ser, en Plotino, es puesto también en relación con el nous, otro término que hoy resulta difícil de comprender en su sentido origi­nal: es el principio intelectual concebido como principio olímpi­co, inmutable presencia y pura luz, que en Plotino adopta tam­bién la figura del Logos cuando es considerado en la acción con que mueve y fecunda la materia o potencia cósmica. Por contra, Io femenino es la fuerza‑vida; como Psique, es "la vida del ser eterno", que, cuando la manifestación "procede" del Uno y toma forma, "cronifica", vale decir, desarrolla en el tiempo, en el deve­nir, en situaciones en que los dos principios son unidos y diversa­mente mezclados; Io masculino, o Logos, manteniéndose en todo lo que es, que permanece idéntico a si mismo, que no deviene, que es el principio puro de la forma[3].

La "naturaleza", fisis, tiene helénicamente un sentido que diverge del sentido moderno, materialista; sentido al que sin embargo hay que atenerse todavía cuando se identifica el princi­pio femenino con el principio "natural". En efecto, en el simbo­lismo tradicional, el principio sobrenatural fue siempre considerado como "masculino", en tanto el de la naturaleza y el devenir era considerado como "femenino". Una polaridad en este sentido se encuentra también en Aristóteles: frente al nous inmóvil, que es el acto puro, está la "naturaleza", en la que el primero, con su simple presencia como "inmovilidad, moviente", despierta el movimiento efectivo, el paso de la posibilidad informe, o "mate­ria", a la forma, a la individuación. A esta dualidad equivale la díada de Cielo y Tierra, la polaridad del principio uraniano y del principio telúrico o ctónico, cual imágenes cósmico‑simbóli­cas del eterno masculino y del eterno femenino.

Sobre este plano, se encuentra otro símbolo para lo femeni­no, símbolo del que, por otra parte, ya hemos hablado: el de las Aguas. Las Aguas incorporan varios significados. Representan ante todo la vida indiferenciada, anterior a la forma, no fijada to­davía a la forma; en segundo lugar, simbolizan lo que corre, lo que fluye, lo que, por tanto, es inestable y cambiante, principios pues de lo que está sometido a la generación y al devenir en el mundo contingente llamado sublunar por los Antiguos; en fin, las Aguas representan también el principio de toda fertilidad y crecimiento, según la analogía ofrecida por la acción fertilizante que el agua ejerce sobre la tierra. De un lado, se habla del "principio hú­medo de la generación"; de otro, de las "aguas de vida" y también de las "aguas divinas". Añadamos que se asocia con las Aguas el símbolo de lo horizontal, correspondiente a la categoría aristo­télica del yacer, ieizai, opuesta a la de la vertical y a la categoría del "estar", eiein, en el sentido específico de estar sobre, de estar derecho, de estar de pie; sentido cuya relación con el principio masculino, entre otros, fue expresado en la antigüedad por el símbolo fálico e ithifálico (el phallus en erección).

Frente a las aguas como principio femenino, el principio masculino fue asociado frecuentemente al Fuego. Como en muchos otros casos, se debe sin embargo tener presente la poli­valencia propia de los símbolos tradicionales, es decir, su posibili­dad de servir de soporte a significaciones bastante diferentes, que no se excluyen mutuamente, sino que siguen la lógica de diferen­tes perspectivas. Así, aun prescindiendo del hecho de que en el Fuego como principio masculino se consideraron diversos aspec­tos (se puede recordar, en la tradición hindú, el doble nacimiento de Agni y, en la tradición clásica, la duplicidad del fuego telúrico y volcánico y del fuego uraniano y celeste), el Fuego, tomado en su aspecto de llama que calienta y alimenta, ha podido ser igual­mente empleado como símbolo del elemento femenino, y, bajo este aspecto, ha tenido parte importantísima en los cultos indo­europeos: Atar, la Hestia helénica y la Vesta romana son personi­ficaciones de la llama tomada en este sentido (Ovidio Fast., VI, 29 1 ‑ dice: Vesta es la llama viviente); y el fuego en el culto tanto doméstico como público, el mismo fuego sagrado perenne que ardía en el palacio de los Césares y que se llevaba en las ceremo­nias oficiales, el fuego que cada ejército griego o romano portaba consigo, teniéndolo encendido noche y día, se relacionaba con el aspecto femenino de lo divino entendido como fuerza‑vida, como elemento vivificante. De este conjunto forma parte también la idea antigua de que cuando el fuego del culto privado se apaga bruscamente es señal de muerte: no es el "ser" sino la vida Io que se extingue.

Examinando las tradiciones orientales, encontramos riguro­samente confirmadas las relaciones simbólicas que acabarnos de indicar. La tradición extremo‑oriental conoce la díada Cielo‑Tie­rra, siendo identificado el Cielo con la "perfección activa" (Oen) y la Tierra con la "perfección pasiva" (khuen). En el Gran Trata­do[4] se puede leer: "Lo masculino actúa según la vía del creador, lo femenino opera según la vía del receptivo", y también[5]: "El creador actúa en los grandes inicios, el receptivo lleva a su cumplimiento las cosas que “devienen”... La Tierra es fecundada por el Cielo y actúa en el momento justo... Siguiendo al Cielo, encuentra a su señor y sigue su vía conforme a la orden". Como en el pitagorismo, aquí el binario (el dos) está referido al princi­pio femenino y, en general, los números impares están en relación con el Cielo y los pares con la Tierra. La Unidad es el inicio; el dos es el número femenino de la Tierra; el Tres es número mascu­lino al representar la unidad no en sí, sino añadida a la Tierra (1 + 2 = 3); por consiguiente, todo cuanto en el mundo del deve­nir porta el signo y la forma impresa del mundo superior, como en una imagen suya[6]. Se puede decir que este simbolismo numérico tiene un carácter universal. Lo volveremos a encontrar en el mismo Occidente, hasta el Medievo y Dante. Está también en el fundamento de la antigua máxima: Numero Deus impare gaudet (porque en cada número impar el uno vuelve a prevalecer sobre el dos).

Màs característica es sin embargo, en la tradición extremo­ oriental, la díada metafísica en la forma del yang y del yin, princi­pios de los que ya hemos hablado y que hay que entender ya co­mo determinaciones elementales (eul‑hi), ya como fuerzas reales que actúan sobre todos los planos del ser. Entendido como deter­minación, el yang tiene la naturaleza del Cielo y es yang todo aquello que es activo, positivo y masculino, mientras que el yin tiene la naturaleza de la Tierra y es yin todo aquello que es pasi­vo, negativo y femenino. En el simbolismo gráfico, al yang corres­ponde el tracto entero ‑al yin, el tracto roto‑, que contiene de nuevo la idea del "dos", por consiguiente, la misma idea que la potencia platónica del "otro". Los trigramas y hexagramas for­mados por las varias combinaciones de estos dos signos elementa­les, del "Yi‑king", texto fundamental de la tradición china, son dados como la clave de las situaciones esenciales que puede pre­sentar la realidad, sea en el orden espiritual, sea en el natural; en el universo, como en la esfera humana, individual o colectiva. Todos los fenómenos, las formas, los seres y los cambios del uni­verso son considerados a la escala de encuentros y combinaciones variadas del yang y del yin, y es de aquí de donde ellos sacan su caracterización última. En su aspecto dinámico, yang y yin son fuerzas opuestas, pero también complementarias. La luz y el sol tienen la cualidad yang; la sombra y la luna, la cualidad yin; el fuego es yang, las aguas son yin; las cimas son yang, las llanuras, yin; el espíritu es yang, el alma y la fuerza vital son yin; lo puro es yang, lo abisal, yin, y asi sucesivamente. En fin, es el predominio en ella del yin lo que hace que la mujer sea mujer, y el predomi­nio del yang lo que hace que el hombre sea hombre; a este respec­to, el puro yin y el puro yang se presentan, según hemos dicho, como la substancia de la femineidad absoluta y como la de la absoluta virilidad. Aparte de los aspectos del simbolismo que condu­cen a los otros ya considerados por nosotros en la tradición helé­nica, aquí es digna de nota la atribuci6n al yin de la cualidad fría, húmeda y oscura, y al yang de la cualidad seca, clara y luminosa. Por lo que respecta a la cualidad fría del yin, parecería contrade­cirse con el aspecto calor, llama y vida ya consideradas en el prin­cipio femenino, pero ella debe ser interpretada en el mismo senti­do que la fría luz lunar y de la frigidez de diosas como Diana, que personifican el principio de tal luz, y ya veremos toda la impor­tancia que este rasgo tiene en la caracterología de lo femenino, de la mujer. Al yin, después, es propia la sombra, lo oscuro, con referencia a las potencias elementales anteriores a la forma, que en el ser humano corresponden al inconsciente y a la parte vital y nocturna de su psique, Io que conduce directamente a la relación que se reconoció que existía entre las divinidades femeninas y las divinidades de la noche y de las profundidades de la tierra, a la noche, Nyx, hesiódica, dada como madre del día, equivaliendo aquí el día a la cualidad clara, iluminada ("soleada") del yang, que es la propia de las formas manifestadas, de las formas defini­das y completas que se destacan de la oscuridad ambigua de la indeterminación del seno generador, de la substancia femenina o materia prima.

En la tradición hindu encontramos precisiones dignas de nota sobre el simbolismo del que estamos tratando. El sistema Sâmkhya nos presenta el tema fundamental en la dualidad de purusha, el macho primordial, y de prakrti, principio de la "naturaleza", substancià o energía primordial de todo devenir y de todo movi­miento. Purusha tiene el mismo carácter destacado, impasible, "olímpico", de pura luz ‑no agente, en el mismo sentido del motor inmóvil aristotélico‑ del nous helénico. Es con una espe­cie de acción de presencia ‑con su "reflejo"‑ como él fecunda a prakrtî, como rompe el equilibrio de las potencias (gûna), de ésta, dando lugar al mundo manifestado. Pero es en el tantrismo meta­físico y especulativo donde esta concepción ha tenido sus desarro­llos más interesantes. El culto hindú conoció la figura de Shiva como dios andrógino, Ardhanîçvara. En los Tantra, lo masculino y Io femenino de la divinidad se separan. Al purusha del Sâmkhya va a corresponder aquí propiamente Shiva, a la prakrtî o "natura­leza" corresponde Çakti, entendida como su esposa y su potencia: el término sánscrito çakti comprende el sentido ya de esposa ya de potencia. De su unión, de su abrazo, proviene el mundo; la fórmula de los textos es precisamente Shiva‑Çakti‑samayogât idyate srshtikalpand[7]. Como en el Sâmkhya, aqui viene atribui­da al macho, a Shiva, una iniciativa no‑agente; él determina el movimiento, despierta la Çakti; pero verdaderamente agente, moviente y generadora es solamente esta última. Esto viene dado, entre otras cosas, por el simbolismo de una unión sexual, en el cual es la hembra, la Çakti hecha de llama, la que asume la parte activa y se mueve, abrazando al macho divino hecho de luz y portador del cetro, el cual por el contrario permanece inmóvil. Es esto lo que se llama viparîta‑maithuna, la unión sexual inver­tida, que se encuentra muchas veces en la iconografía sagrada indo‑tibetana, especialmente en las estatuillas llamadas Yab‑yurn chudpa[8]. En el campo de las personificaciones divinas, a la Çakti corresponde entre otras Kalí, la "diosa negra", representa­da sin embargo, también, como hecha de llamas o rodeada de una aureola de llamas, de manera que reúne en si dos atributos ya considerados en el arquetipo femenino: oscuridad preformal y fuego. En su aspecto "Kalí", la Çakti se presenta sin embargo preferiblemente como energía irreductible a cualquier forma fini­ta o limitada, por consiguiente también como diosa destructi­va[9]. Por lo demás, como los chinos ven sensibilizarse en la realidad el variado juego del yin y del yang unidos, juntos, de la misma manera la tradición en cuestión ve en la creación una combinación variada de energías provenientes de los dos princi­pios, de la cit‑çakti, o shiva‑çakti, y de la mâyâ‑çakti. Asi, un tex­to hace decir a la diosa: "Siendo todo en el universo a un tiempo Shiva y Çakti, tú, oh Maheçvara [el dios macho], estás en todo lugar, y yo estoy en todo lugar. Tù eres en todo y yo soy en todo"[10]. Más propiamente, Shiva está presente en el aspecto inimitable, consciente, espiritual, estable, y Çakti en el aspecto cambiante, inconsciente‑vital, natural, dinámico de todo lo que existe[11]. La diosa existe bajo la forma de tiempo, y en esta forma ella es la causa de todo cambio y es "omnipotente en el momento de la disolución del universo"[12].

En el tantrismo especulativo, a lo femenino, a Çakti, se refie­re finalmente Mâyâ. Este término bien conocido en la concepción más corriente y especialmente en el Vedânta, designa el carácter ilusorio, la irrealidad del mundo visible, tal como aparece en el estado de dualidad. Es usado sin embargo también para designar las obras de magia, y la asociación más arriba mencionada (mâya­çakti) es propiamente entendida en el sentido de lo femenino como representativo de "la magia del dios", la diosa cual genera­triz mágica de las formas manifestadas: formas que son ilusorias solamente en un sentido relativo, ya que según la tradición hindú el atributo de lo real no se aplica más que al ser absoluto, lumino­so, eterno, privado del devenir y del "sueño". De una manera subordinada, de esto se deriva sin embargo una asociación del principio femenino al mundo "nocturno" constituyendo el terre­no de un género determinado de magia, de encanto o de fascina­ción: motivo éste que se encuentra también en otras partes, por ejemplo en uno de los aspectos de la Hécate pelásgica y griega, la diosa ora subterránea, ora lunar, que da potencia a los procedi­mientos de encantamiento y enseña las fórmulas mágicas, toman­do bajo su protección a las brujas y a las encantadoras, que han aprendido de ella su arte, y convirtiéndolas inclusive en sus sacerdotisas (según una tradición, Medea era sacerdotisa en su templo de Hécate). Como Hécate, también Diana, a menudo identificada con ella, fue reputada patrona de las artes mágicas: los Vasos Hamilton muestran figuras de mujeres entregándose a encantamientos que se encomiendan a ella. "Encantadora del ene­migo del dios del amor", es uno de los atributos de la Gran Diosa hindù.

Siempre en el mismo contexto, es propio de la doctrina hindú en cuestión concebir la manifestaci6n como un "mîrar al exterior" ‑bdhirrnukht‑, es decir, como movimiento o tendencia extravertida, corno un "ir hacia fuera", soltándose del Uno y de lo idéntico: he aquí otro aspecto de la naturaleza y de la función de la Çakti. Si la Çakti es llamada también kânwrûpint, es decir, "la que está hecha de deseo", y que su signo es el signo del órgano femenino, el triángulo invertido, identificado con el del deseo, esto va a precisar este mismo motivo, en tanto que todo deseo comporta un movimiento hacia otra cosa que si, hacia algo exte­rior. Ahora bien, especialmente el budismo, como fondo último de la realidad en devenir y de la vida condicionada ‑del samsâra‑, ha reconocido precisamente el deseo y la sed ‑kânw, trshna y taiihâ‑. En la "hembra de lo divino", en la Çakti de Shiva, está la raíz del deseo, sea como deseo cosmog6nico, sea como el que es consubstancial a las "Aguas" y a la "materia", que las doctrinas griegas concebían como "privación", como la Penia platónica privada del ser y deseosa del ser[13], en oposición a la naturaleza sideral e inmóvil de la masculinidad metafísica, del eterno nous. Por otra parte, se ha dicho que "Shiva sin Çakti sería incapaz de todo movimiento", seria "inactivo" ‑como, por contra, Çakti, o prakrti, sin Shiva serfa inconsciente ‑acit‑, es decir, desprovis­ta del elemento luminoso. Las parejas divinas enlazadas del pan­teón hinduista e indo‑tibetano simbolizan la asociación constante del elemento shivaico a un elemento çàktico en todo cuanto es manifestado. Plotino (111, v, 8) dice que los dioses machos son definidos por el nous, los femeninos por la psyché, y que a cada nous está unida una psyché y la psyché de Zeus es Afrodita, iden­tificada también a Hera por los sacerdotes y los teólogos, siempre según Plotino.

No nos extenderemos con referencias análogas extraídas de otras tradiciones, porque ello añadiría muy poco a las estructuras fundamentales que hemos indicado. Recordaremos solamente algunas ideas de la Kábala hebraica y del gnosticismo cristiano. En la primera, la "femineidad de Io divino" ‑la nubka opuesta a duchra‑ està representada en general por la Shekinah, fuerza o principio comprendido como "la esposa del Rey", y se habla de bodas sagradas ‑zivuga kadisha‑ del Rey y de la Reina, de Dios y de la Shekinah[14]. Aquí nos importa sobre todo hacer notar el aspecto de esta hipóstasis femenina ‑eterno femenino bajo la protección del cual están todas las mujeres del mundo[15]‑, según el cual ella se presenta como un equivalente del Espíritu Santo vivificante, como un poder o influencia o "gloria" inma­nente en la creación: poder distinto, pues, de la pura trascendencia de Io divino y susceptible, también, de destacarse de él (como veremos que es el caso para la misma Çakti hindú en la fase des­cendente de la manifestación); por Io cual, en la Kábala se habla también del estado de "exilio" de la Shekinah. Pero la Shekinah, como "gloria presente en este mundo" conduce también a un encadenamiento de ideas ulterior. En efecto, la "gloria" fue entendida antiguamente, no como una abstracción personifica­da, sino más bien como un poder o fuego divino, en la doctrina iraniana del hvarenô: noción cercana de la de la "llama viviente" personificada por Vesta, que, a través de las metamorfosis sacadas a la luz por F. Cumont[16], nos lleva de nuevo a la idea de una divinidad femenina complementaria y de un poder eficaz, como es la "Fortuna", en particular en su aspecto de Fortuna Regia.

En el cristianismo ‑religión que ha agregado y absorbido motivos de tradiciones muy heterogéneas‑ el "Espíritu" no tiene rasgos bien definidos; no es "femenino" cuando fecunda a la Vir­gen y, en el Antiguo Testamento, como principio que està por encima de las Aguas. Sin embargo, en hebreo y en arameo, la palabra "espíritu" es femenina y, en el gnosticismo cristiano ‑en el "Evangelio de los Hebreos"‑ se encuentra la expresión, referida a Cristo, "mi madre, el Espíritu Santo"[17], mientras que el término griego para "espíritu", pneuma, puede correspon­der al término hindú de prâna, soplo como fuerza vital, fuerza de vida; de Io que resulta, para el Espíritu Santo, cuyo descendimiento fue representado también como el descendimiento de una llama, un sentido convergente con el de la misma Shekinah. Por otra parte, el Espíritu Santo ha estado simbolizado a menudo por la paloma, la cual fue por lo demás asociada a las grandes divinidades femeninas mediterráneas, a la Potnia cretense, a Isthar, a Circe, a Mylitta, a la misma Afrodita, para representar su fuerza e influencia[18]. Y son palomas las que llevan a Zeus su alimen­to, la ambrosía[19].

La mujer divina del gnosticismo es esencialmente Sofía, entidad de muchos rostros y de muchos nombres. A veces iden­tificada al mismo Espíritu Santo, según sus diferentes atributos, ella es también la Madre o María Universal, la Madre de los Vivos o Madre Resplandeciente, la potencia de lo alto. Aquella de la Mano Izquierda (en oposición a Cristo, entendido como su esposo y como “El de la mano derecha”), como la Lujuriosa, la Matriz, la Virgen, la Esposa del Macho, la Reveladora de los Misterios perfectos, la Santa Paloma del Espíritu, la Madre Celeste, la Extraviada, Helena (es decir, Selene, la Luna), fue concebida como la Psique del mundo y como el aspecto femenino del Logos[20]. En la Gran Revelación de Simón el Gnóstico, el tema de la diada y del andrógino está dado en términos que merece la pena traer a colación: “Este es el que fue, que es y qué será, el poder macho-hembra, como el preexistente poder ilimitado que no tiene ni comienzo ni fin, porque existe en el Uno. Fue por este poder ilimitado por el que el pensamiento, oculto en el Uno, procede en principio, convirtiéndose en dos… Así ocurre que la que por él se manifiesta, aunque uno, se encuentra siendo dos, macho y hembra, a tener a la mujer en sí mismo.

 



[1] ARISTOTELES, De gen. anim., 1, ii, 716 a; 1, xx, 729 a; cf. también Il, i, 732 a; 11, iv, 738 b.

[2] Timeo, 5 0 b‑d.

[3] Sobre todo esto cf. PLOTINO, Enneada 111, vü, 4; 111, viii, j; 1, i, 8; 111, fi, 2; V, viü, 12.

[4] Ta Chiuan, 1, § 4.

[5] Ibid., 1 § 5.

[6] Shi‑kua, 1, comm.

[7] Cf. J. WOODROFFE, Creation as explained in the Tantra, Calcuta, s. d., pag. 9.

[8] (10) Cf. E. PANDER, Das Pan4heon des Tschangtscha Hutuku (Ein Beitrag zu Monographie des Lamaisinus), Berlin, 18 90.

[9] Cf. EVOLA, Lo Yoga della Potenza, cit., pàgs. 53, 54, 58 sgg.

[10] En WOODROFFE, Ob. cit.

[11] Cf. J. WOODROFFE, Shakti and Shâkta, cit., Il sect., c. XIV­XIX.

[12] A. y E. AVALON, Hymns to the Goddess, London, 1913, pigs. 46‑47.

[13] PLUTARCO (De Is. et Os., 56) dice que Penia es "la mat~rîa prima que en si misma es privación, pero es llena por el bien [aquí sinóni­mo de ser] y tiende siempre hacia él y Hega a participar en él".

[14] Zohar, 1, 207 b; 111, 7 a.

[15] Ibid., 1, 288 b.

[16] F. CUMONT, Les Mystères de Mithra, Bruxelles3, 1913, pàgs. 96 sgg:

[17] Meter mou, toagionpneuma, en ORIGENES, inJohan, 11, 12, cf. HIERONIMUS, in Math., 11, vii, 1, donde se recurre a la misma expresión y se recuerda precisamente que ruach, espiritu, es femenino en hebreo.

[18] Cf. G. GLOTZ, La civilisation égéenne, que habla de la diosa‑paloma, o diosa de la paloma, pudiendo la paloma ser el simbolo de la diosa y también identificarse con ella. "Emanación de la diosa, la paloma es el espiritu que santifica todos los seres y los objetos sobre los cuales ella se posa: y la posesi6n divina se opera por su mediación."

[19] Homero, Odisea, XII, 63.

[20] Cf. G. R. S. MEAD, Fragments of a faith for gotten, cit., pàgs. 247‑248.

 

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