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Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 9. Vida y muerte de las civilizaciones

Revuelta contra el Mundo Moderno (I Parte) 9. Vida y muerte de las civilizaciones

Biblioteca Julius Evola.- Las civilizaciones no son eternas, sino transitorias. Como si se tratara de un ser humano, nacen, creden, se desarrollan y mueren y son sustituidas por otras que a su vez siguen el mismo ciclo. El tipo de civilización que crean deriva del elemento raza, íntimamente ligado al tipo de tradición que han heredado y que asumen. La metafísica de la historia enseña que las civilizaciones siguen leyes cíclicas. Evola, en este capítulo define el elemento fundamental para constatar la decadencia de las civilizaciones, el ascenso progresivo del "demos".

 

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VIDA Y MUERTE DE LAS CIVILIZACIONES

Allí donde la tradición conserva toda su fuerza, la dinastía o sucesión de reyes sagrados representa pues un eje de luz y de eternidad en el tiempo y la presencia victoriosa del supramundo en el mundo, la componente "olímpica" que transfigura el elemento demoníaco del demos y da un sentido superior a todo lo que es Estado, nación y raza. E incluso en las capas más bajas, el lazo jerárquico creado por una relación consciente y viril constituía un medio de avance y participación.

De hecho, incluso la simple ley, emanada de lo alto e investida de una autoridad absoluta, era, para los que no podían alumbrar ellos mismos el fuego sobrenatural, una referencia y un sostén más allá de la simple individualidad humana. En realidad, la adhesión íntima, libre y efectiva de toda una vida humana a las normas tradicionales, incluso en la ausencia de una plena comprensión de su dimensión interna susceptible de justificarla, actuaba de tal forma que esta vida adquiría objetivamente un sentido superior: a través de la obediencia y la fidelidad, a través de la acción conforme a los principios y a los límites tradicionales, una fuerza invisible la modelaba y la situaba sobre la misma dirección que la de este eje sobrenatural, que en los demás ‑el pequeño número en la cúspide‑ vivía en el estado de verdad, de realización, de luz. Así se formaba un organismo estable y animado, constantemente orientado hacia el supramundo, santificado en potencia y en acto según sus grados jerárquicos y en todos los dominios del pensamiento, del sentimiento, de la acción y de la lucha. Era en este clima que vivía el mundo de la Tradición. "Toda la vida exterior era un rito, es decir, un movimiento de aproximación, más o menos eficaz según los individuos y los grupos, hacia una verdad que la vida exterior, en sí, no puede dar pero permite, si es vivida santamente, realizarla parcial o íntegramente. Estos pueblos vivían la misma vida que habían vivido durante siglos; se servían de este mundo como de una escala para llegar a liberarse del mundo. Estos pueblos pensaban santamente, actuaban santamente, amaban santamente, odiaban santamente, se mataban santamente, habían esculpido un templo único en un bosque de templos, a través del cual rugía el torrente de las aguas, y este templo era el lecho de un arroyo, la verdad tradicional, la sílaba santa en el corazón purificado"([1]).

A este nivel, salir de la Tradición significaba salir de la verdadera vida; abandonar los ritos, alterar o violar las leyes, confundir las castas; retrotraerse del cosmos al caos, caer bajo el poder de los elementos y de los totems, seguir la "vía de los infiernos", donde la muerte es una realidad, y un destino de contingencia y de disolución domina en todas las cosas.

Y esto era válido para los individuos y para los pueblos.

Resulta de todas las constataciones históricas que las civilizaciones están destinadas, como el hombre, tras una aurora y un período de impulso, a decaer y a desaparecer. Se ha intentado descubrir la ley que preside tal destino: la causa del declive de las civilizaciones. Esta causa no podrá jamás ser encontrada en el mundo exterior, no podrá jamás ser definida por factores puramente históricos y naturales.

Entre los diversos autores, Gobineau es quizás quien ha sabido mostrar mejor la insuficiencia de la mayor parte de las causas empíricas, adoptadas para explicar el crepúsculo de las grandes civilizaciones. Nos ha mostrado, por ejemplo, que una civilización no se hunde en absoluto por el mero hecho que su potencia política haya sido rota o transtornada. "La misma forma de civilización, persiste en ocasiones bajo una dominación extranjera, desafía los acontecimiento más calamitosos, mientras que, otras veces, en presencia de desgracias oscuras, desaparece"([2]). No son siquiera las cualidades de los gobiernos, en un sentido empírico ‑es decir, administrativo‑organizador‑ quienes tienen gran influencia sobre la longevidad de las civilizaciones: al igual que los organismos, estos ‑observa siempre Gobineau‑ pueden incluso resistir largo tiempo aun sufriendo afecciones desorganizadoras. La India y, ante todo, la Europa feudal, se caracterizan precisamente por un "pluralismo" evidente, por la ausencia de una organización única, una economía y una legislación unificadas, ‑factores de antagonismos siempre renacientes‑ y ofrecen el ejemplo de una unidad espiritual, la vida de una tradición única. No se puede siquiera atribuir la ruina de las civilizaciones a lo que se ha llamado la corrupción de las costumbres, en el sentido profano, moralista y burgués, del término. Puede ser, como máximo, un efecto o un signo: jamás es la verdadera causa. En la mayor parte de los casos, es preciso reconocer, con Nietzsche, que allí donde empieza a existir preocupación por una "moral", allí, ya hay decadencia([3]): el mos de las antiguas "edades históricas" de las que habla Vico no había tenido jamás nada que ver con limitaciones moralistas. La tradición extremo‑oriental, en particular, ha puesto perfectamente en claro la idea de que la moral y la ley en general (en el sentido conformista y social) aparecen allí donde no se conoce ya la "virtud", ni la "Vía": "perdida la Vía, resta la virtud; perdida la virtud, queda la ética; perdida la ética, queda el derecho; perdido el derecho, queda la costumbre. La costumbre no es más que el aspecto exterior de la ética y marca el principio de la decadencia"([4]).

En cuanto a las leyes tradicionales, el hecho de que su carácter sagrado y su finalidad trascendente les confieran un valor no humano, no pueden de ninguna manera ser remitidos al plano de una moral, en el sentido corriente del término. El antagonismo de los pueblos, el estado de guerra, no es tampoco, en sí mismo, susceptible de causar la ruina de una civilización: la idea del peligro, y de la conquista, puede, por el contrario, volver a soldar, incluso materialmente, las mallas de una estructura unitaria, reavivar una unidad espiritual en sus manifestaciones exteriores, mientras que la paz y el bienestar pueden conducir a un estado de tensión reducida, que facilita la acción de las causas más profundas de una posible desintegración([5]).

Ante la insuficiencia de estas explicaciones, se invoca en ocasiones la idea de la raza. La unidad y la pueza de la sangre estarían en la base de la vida y de la fuerza de una civilización; la mezcla de la sangre sería la causa inicial de su decadencia. Pero se trata, aquí también, de una ilusión: una ilusión que rebaja además la idea de civilización al plano naturalista y biológico, ya que es más o menos sobre este plano que se concibe hoy la raza. Contemplada bajo este ángulo, la raza, la sangre, la pureza hereditaria de la sangre, no son más que una simple "materia". Una civilización en el sentido verdadero del término, es decir tradicional, no nace más que cuando, sobre esta materia, actúa una fuerza de orden superior y sobrenatural: la fuerza a la cual corresponde precisamente una suprema función "pontifical", la componente del rito, el principio de la espiritualidad en tanto que fundamento de la diferenciación jerárquica. En el origen de toda civilización verdadera había un hecho "divino" (el mito de los fundadores divinos ha sido común a todas las grandes civilizaciones): por ello ningún factor humano o natural podrá verdaderamente explicarlo. La alteración y el declive de las civilizaciones se deben a un hecho del mismo orden, pero de sentido opuesto degenerante. Cuando una raza ha perdido el contacto con lo único que posee y puede darle estabilidad, con el mundo del "ser"; cuando también ha decaido en lo que constituye el elemento más sútil, pero al mismo tiempo mas esencial, a saber la raza interior, la raza del espíritu, respecto a la cual la raza del cuerpo y del alma no son más que manifestaciones y medios de expresión([6]), entonces los organismos colectivos de los que se ha formado, cualquiera que sea su grandeza y su poder, descienden fatalmente en el mundo de la contingencia: están a merced de lo irracional, de lo variable, de lo "histórico", de lo que es condicionado por lo bajo y por lo exterior.

La sangre, la pureza étnica, son elementos que, incluso en las civilizaciones tradicionales, tienen su valor: valor cuya naturaleza no justifica el empleo, para los hombres, de los criterios en virtud de los cuales el carácter de "pura sangre" decide perentoriamente cualidades de un perro o de un caballo, como han afirmado, o poco más, algunas ideologías racistas modernas. El factor "sangre" o "raza" tiene su importancia, por que no es en lo mental ‑en el cerebro y en las opiniones del individuo‑ sino en las fuerzas más profundas de vida donde viven y actúan las tradiciones en tanto que energías típicas y formadoras([7]). La sangre registra los efectos de esta acción, y ofrece, a través de la herencia, una materia ya afinada y preformada, tal que a lo largo de generaciones, realizaciones similares a las originarias estén preparadas y puedan desarrollarse de forma natural y casi expontánea. Es sobre esta base ‑y solo sobre esta base‑ que el mundo de la Tradición, como se verá, reconoce a menudo el carácter hereditario de las castas e impone la ley endogámica. Pero, si se considera la Tradición allí donde el régimen de las castas fue precisamente el más riguroso, es decir, en la sociedad indo‑aria, el simple hecho del nacimiento, aunque necesario, no era considerado suficiente: era preciso que la cualidad virtualmente conferida por el nacimiento fuera actualizada mediante la iniciación. Tal como hemos indicado ya, se llega hasta a afirmar en el Manavadharmashastra que el arya mismo, mientras no ha pasado por la iniciación o "segundo nacimiento", no es superior al shudra. Así mismo, las tres diferenciaciones especiales del fuego divino servían de almas a los tres pishtra iranios los más elevados en la jerarquía y la pertenencia definitiva a ésta era confirmada igualmente por la iniciación. Así, incluso en estos casos, era preciso no perder de vista la dualidad de los factores, no confundir el elemento formador con el elemento formado, lo condicionante con lo condicionado. Las castas superiores y las aristocracias tradicionales, y de una forma más general, las civilizaciones y las razas superiores ‑las cuales, en relación a las demás, tienen la misma posición que las castas, que han recibido una consagración en relación a las castas plebeyas de los "hijos de la Tierra"‑ no se explican por la sangre, sino a través de la sangre, por algo que va más allá de la sangre misma y que posee un carácter metabiológico.

Cuando esta "cosa" tiene verdaderamente poder, cuando constituye el núcleo más profundo y sólido de una sociedad tradicional, mientras una civilización puede mantenerse y reafirmarse frente a mezclas y alteraciones étnicas que no presentan un carácter netamente destructor, puede incluso reaccionar sobre los elementos heterogéneos, formarlos, reducirlos gradualmente a su tipo o reproducirse asi, en tanto, podríamos decir, que nueva unidad "expansiva". Incluso en los tiempos históricos, no faltan ejemplos de este tipo: China, Grecia, Roma, el Islam. Cuando la raíz generadora "de lo alto" deja de estar viviente en una civilización y su "raza del espíritu" está postrada o quebrada, es en ese momento cuando ‑paralelamente a su secularización y a su humanización‑ su declive ha comenzado([8]). En esta situación disminuida, las únicas fuerzas sobre las cuales es aun posible contar son las de una sangre que, por raza e instinto, lleva aun en él, atávicamente, como eco, la impronta del elemento superior desaparecido: y solo desde este punto de vista la tesis "racista" de la defensa de la pureza de la sangre puede tener una razón de ser, al menos para impedir, o retardar la desembocadura fatal del proceso de degeneración. Pero prevenir verdaderamente esta desembocadura es imposible sin un despertar interior.

Podemos desarrollar consideraciones análogas respecto al valor y a la fuerza de las formas, los principios y las leyes tradicionales. En un orden social tradicional es preciso que haya hombres en quienes el principio sobre el cual se apoyan, por grados, las diversas organizaciones, legislaciones e instituciones, sobre el plano del ethos y del rito, esté verdaderamente presente en acto, no siendo un simulacro a exterior, sino una realización espiritual objetiva. Es preciso, en otros términos, que un individuo o una élite estén a la altura de la función "pontifical" de los señores y de los mediadores de las fuerzas de lo alto. Mientras que quienes son solo capaces de obedecer, y no puedan asumir la ley más que a través de la autoridad y la tradición exterior, comprendan porqué deben obedecer y su obediencia ‑tal como hemos dicho‑ no sea estéril, sino que les permita participar efectivamente en la fuerza y en la luz. Al igual que al paso de una corriente magnética en un circuito principal se producen corrientes inducidas en otros circuitos dispuestos sincrónicamente, así mismo, en aquellos que no siguen más que la forma y el rito, pero con un "corazón puro y fiel", pasa invisiblemente una parte de la grandeza, de la estabilidad y de la "fortuna" que se encuentran reunidos y vivientes en la cúspide de la jerarquía. Mientras la tradición es sólida, el cuerpo es uno y todas sus partes se encuentran relacionadas por un lazo oculto más fuerte que las contingencias exteriores.

Pero cuando no existe en el centro más que una función que se sobrevive a sí misma, cuando los atributos de los representantes de la autoridad espiritual y real no son más que nominales, mientras la cúspide se disuelve, el apoyo desaparece, la vía solar se cierra([9]). Muy expresiva es la leyenda según la cual las gentes de Gog y Magog ‑que, tal como hemos dicho pueden simbolizar las fuerzas caóticas y demoníacas frenadas por las estructuras tradicionales‑ atacan cuando perciben que nadie hace sonar las trompetas sobre la muralla con la cual un emperador les había cerrado el camino, y solamente es el viento quien produce el sonido. Los ritos, las instituciones, las leyes y las costumbres pueden aun subsistir durante un cierto tiempo, pero su significado se ha perdido, su virtud está paralizada. No son más que algo abandonada a su suerte y, una vez entregadas a si mismas, secularizadas, se fracturan como la arcilla reseca al margen de todos los esfuerzos con los cuales se intenta mantener desde el exterior, incluso por la violencia, la unidad perdida; se desfiguran y se alteran cada día más. Pero mientras quede una sombra, y en tanto que subsista en la sangre un eco de la acción del elemento superior, el edificio pérmanece en pié, el cuerpo parece tener aun un alma, el cadáver ‑según la imagen de Gobineau‑ camina y puede aun abatir lo que encuentra en su paso. Cuando el último residuo de la fuerza de lo alto y de la raza del espíritu está agotada en las generaciones sucesivas, no queda nada: ningún lecho contiene ya al torrente, que se dispersa en todas direcciones. El individualismo, el caos, la anarquía, el hibrys humanista, la degeneración, hacen su aparición por todas partes. El dique se rompe. Incluso cuando subsiste la apariencia de una grandeza antigua, basta el menor choque para hacer hundir un Estado o un Imperio. Lo que podrá reemplazarlo será su inversión arimánica, el Leviatán moderno omnipotente, la entidad colectiva mecanizada y "totalitaria".

Desde la preantigüedad hasta nuestro días, tal es la "evolución" que nos será preciso constatar. Tal como veremos, del mito lejano de la realiza divina, regresando de casta en casta, se llegará hasta las formas sin rostro de la civilización actual, donde se despierta, de una forma rapida y avasalladora, en las estructuras mecanizadas, el demonismo del puro demos y del mundo de las masas.



([1])Expresiones de G. de GIORGIO (Azione e contemplazione, en "La Torre", nº 2, 1930).

([2])GOBINEAU, Essai sur 'inegalité des races humaines, París, 1884, pag. 1.

([3])GOBINAU (op. cit., pag. 10), dice con razón: "Lejos de descubrir en las sociedades jóvenes una superioridad moral, no dudo que las sociedades, envejeciendo, y en consecuencia aproximàndose a su caida, no presentan a los ojos del censor un estado mucho más satisfactorio".

([4])LAO‑TSE, Tao‑te‑king, XXXVIII.

([5])Para la crítica de las causas presumidas del crepúsculo de las civilizaciones, cf. GOBINEAU, op. cit., pag. 16‑30, 77.

([6])Sobre la noción competa de raza y las relaciones entre la raza del cuerpo, del alma y del spíritu, cf. nuestra obra: Sintesi di dottrina della razza, Milán, 1941.

([7])Si por "religión" se entiende simplemente el fenómeno devocional, hecho de creencias y sentimientos subjetivos ‑es decir, esencialmente humanos‑ que ha sucedido al poder antiguo del rito y a la función objetiva de los mediadores divinos, se debe reconocer con GOBINEAU, (op. cit., cap. II) que el debilitamiento de las ideas religiosas no es tampoco la verdadera causa del declive de las civilizaciones.

([8])Podemos tomar en consideración la tesis de A. J. TOYNBEE (A study of History, London, 1941) según la cual, a parte de algunas excepciones, no hay ejemplos de civilizaciones que hayan sido asesinadas, sino civilizaciones que han muerto. Por todas partes donde la fuerza interior subsiste y no abdica, las dificultades, los peligros, los ambientes hostiles, los ataques e incluso las invasiones se vuelven un estimulante, en un desafío que obliga a esta fuerza a reaccionar, de una forma creadora. Toynbee ve incluso en este desafío la condición para la afirmación y el desarrollo de las civilizaciones.

([9])Según la tradición hindú (Mânavadharmashastra, IX, 301‑302), del estado de los reyes, dependen las cuatro grandes edades del mundo, o yuga: y la edad oscura, kâli‑yuga, corresponde a aquel donde la función real duerme; la edad de oro, a aquel donde el rey reproduce aun las acciones simbólicas de los dioses arios.


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