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El Misterio del Grial - Epílogo. XXIX. Inversión del gibelinismo. Consideraciones finales.

El Misterio del Grial - Epílogo. XXIX. Inversión del gibelinismo. Consideraciones finales.

Biblioteca Julius Evola.- En este capítulo final de "El Misterio del Grial", Evola incide en uno de los puntos que le separan de René Guénon: el papel de la masonería en la restauración de un orden tradicional y el sentido mismo de la masonería. Para Evola no hay la menor duda -y lo demuestra con un abundante material dificilmente cuestionable en tanto emanado de la propia masonería- que esta institución no es sino una "inversión del gibelinismo" y que no existe absolutamente ninguna relación doctrinal ni línea de continuidad entre el templarismo y la masonería, salvo una imitación muy exotérica, por lo demás, del templarismo por parte de la masonería especulativa. Era el remate final a una obra densa y esclarecedora.

 

EPÍLOGO

XXIX. INVERSIÓN DEL GIBELINISMO CONSIDERACIONES FINALES

Como nuestra investigación ha considerado también las interferencias entre organizaciones iniciáticas y corrientes históricas, será oportuno decir algo - a modo de conclusión - sobre las relaciones existentes entre lo que hemos llamado la «herencia del Grial», o sea el alto gibelinismo, y las sociedades secretas de los tiempos modernos, particularmente las que a partir de la Ilustración se han definido en forma de masonería. Naturalmente, tendremos que limitarnos aquí a lo esencial. Ya en la llamada secta de los Iluminados de Baviera tenemos un ejemplo típico de la inversión de tendencias a la que hace poco hemos aludido. Ello resulta ya del cambio experimentado por el propio término «Iluminismo» [“Ilustración”] que en su origen estaba relacionado con la idea de una iluminación espiritual suprarracional, pero que posteriormente, por el contrario, se fue haciendo sinónimo de racionalismo, de teorías de las «luces naturales», y de antitradición. A este respecto, se puede hablar de un uso falseado y «subversivo» del derecho propio del iniciado, del adepto. El iniciado, si es verdaderamente un iniciado, puede situarse más allá de las formas históricas contingentes de una tradición particular; puede señalar - cuando reciba el mandato para ello – sus limitaciones y ponerse por encima de sus autoridades; puede rechazar el dogma, porque posee algo más, el conocimiento trascendente, y, en un orden de ideas bien distintas, sabe de la inviolabilidad de este conocimiento; finalmente, puede reivindicar para sí la dignidad de un ser libre, porque se ha desligado de los vínculos de la naturaleza inferior, humana.

Del mismo modo, los «libres» son también los «pares», y su comunidad puede ser concebida como una «confraternidad». Pues bien, basta materializar, laicizar y democratizar estos aspectos del derecho iniciático y traducirlos en sentido individualista, para tener inmediatamente los principios-base de las ideologías subversivas y revolucionarias modernas. La luz de la mera razón humana sustituye a la «iluminación» y da origen a las destrucciones del «libre examen» y de la crítica profana. Lo sobrenatural queda arrinconado o se confunde con lo natural. La libertad, la igualdad y la paridad se convierten en las nociones prevaricadoramente reivindicadas por el individuo «consciente de su dignidad» - pero no consciente de su esclavitud frente a sí mismo -, para levantarse contra toda forma de autoridad y constituirse ilusoriamente en razón última de sí mismo, y decimos ilusoriamente porque, en la inexorable concatenación de las distintas fases de la decadencia moderna, el individualismo ha tenido la duración de un breve espejismo y de una falaz embriaguez, y el elemento colectivo e irracional, en la época de las masas y de la técnica, no ha tardado en absorber al individuo «emancipado», o sea, desarraigado y sin tradición.

Ahora bien, a partir del siglo XVIII surgen grupos que favorecen las llamadas sociétés de pensée, grupos que ostentan carácter iniciático mientras que se entregan más o menos directamente a esa obra revolucionaria y «reformista» de «iluminismo» y de racionalismo. Algunos de esos grupos eran efectivamente la continuación de organizaciones anteriores de tipo regular y tradicional. Así, hay que pensar a este respecto en un proceso de involución impulsado hasta un punto en que, al retirarse el principio animador originario de estas organizaciones, pudo realizarse una verdadera inversión de polaridades: influencias de un orden completamente distinto fueron a insertarse y a actuar en organismos que, más o menos, representaban el cadáver o la supervivencia automática  de lo que anteriormente habían sido, utilizando y dirigiendo sus fuerzas en sentido opuesto al que precisamente había sido el suyo normal y tradicionalmente. El prólogo, que no sólo es pura fantasía (ya que utiliza datos tomados del proceso a este personaje), del Joseph Balsamo, de A. Dumas, donde un jefe, que se presenta como Gran Maestre Rosacruz, da como consigna - en una reunión secreta de «iniciados» procedentes de todas las naciones - las iniciales L. D. P. (lilia destrue pedibus, o sea, destruye y pisotea a la Casa de Francia), puede servirnos como reflejo del clima propio de las logias y de las asambleas de los iluminados y de grupos afines, que promovieron la «revolución intelectual» que finalmente acabaría desencadenando la oleada de las revoluciones políticas, del 89 al 48.

Pero la contradictoria duplicidad de los dos motivos - o sea, por una parte supervivencias del ritualismo jerárquico simbólico e iniciático, y por otra la profesión de ideologías completamente opuestas a las que se podrían deducir de cualquier auténtica doctrina iniciática - queda clara sobre todo en la masonería moderna. Parece ser que esta masonería se organizó positivamente en el período de los rumores rosacruces y de la posterior partida de Europa de los verdaderos Rosacruces. Elias Ashmole, del que se dice que desempeñó un importante papel en la organización de la primera masonería inglesa, vivió entre 1617 y 1692. No obstante, casi todo el mundo está de acuerdo en que la masonería, en su forma actual de asociación semisecreta militante, no se remonta más allá del 1704, y en 1717 fue cuando se fundó la Gran Logia de Londres. Como antecedentes positivos no fantasiosos, la masonería adoptó sobre todo las tradiciones de determinados gremios medievales, en las que los elementos principales del arte de construir, de edificar, se adoptaban simultáneamente conforme a un significado alegórico e iniciático. Así, la construcción del Templo podía convertirse en sinónimo de la misma «Gran Obra» iniciática; el desbaste de la piedra tosca para convertirla en piedra escuadrada podía aludir al cometido preliminar de formación interna, etc. Podemos admitir que hasta principios del siglo XVIII la masonería conservó este carácter iniciático y tradicional por el que, con referencia al cometido de una acción interior, fue llamada «operativa». En 1717, con la ya citada fundación de la Gran Logia de Londres y el establecimiento de la llamada «masonería especulativa» continental, se llevó a cabo la suplantación y la inversión de esas polaridades de las que ya hemos hablado. Como «especulación» se empleó de hecho la  ideología ilustrada, enciclopedista y racionalista, en conexión con la correspondiente interpretación desviada de los símbolos, y la actividad de la organización se concentró resueltamente en el plano político-social, si bien empleando preponderantemente la táctica de la acción indirecta y maniobrando con influencias y sugestiones cuyo primer origen resultaba difícil localizar.

Se afirma que esta transformación se efectuó sólo en algunas logias, mientras que otras conservaban su carácter iniciático y operativo incluso después de 1717. En efecto,  tal carácter puede detectarse en los ambientes masónicos a los que pertenecieron un Martinez de Pasqually, un Claude de St. Martin y el propio Joseph de Maistre. Mas, por otra parte, hay que considerar la posibilidad de que esta masonería entrase por sí sola en una fase de degeneración, que no pudiese nada contra el fortalecimiento de la otra y que prácticamente fuese finalmente arrastrada por ésta. Tampoco se desarrolló ninguna acción, por parte de la masonería - que se supone que seguía siendo iniciática -, para desaprobar y reprobar a la otra, para condenar su actividad político-social y para impedir que en todas partes se la considerase propia y oficialmente masonería.

Refiriéndonos, pues, a la masonería «especulativa», en ella los vestigios iniciáticos quedaron limitados a una supraestructura ritual que, especialmente en la masonería de rito escocés, tuvo carácter inorgánico y sincretista, a causa de los muchos grados que seguían a los tres primeros (Ios únicos que tienen alguna conexión efectiva con las anteriores tradiciones gremiales), y se tomaron símbolos de las tradiciones iniciáticas más variadas, visiblemente para dar la impresión de haber recogido las herencias de todas. Así, en esta masonería encontramos también varios elementos de la iniciación caballeresca, del hermetismo y de la Rosacruz. Figuran entre ellos «dignidades» como las de «Caballero de Oriente y de la Espada», «Caballero del Sol», «Caballero de las dos Águilas», «Príncipe Adepto», «Dignatario del Sacro Imperio», «Caballero Kadosh» (es decir, en hebreo, «Caballero Santo»), equivalente a «Caballero Templario», y «Príncipe Rosacruz».

En general - y este punto tiene para nosotros especial significado - se observa una ambición particular, por parte de la masonería de rito escocés, en remitirse precisamente a la tradición templaria. De esta forma se pretende que, al menos siete de sus doce grados, son de origen templario, además del 30°, que lleva explícitamente la designación de Caballero Templario en gran número de logias. Una de las joyas del grado supremo de toda la jerarquía (el 33°) - una cruz teutónica - lleva las siglas J. M. B., que se explican mayoritariamente como iniciales de Jacopus Burgundus Molay, que fue el último Gran Maestre de la Orden del Temple, y «De Molay» se encuentra también como «palabra de tránsito» de este grado, casi como si los que en él son iniciados fuesen a tomar de nuevo su dignidad y función de manos del jefe de la destruida Orden gibelina. Por lo demás, la masonería escocesa pretende haber recibido muchos de sus elementos de una organización más antigua, llamada del «Rito de Heredom». Esta expresión la traducen varios autores masónicos como «rito de los herederos», entendidos precisamente como herederos de los templarios. Según la correspondiente leyenda, los escasos templarios supervivientes se retiraron a Escocia, donde se pusieron bajo la protección de Robert Bruce, que los agregó a una preexistente organización iniciática de origen gremial, que entonces adoptó el nombre de «Gran Logia real de Heredom».

Cualquiera puede ver el alcance de estas referencias por lo que se refiere específicamente a lo que hemos llamado «la herencia del Grial», si tuviesen un fundamento real: proporcionarían a la masonería nada menos que un título de ortodoxia tradicional. Pero la realidad es que las cosas son muy distintas. Se trata aquí de una usurpación; lo que se constata no es una continuación, sino una inversión de la tradición anterior. Ello resulta de modo característico si consideramos en su propio conjunto el citado grado 30° del rito escocés, que en algunas logias tiene por consigna: «El desquite de los templarios». La «leyenda» que se refiere en él recoge el motivo al que hemos aludido: los templarios, que encuentran refugio en ciertas organizaciones secretas inglesas, crean en ellas este grado, en un intento de reorganizar su Orden y llevar a cabo su venganza. Ahora bien, la ya citada inversión del gibelinismo no podría encontrar una expresión más clara que en esta elucidación del ritual: «La venganza templaria no se abatió sobre Clemente V el día en que sus huesos fueron entregados al fuego por los calvinistas de Provenza, sino el día en que Lutero levantó a media Europa contra el Papado en nombre de los derechos de la conciencia. y la venganza no se abatió sobre Felipe el Hermoso el día en que sus restos fueron arrojados entre los desechos de Saint Denis por una plebe delirante, ni tampoco el día en que su último descendiente, revestido del poder absoluto, salió del Templo, convertido en prisión del Estado, para subir al patíbulo, sino el día en que la Asamblea Constituyente francesa proclamó, frente a los tronos, los derechos del hombre y del ciudadano». Que posteriormente el nivel del plano del individuo - el «hombre» y el «ciudadano» - acabe por descender hasta el de las masas anónimas, y de sus dirigentes disfrazados, resulta de una historia relacionada con el ritual de los distintos grados (en el Rito Escocés del Supremo Consejo de Alemania, figuraba la misma en el 4° grado, llamado del «Maestro secreto»). Se trata de la historia de Hiram, el constructor del Templo de Jerusalén, que, frente al sagrado rey Salornón, demuestra tener sobre las masas un poder tan prodigioso, que «el rey, que tenía fama de ser uno de los más grandes sabios, descubrió que más allá del suyo hay un poder, un poder que, en el futuro, conocerá su propia fuerza, ejercerá una soberanía más grande que la suya (o sea, de Salomón). Este poder es el pueblo (das Volk)», y se añade: «Nosotros, los masones de rito escocés, vemos en Hiram la personificación de la humanidad.» Pues bien, el rito, al hacerlos «Maestros secretos», se supone que confiere a los iniciandos masones la misma naturaleza de Hiram, o sea, debe hacerlos copartícipes de ese misterioso poder de mover la humanidad como pueblo, como masa, poder que se supone superior al del propio sagrado rey simbólico.

En cuanto al grado específicamente templario (el 30°), conviene notar además, en su rito, la confirmación de la asociación del elemento iniciático con el elemento subversivo antitradicional, lo cual dará al primero necesariamente los caracteres de una contrainiciación efectiva allí donde el propio rito no se reduzca a una ceremonia vacía, sino que ponga en movimiento fuerzas sutiles. En el grado en cuestión, el iniciado que derriba las columnas del Templo y pisotea la cruz, al ser admitido tras ello en el Misterio de la escalera ascendente y descendente de siete escalones, es el que debe jurar venganza y concretar ritualmente ese juramento arremetiendo con un puñal contra la Corona y la Tiara, o sea los símbolos del doble poder tradicional, de la autoridad real y de la pontificia, expresando con ello el sentido de cuanto la masonería, como fuerza oculta de la subversión mundial, ha propiciado en el mundo moderno empezando por la preparación de la Revolución francesa y de la constitución de la democracia americana, pasando por los movimientos del 48 para llegar hasta la Primera Guerra Mundial, la revolución turca, la revolución de España y otros acontecimientos análogos. Allí donde, en el ciclo del Grial, como hemos visto, la realización iniciática se concibe de tal forma que va ligada al compromiso de hacer resurgir al rey, en el indicado rito tenemos exactamente lo opuesto, o sea, el falseamiento de una iniciación ligada al juramento (a veces, con la fórmula: «Victoria o muerte»), de atacar o subvertir toda autoridad de lo alto.

De todos modos, para lo que aquí nos interesa, el lado esencial de estas consideraciones consiste en indicar el punto en que se detiene la «herencia del Grial» y tradiciones iniciáticas análogas y en el que, aparte de posibles pervivencias de nombres y símbolos, no puede comprobarse ya ninguna filiación legítima de estas tradiciones. En el caso específico de la masonería moderna, por un lado su confuso sincretismo, el carácter artificial de la jerarquía de la inmensa mayoría de sus grados - carácter evidente incluso para un profano -, la trivialidad de las exégesis corrientes, moralistas, sociales y racionalistas, aplicadas a varios elementos no originales, que encierran en sí un contenido efectivamente esotérico..., todo eso nos llevará a ver en ella un ejemplo típico de organización pseudoiniciática. Pero considerando por otra parte la «dirección de eficacia» de la organización que nos ocupa con referencia a los elementos puestos de relieve anteriormente y a su actividad revolucionaria, se tiene la sensación precisa de estar ante una fuerza que, en el campo del espíritu, actúa precisamente contra el espíritu, una fuerza oscura de antitradición y de contrainiciación. Y entonces es muy posible que sus ritos sean menos inofensivos de lo que pueda creerse, y que en muchos casos tales ritos, sin que se den cuenta los que participan en ellos, establezcan precisamente contacto con esa fuerza, que no capta la conciencia ordinaria.

Una última alusión. En la leyenda del 32° grado del rito escocés («Sublime Príncipe del Secreto real») se alude a menudo a la organización y la inspección de fuerzas (que se reclutan en varios «campamentos» ) que, una vez conquistada «Jerusalén», deberán construir en ella el «Tercer Templo», que se identifica con el «Sacro Imperio», como «Imperio del mundo» . Pues bien, se ha discutido mucho sobre los llamados Protocolos de los Sabios de Sión, que contienen el mito de un detallado plan de conjura contra el mundo tradicional europeo. Y decimos «mito» deliberadamente, tratando con ello de dejar abierta la cuestión de la veracidad o falsedad de ese documento, explotado a menudo por un vulgar antisemitismo. Lo cierto es que este documento, como otros varios semejantes, aparecidos aquí y allí, tiene valor sintomático, ya que los principales acontecimientos de la historia contemporánea producidos tras su publicación han presentado una impresionante concordancia con el plan en él descrito. Por lo general, tales escritos reflejan la oscura sensación de que existe una «inteligencia» rectora tras los hechos más característicos de la subversión moderna.

En consecuencia, y sea cual fuere la finalidad práctica de su divulgación o - si son falsos o inventados - de su compilación, han recogido «algo que flotaba en el aire» y que la historia va confirmando paso a paso. Mas precisamente en los Protocolos vemos reaparecer también la idea de un futuro imperio universal y de organizaciones que trabajan subterráneamente para su advenimiento, si bien con una falsificación que podemos llamar satánica, ya que lo que se halla efectivamente en primer plano es la destrucción y la erradicación de todo cuanto es tradición, valores de la personalidad y verdadera espiritualidad. El presunto Imperio es sólo la suprema concreción de la religión del hombre terrenalizado, que se ha convertido en última razón de sí mismo y que tiene a Dios por enemigo. Es el tema con el que nos parece que deben concluirse el spengleriano «ocaso de Occidente» y la Edad oscura -kali-yuga- de la antigua tradición hindú.

* … * … *

Para terminar, será oportuno que nos refiramos a la razón de ser del presente libro. Evidentemente, nuestro fin no ha sido el de incrementar con otra contribución la numerosa serie de ensayos crítico-literarios sobre los temas aquí tratados. En este campo, nuestro libro, como máximo, podrá tener un valor en la medida en que demuestra la fecundidad del método que, opuesto al de las corrientes investigaciones académicas, hemos llamado «tradicional».

Una intención más esencial ha sido especificar la naturaleza del contenido espiritual de la materia examinada. En este aspecto, el presente libro entronca con las demás obras que hemos escrito con intención de señalar las deformaciones sufridas por las doctrinas y los símbolos tradicionales por obra de autores y corrientes de los tiempos modernos. En el curso de nuestra exposición nos hemos referido, por ejemplo - en lo concerniente al ciclo del Grial -, a la falsificación que de su espíritu y de sus temas hizo Richard Wagner. Se ha llegado al punto de que si el gran público sabe algo del Grial, de Parsifal y todo lo demás, lo sabe únicamente en relación con el modo arbitrario, diluido y misticizante con el que la ópera musical de Wagner ha presentado la saga, a partir de una incomprensión fundamental: incomprensión que además mostró también en la utilización de muchos temas de la antigua mitología nórdico-germánica para su «Anillo de los Nibelungos». Lo mismo debe decirse sobre las interpretaciones de cierto espiritualismo que, a menudo influido también por el wagnerismo y carente de todo conocimiento serio y directo de las fuentes, ha tomado diletantemente el ciclo del Grial como si fuese un presunto «esoterismo cristiano», entretejido con fantasías de todo tipo, en grupitos y conventículos.

Hemos mostrado que, por el contrario, los temas fundamentales del Grial no son cristianos sino precristianos, y hemos visto que tienen que ver con un orden tradicional de ideas marcadas por la espiritualidad regia y heroica. En el ciclo en cuestión, los elementos cristianos son sólo secundarios y para protegerse; derivan de un intento de adaptación que nunca logró terminarse, como demuestra la sustancial heterogeneidad de inspiración. Como en otros casos, también aquí ha de considerarse carente de todo fundamento el esfuerzo por fabricar un inexistente «esoterismo cristiano».

Presentado como presunto Misterio cristiano, el del Grial carece, además, de la especial y esencial relación con un cometido y con un ideal que, como hemos visto, van más allá del puro plano iniciático y se proponen también en Occidente en el interior de un determinado ciclo histórico.

Con ello se muestra otra finalidad del presente estudio, finalidad que debe de habérsele hecho bastante visible al lector gracias a las últimas consideraciones que hemos expuesto a propósito de la involución del gibelinismo. Hoy se ha llegado tan bajo en este sentido, que la palabra «gibelinismo» se ha empleado, en las polémicas políticas, para designar la defensa del derecho de un Estado «laico», «moderno» y aconfesional, contra las injerencias de la Iglesia católica y de partidos clericales en el campo político, social y cultural. Esperamos que el conjunto de nuestra exposición haya mostrado claramente que éste es uno de los casos más lamentables de la pérdida del significado originario de un término. En su esencia, el gibelinismo ha sido sólo una forma de reaparición del ideal sagrado y espiritual - más aún, en las fuentes indicadas por nosotros, incluso iniciático – de la autoridad propia del jefe de una organización política de carácter tradicional, y, por tanto, exactamente opuesto a todo lo que es «laico» y, en el sentido degradado moderno, político y estatal.

Podemos preguntarnos si el hecho de sacar a la luz este contenido del gibelinismo, del reino del Grial y del templarismo puede tener hoy otro sentido aparte del de restablecer la verdad frente a las citadas incomprensiones y falsificaciones. La respuesta a esa pregunta debe permanecer indeterminada. Ya en el mero campo de las ideas, el carácter de la cultura hoy dominante es tal que la mayoría no puede ni siquiera concebir de qué se trata. Por lo demás, sólo una exigua minoría podría comprender que, así como las órdenes ascéticomonásticas desempeñaron un cometido fundamental en el caos material y moral que provocó la caída del Imperio Romano, así también una Orden, en el sentido de un nuevo Templarismo, sería de importancia decisiva en un mundo que, como el actual, presenta formas mucho más claras de disolución y desmoronamiento que aquel período. El Grial mantiene el valor de un símbolo en el que se supera la antítesis entre «guerrero» y «sacerdote» e incluso el equivalente moderno de esa antítesis, o sea las formas materializadas, y en este caso muy bien podríamos decir luciferinas, telúricas o titánicas, de la voluntad de poder por una parte, y, por otra, las formas «lunares» de la superviviente religión de fondo devocional y de confusos impulsos místicos y neoespiritualistas hacia lo sobrenatural y lo ultramundano.

Si nos limitamos a considerar al individuo y a algunos individuos, el símbolo sigue manteniendo un valor intrínseco, indicativo para un determinado tipo de formación interior. Pero sería muy aventurado pasar de ello al concepto de una Orden, de un moderno Templarismo, y creer que, aun cuando pudiese tomar forma, estaría en condiciones de influir directa y sensiblemente en las fuerzas históricas generales hoy dominantes y en procesos irreversibles. Ya los rosacruces - los rosacruces auténticos - juzgaron vano, en el siglo XVIII, un intento de este tipo. Por tanto, incluso el que hubiese recibido la «espada» debería esperar, para empuñarla: el momento justo sólo puede ser aquel en el que unas fuerzas que todavía no han encontrado freno, encuentren límite debido a un deterrninismo intrínseco y se cierre un ciclo; o aquel en el que incluso, frente a situaciones existenciales extremas, un instinto desesperado de defensa surgido de lo más Profundo (estamos por decir de la mémoire de sang) llegado el caso puede revivificar y dar fuerza a ideas y mitos ligados al acervo de tiempos mejores. Consideramos que antes de esto, un posible Templarismo puede revestir sólo un carácter defensivo interno en relación con el cometido de mantener inaccesible la simbólica - aunque no sólo simbólica - «fortaleza solar».

Ello aclarará el significado último y no peregrino que puede tener un estudio serio y comprometido de los testimonios y motivos de la saga templaria y del alto gibelinismo. En efecto, comprender y vivir tales motivos significa penetrar en un campo de realidades suprahistóricas y, por eso mismo, alcanzar gradualmente incluso la certeza de que el Centro invisible e inviolable, el soberano que debe despertarse, el propio héroe vengador y restaurador, no son fantasías de un pasado muerto, más o menos romántico, sino la verdad de aquellos que hoy son los únicos que con toda legitimidad pueden llamarse vivientes.

 

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