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El Misterio del Grial - Capítulo II - El ciclo del Grial. XXIII. El Grial como misterio gibelino

El Misterio del Grial - Capítulo II - El ciclo del Grial. XXIII. El Grial como misterio gibelino

Biblioteca Julius Evola.- El concepto que se tiene del gibelinismo es completamente erróneo: no es que a su lado se alinearan los partidarios del poder civil, contra los guelfos, partidarios del papa y, por tanto, del poder espiritual, es que en el gibelinismo permanecía viva la antigua tradición en la que poder espiritual y poder temporal estaban íntimamente unidos y se consideraban inseparables. Era el orden de Melquisedek en lugar del orden de Abraham. El Emperador en la concepción gibelina estaba presente el doble poder espiritual y material

 

XXIII. EL GRIAL COMO MISTERIO GIBELINO

Precisamente en relación con este punto cabe pasar a considerar brevemente el problema particular referente al significado que la idea de la realeza del Grial y de la Orden del Grial pudo tener en el conjunto de las fuerzas, tanto visibles como secretas, que actuaron en el período histórico en que se difundieron dichas sagas.

Hemos dicho ya que el devenir invisible o inaccesible de todo aquello con lo que las tradiciones de varios pueblos han representado y conservado el recuerdo del centro y de la tradición primordial simboliza el pasar de lo manifiesto a lo oculto de un poder que no por ello se considera menos real. Ese reino del Grial - ese centro que, como dice Wolfram von Eschenbach, a formar parte de él están llamados los elegidos de todas las tierras, del cual parten caballeros para lejanos países, en misiones secretas, y que, por último, es «semillero de reyes» -, es la sede desde donde éstos son enviados a varias naciones, cuyos reyes nadie sabrá jamas de «dónde» vienen verdaderamente y cuál es su «raza» y su «nombre»; el signo del Grial inaccesible e inviolable sigue siendo una realidad incluso en la forma en la que no se lo puede relacionar con ningún reino de la historia. Es una patria que nunca podrá ser invadida, a la que se pertenece por un nacimiento distinto del físico, por una dignidad distinta de todas las del mundo y que une en una cadena irrompible a hombres que pueden aparecer dispersos en el mundo, en el espacio y en el tiempo, en las naciones. En nuestros escritos hemos tenido ocasión de volver a menudo sobre esta enseñanza.

En este sentido esotérico, el reino del Grial, así como el reino de Arturo, el reino del  reste Juan, Tule, Avalón, etc, siguen existiendo. El término non vivit de la fórmula sibilina vivit non vivit, desde este punto de vista, no alude a él. En su carácter «polar», este reino es inmóvil, no se traslada más o menos cerca de los diversos puntos de la corriente de la historia, sino que es la corriente de la historia, y son los hombres y los reinos de los hombres los que pueden trasladarse más o menos cerca de él.

Ahora bien, durante cierto período, el medievo gibelino pareció presentar al máximo esa aproximación, pareció ofrecer suficientes condiciones para que el «reino del Grial» pasase de oculto a manifiesto, se afirmase como una realidad simultáneamente interior y exterior, en una unidad de la autoridad espiritual y del poder temporal, como en sus orígenes. Por eso puede decirse que la realeza del Grial constituyó el remate del mito imperial medieval, la extrema profesión de fe del gran gibelinismo, vivo más que nada como clima en un momento dado, expresándose, por tanto, más a través de la saga y la figuración fantástica o «apocalíptica» que a través de la conciencia meditada y la ideología unilateralmente política de aquel tiempo; y eso por igual razón que, a menudo, lo que en el ser individual se mueve de demasiado hondo y peligroso para la conciencia de vigilia, vemos que cobra menos expresión en las formas claras de ésta que en los símbolos del sueño y de la espontaneidad subconsciente.

La comprensión profunda de la Edad Media desde este punto de vista nos obligaría a exponer de nuevo las líneas de esa metafísica general de la historia occidental que hemos trazado ya en otro lugar. Por lo que sólo recordaremos aquí algunos puntos de forma axiomática.

La decadencia interna y, por último, el derrumbamiento político de la antigua Roma constituyó el colapso del intento de formar Occidente de acuerdo con el símbolo imperial. La posterior intervención del cristianismo, debido al tipo particular de dualismo afirmado por él y su carácter de tradición simplemente religiosa, precipitó el proceso de disociación, hasta el punto de que, tras la irrupción de las razas nórdicas, cobró forma la civilización medieval y resurgió el símbolo del imperio. El Sacro Imperio Romano fue restauratio et continuatio, por cuanto su significado último, al margen de cualquier aspecto exterior, de cualquier compromiso con la realidad contingente y, a menudo, del conocimiento limitado y de la diversa dignidad de los exponentes de su idea como individuos, fue una continuación del movimiento romano hacia una síntesis «solaf» ecuménica: continuación que implicaba, lógicamente, la superación del cristianismo y que, por lo tanto, debía entrar en conflicto con la pretendida hegemonía que alegaba cada vez más la Iglesia de Roma. En efecto, la Iglesia de Roma no podía admitir el Imperio como un principio superior al representado por ella: si acaso, en manifiesta contradicción con sus premisas evangélicas, intentó usurpar sus derechos, y así surgió el intento teocrático güelfo.

En su conjunto, la civilización medieval según la concepción corriente, que al menos como punto de partida es también la justa, resultó de tres elementos: nórdico-pagano uno, cristiano el segundo, y romano el último. El primero tuvo un papel decisivo por lo que respecta al modo de vida, la ética y la constitución social. El régimen feudal, la moral caballeresca, la civilización de las cortes, la sustancia originaria que hizo posible el arrojo de los cruzados, son inimaginables sin una referencia a la sangre y al espíritu nórdicopagano. Pero si a las razas llegadas del norte a Roma no se las considera «bárbaras» desde este punto de vista, y más bien nos aparecen aquí portadoras de valores superiores respecto de una civilización ya descompuesta en sus principios y en sus hombres, cabe hablar sin embargo de cierta barbarie, que no significa primitivismo, sino mas bien involución, por cuanto atañe a sus tradiciones propiamente espirituales. Hemos hablado de una tradición nórdico-hiperbórea primordial. De dicha tradición, en los pueblos de los períodos de las invasiones sólo pueden hallarse ecos fragmentarios, oscuros recuerdos que dejan amplio margen a la leyenda popular ya la superstición: tales que lo que aparecería en primer plano, en todo caso, serían formas de una vida ruda, guerrera y toscamente esculpida, más que todo lo que es propiamente espiritual. A este respecto, en las tradiciones nórdicogermánicas de la época, constituidas en gran parte por los Eddas, tenemos casi residuos cuyas posibilidades vitales parecen poco menos que agotadas y en las que bien poco había quedado del vasto aliento y de la tensión metafísica propia de los grandes ciclos de la tradición de los orígenes. Puede hablarse, pues, de un estado de latencia involutiva de la tradición nórdica. Pero tan pronto como se produjo el contacto con el cristianismo y con el símbolo de Roma, entró en juego una condición diferente. Este tipo de contacto actuó de modo vivificador. El cristianismo reavivó, pese a todo, el sentimiento genérico de una trascendencia, de un orden sobrenatural. El símbolo romano ofreció la idea de un regnum universal, de una aeternitas llevada por un poder imperial. Todo ello complementó la sustancia nórdica, dio puntos superiores de referencia a su ethos guerrero, hasta encaminarlo gradualmente hacia uno de esos ciclos de restauración que hemos denominado «heroicos» en un sentido especial. He aquí, pues, que del tipo del simple guerrero surge el tipo del caballero; he aquí que las antiguas tradiciones germánicas de la guerra en función del Walhalla se desarrollan hasta la épica supranacional de la «guerra sagrada» de las cruzadas; he aquí que del tipo del príncipe de una raza particular se pasa al tipo del emperador sagrado y ecuménico que afirma tener, como principio de su poder, un carácter y un origen no menos sobrenatural y trascendente que el de la Iglesia.

Ese verdadero renacimiento, ese grandioso desarrollo y esa maravillosa transmutación de fuerzas, requería, sin embargo, un último punto de referencia, un centro supremo de cristalización más elevado que la idea cristiana incluso romanizada, más alto que la ideología externa, política, del Imperio. Este punto supremo de integración se presentó precisamente en el mito de la realeza del Grial y del reino del Grial, según la estrecha relación que guardaba con muchas variantes de la «saga imperial». El mudo problema del Medievo gibelino se expresó en el tema fundamental de aquel ciclo de leyendas: la necesidad de que un héroe de las «dos espadas», superador de pruebas naturales y sobrenaturales, hiciese la pregunta, plantease la cuestión de sacar a la luz ese algo que venga y cura, que restituye a la realeza su poder, que restaura.

La Edad Media esperaba al héroe del Grial, que el jefe del Sacro Imperio Romano se convirtiese en imagen o manifestación del mismo «Rey del Mundo», y que todas las fuerzas recibiesen una nueva animación, floreciese de nuevo el Árbol seco, surgiese un ímpetu absoluto para vencer toda usurpación, todo antagonismo, todo desgarro, rigiese verdaderamente un orden solar, se manifestase también el emperador invisible, y la «Edad del Medio» - la Edad Media - tuviese también el sentido de una Edad del Centro. No hay quien, siguiendo las aventuras de los héroes del Grial hasta la famosa pregunta, no tenga la sensación clara e inequívoca de que algo, de repente, impide hablar al.autor, y que se da una respuesta trivial por callar la verdadera respuesta, pues no se trata de saber qué cosa son los objetos según el cuentecillo cristianizado o el de antiguas sagas célticas y nórdicas, sino que se trata de sentir la tragedia del rey herido o paralítico y, una vez llegados a esa realización interior cuyo símbolo es la visión del Grial, tomar la iniciativa de la acción absoluta que restaura. El poder milagrosamente redentor atribuido a la pregunta no resulta una extravagancia sino en esa medida. Preguntar equivale a plantear el problema. La indiferencia que, en el héroe del Grial, es culpa, su asistir «sin interrogar» al espectáculo del féretro, del rey superviviente, inane, muerto o que conserva una artificial apariencia de vida, una vez realizadas todas las condiciones de la caballería «terrenal» y de la «espiritual» y se haya conocido el Grial, es la indiferencia por este problema. Como hemos dicho, la del héroe del Grial es una dignidad que compromete. Ese es su carácter específico, predominante y, podemos decir también, antimístico. E, históricamente, el reino del Grial que habría recuperado un nuevo esplendor es el propio Imperio; el héroe del Grial que se habría convertido en «el Señor de todas las criaturas», aquel a quien se transmitió «el poder supremo», es el propio Emperador histórico, «Federicus», si hubiese sido el realizador del misterio del Grial, aquel que, queremos decir, él mismo se convierte en el Grial.

Existen textos en los que tal tema se da de modo aún más inmediato. El caballero elegido que ha llegado al castillo se dirige directamente al rey y casi brutalmente, saltándose todo ceremonial, le pregunta: «¿Dónde está el Grial?». Lo cual significa: «¿Dónde está el poder del que deberíais ser el representante?». De esa pregunta procede el milagro. Y aquí, los fragmentos de remotas tradiciones atlánticas, célticas y nórdicas se mezclan con imágenes confusas de la religión hebraico-cristiana. Avalón, Set, Salomón.

Lucifer, la piedra-rayo, José de Arimatea, la «Isla Blanca», el pez, el «Señor del Centro» y el simbolismo de su sede, el misterio de la venganza y de la redención, los «signos» de los Tuatha dé Danann que a su vez se confunden en la raza que llevó a tierra el Grial: todo un conjunto cuyos elementos, como nos hemos esforzado por demostrar, revelan sin embargo una unidad lógica a quien capte su esencia.

Durante cerca de siglo y medio todo el Occidente caballeresco vivió intensamente el mito de la Corte de Arturo y de sus caballeros que se entregan a la búsqueda del Grial. Fue como el progresivo saturarse de un clima histórico al que pronto siguió una brusca ruptura. Ese despertar de una tradición heroica vinculada a una idea imperial universal debía suscitar fatalmente fuerzas enemigas y conducir finalmente al choque con el catolicismo.

La verdadera razón que hizo de la Iglesia una tenaz antagonista del Imperio fue la sensación instintiva de cuál era la verdadera naturaleza de la fuerza que ganaba terreno detrás de las formas exteriores del espíritu caballeresco y de la idea gibelina. Entre los defensores del Imperio, a causa de compromisos, contradicciones e indecisiones de las que no se libró el propio Dante, sólo parcialmente hubo un entendimiento adecuado, mientras que el instinto de la Iglesia al respecto fue acertado. De ahí el drama del gibelinismo medieval, de la gran caballería, y en particular de la Orden de los templarios.

 

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