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Biblioteca Evoliana

Etica Aria (III) FIDELIDAD A LA PROPIA NATURALEZA

Etica Aria (III) FIDELIDAD A LA PROPIA NATURALEZA

Biblioteca Evoliana.- El tercer y último artículo publicado en la recopilción "Ética Aria" supone una insistencia habitual, no solo en Evola, sino en toda la filosofía clásica: "¿Quién soy yo?". Algunas escuelas sapienciales aseguran en que solamente la respuesta a esta pregunta es suficiente para alcanzar la iluminación. Por otra parte, se dice que en las dos columnas de acceso al templo de Delfos se encontraban inscritas estas dos frases: "Nada de más" como símbolo de la austeridad necesaria en la vida y "Sé tu mismo", como recuerdo de la necesidad del ser humano de encontrarse a sí mismo. Evola escribió estas líneas cuando Italia vivía los momentos más trágicos de su historia. En efecto, el artículo fue publicado en la revista "La Vita Italiana", en marzo de 1943.

III

FIDELIDAD A LA PROPIA NATURALEZA

 

Hoy más que nunca sería preciso comprender, que incluso los problemas sociales, en su esencia, siempre remiten a problemas problemas éticos y que afectan a la visión general de la vida. Quien aspira a solucionar los problemas sociales en un plano puramente técnico, sería algo parecido a un médico que únicamente se dedicara a combatir los síntomas epidérmicos de un mal, en lugar de indagar y llegar hasta la raíz profunda del problema. La mayor parte de las crisis, de los desórdenes, de los desequilibrios que caracterizan a la sociedad occidental moderna si bien, en parte, dependen de factores materiales, al menos en la misma medida también dependen de la silenciosa sustitución de una visión general de la vida por otra, de una nueva aptitud con respecto a sí mismos y a la propia suerte, celebrada como una conquista, cuando en realidad supone una desviación y una degeneración.

En el orden de cosas que aquí queremos tratar, tiene un relieve particular la oposición existente entre la ética “activista” e individualista moderna y la doctrina tradicional y su espacio dedicado a la “propia naturaleza".

En todas las civilizaciones tradicionales -aquéllas que la vacua presunción "historicista" considera "superadas" y que la ideología masónica juzga "obscurantistas"- el principio de la igualdad de la naturaleza humana siempre fue ignorado y considerado como una aberración. Cada ser tiene, con el nacimiento, una "naturaleza propia", lo que equivale a decir un rostro, una cualidad, una personalidad, siempre, más o menos, diferenciada. Según las más antiguas enseñanzas arias y también clásicas, esto no fue “casual”, sino que se consideraba como efecto de una especie de elección o determinación anterior al mismo estado humano de existencia. La constatación de la "propia naturaleza" no fue nunca el producto de la suerte o del azar. Se nace incontestablemente con ciertas tendencias, con ciertas vocaciones e inclinaciones, en ocasiones sin que sean patentes ni precisas, pero que afloran y salen a la superficie en determinadas circunstancias o pruebas. Frente a este elemento innato y distinto en cada uno de nosotros, ligado al nacimiento, si no incluso -como sugieren las enseñanzas ya señaladas- a algo que viene de más lejos, e incluso que precede al mismo nacimiento, cada uno tiene un margen de libertad.

Y esto aquí desemboca en la oposición entre las “vías” y las “éticas”: las primeras son tradicionales, las segundas son "modernas". El punto esencial de la ética tradicional es “ser uno mismo y permanecer fiel a uno mismo”. Es preciso reconocer y querer lo que se es, en vez de intentar realizarse de manera diferente a lo que se es. Eso no significa para nada pasividad y quietismo. Ser uno mismo siempre es, en cierta medida, una tarea, una forma de "mantenerse firme". Implica una fuerza, una determinación, un desarrollo. Pero esta fuerza, esta determinación, este desarrollo, tienen una base, amplía las predisposiciones innatas, se relaciona con un tipo de carácter, se manifiesta con rasgos de armonía, de coherencia consigo mismo, de organicidad en definitiva. El hombre se va construyendo, es decir, va pasando a ser “de una pieza”. Sus energías son dirigidas a potenciar y refinar su naturaleza y su carácter, a defenderlo contra cada tendencia extraña, contra cada influencia que pretenda alterarlo. 

Así la antigua sabiduría formuló principios como éste: "Si los hombres hacen una norma de acción no conforme a su naturaleza, no deberá ser considerada como norma de acción". Y también: "Mejor cumplir el propio deber aunque de forma imperfecta, que el deber de otro bien ejecutado. La muerte en cumplir el propio deber es preferible; el deber de otro tiene peligros mucho mayores". Esta fidelidad al propio modo de ser ascendió hasta alcanzar un valor religioso: "El hombre alcanza la perfección –se dice en un antiguo texto ario- adorando a aquel del cual proceden todo los vivientes y que penetra todo el universo, a través del cumplimiento del propio modo de ser". Y, finalmente: “Siempre haz lo que tenga que ser hecho, de conformidad con tu propia naturaleza, sin experimentar apego, porque el hombre que actúa con desinterés activo alcanza lo Supremo".

Todo esto se ha convertido en horrible e insoportable para la civilización moderna, especialmente cuando se hace alusión al régimen de castas. Pero se elude completamente hablar de castas y casi no se habla siquiera de "clases" y apenas se realizan alusión a "categorías sociales". Hoy se hacen saltar los "compartimentos estancos" y se "va hacia el pueblo"... Tales prejuicios son el fruto de la ignorancia y a lo sumo se explican por el hecho que, en lugar de considerar los principios de un sistema, se pasa a formas extraviadas, vacías o degeneradas del mismo. Hay que recordar que la "casta", en sentido tradicional, no tiene absolutamente nada a ver con las "clases"; la clase es una distribución completamente artificial realizada sobre una base esencialmente materialista y economicista, mientras que las castas se relacionan con la teoría de la “propia naturaleza” y la ética de la fidelidad a ella.

Por esta razón -en segundo lugar- frecuentemente aparece un régimen de castas de facto, sin fundamentación doctrinal y, por lo tanto, sin tampoco que fuera usada la palabra "casta" o una palabra parecida: tal como en cierta medida ocurrió durante la Edad Media.

Reconociendo la misma naturaleza, el hombre tradicional también reconoció su "lugar", su función y las justas relaciones de superioridad e inferioridad. Las castas o los equivalentes de las castas, antes de definir grupos sociales, definieron funciones, modos típicos de ser y de actuar. El hecho de que la casta correspondiera a las tendencias innatas y aceptadas y a la naturaleza propia de los individuos vinculados a estas funciones, determinó su pertenencia a la casta correspondiente, de modo que, en los deberes propios a ellas, cada uno pudo reconocer el cumplimiento normal de su propia naturaleza. Por eso, en el mundo tradicional, el régimen de las castas tuvo una calma y una serenidad institucional, evidente a los ojos de todos, y no se asentó sobre ningún exclusivismo, sobre abusos de autoridad o sobre la voluntad de unos pocos. En el fondo, el principio romano bien conocido “suum cuique tribuere” [dar a cada uno lo suyo. NdT] remite exactamente a la misma idea. En tanto que los seres eran considerados fundamentalmente desiguales, resulta absurdo que todo fuera accesible a todos y a cada uno; se consideraba que cada casta tenía sus elementos y leyes adecuadas a su función específica. No tenerlas implicaba una desnaturalización y una deformación.

Las dificultades que surgen en quienes viven en las condiciones actuales -muy diferentes del sistema que estamos describiendo- se relaciones con individuos que manifiestan vocaciones y aptitudes diferentes a las del grupo en el que se encuentran por nacimiento y tradición. En un mundo “normal” -esto es, tradicional- tales casos son una excepción y ello por una razón precisa: porque en aquellos tiempos los valores de sangre, de raza y de familia fueron reconocidos de forma natural y por ello se realizaba, en gran medida, una continuidad biológico hereditaria, vocacional, de cualificaciones y de tradiciones. Precisamente, ésta es la contrapartida de la ética del ser uno mismo: reducir a lo mínimo la posibilidad de que el nacimiento sea verdaderamente una casualidad y que el individuo en un momento dado de su vida se encuentre desarraigado, en disonancia con su entorno, con su familia, e incluso consigo mismo, con el propio cuerpo y la propia raza. Además, hay que señalar que el factor materialista y utilitario en estas civilizaciones y sociedades estuvo notablemente reducido y estaba subordinado a valores más altos, íntimamente experimentados. Nada parecía más digno que seguir a la propia actividad natural, que la vocación que realmente estuviera conforme al propio modo de ser, por humilde o modesta que fuera: hasta tal punto, que pudo concebirse, que quien se mantenía de conformidad a su propia función y seguía la ley de la casta, cumpliendo con impersonalidad y pureza los deberes inherentes a la misma, tenía la misma dignidad que el miembro de cualquier casta "superior": un artesano, igual a un miembro de la aristocracia guerrera o un príncipe.

De aquí también procede aquel sentido de dignidad, de calidad y de diligencia que se ha descubierto en todas las organizaciones y profesiones tradicionales; de aquí, aquel estilo, que hacía de un herrero, un carpintero o un zapatero no hombres embrutecidos por su condición sino casi como "Señores", personas que libremente tenían elección y ejercían su actividad, con amor y entrega, siempre dejando en su trabajo una huella personal y cualitativa, manteniéndose desapegados de la pura preocupación por las ganancias y los beneficios.

El mundo "moderno", sin embargo, ha optado por seguir el principio opuesto, la vía un olvido sistemático de la naturaleza propia, la vía del individualismo, del "activismo" y del arribismo. El ideal ya no es ser aquello que realmente se es, sino "construirse", aplicándose a cada actividad, al azar, o bien por consideraciones completamente utilitarias. No es actuar con fidelidad y pureza, el propio ser, sino usar todas las energías para ser lo que no se es. El individualismo, está en la base de tales puntos de vista, es decir el hombre atomizado, sin nombre ni rostro, sin raza y, sin tradición, ha pregonado, lógicamente, la pretensión de la igualdad, ha reivindicado el derecho a poder ser todo lo que cualquier otro también pueda ser, y no ha querido reconocer diferencia más verdadera y justa que la construida por sí mismo de manera artificial, en el seno de una una civilización materializada y secularizada. Como sabemos, esta desviación ha llegado al límite en los Países anglosajones y puritanos. Haciendo frente común la Ilustración masónica, la democracia y el liberalismo, se ha alcanzado un punto en el que para muchos, cada diferencia innata y natural aparece como un feo elemento "naturalista", cada punto de vista tradicional es juzgado como algo oscurantista y anacrónico y no se oye más que la absurda idea de que todo está abierto a todos, que se tengan iguales derechos e iguales deberes, que exista una única moral, común para todos que debería incluso imponerse, permaneciendo indiferentes sino hostiles antes las individuales naturales y las diferentes dignidades. De aquí, también, procede todo antirracismo, la negación de los valores de la sangre o de la familia concebida tradicionalmente. En rigor podríamos hablar, sin eufemismos, de una real "civilización" compuestas por los "excluidos de las casta", por los parias felices con su condición.

Precisamente en el marco de tal seudocivilización surgen las “clases”, grupos sociales que no tienen nada que ver con las castas, carentes de base orgánica y verdadero sentido tradicional. Las clases son agrupaciones sociales artificiales, determinadas por factores extrínsecos y casi siempre materialistas. La clase, casi siempre, tiene una base individualista; es el "lugar" que recoge a todos los que han alcanzado una misma posición social, con independencia de aquello que por naturaleza realmente son. Estas agrupaciones artificiales tienden luego a cristalizar, engendrando tensiones interclasistas. En la disgregación propia a este tipo de "civilización", también se produce la degradación de las "artes" que se convierten en simple "trabajo", el antiguo artífice o artesano se convierte en el "obrero" proletarizado, cuya tarea únicamente sirve como medio para obtener un jornal, que sabe sólo pensar en términos de "sueldos" y "horas de trabajo" y, poco a poco, va a despertar en su interior necesidades artificiales, ambiciones y resentimientos, puesto que las "clases superiores", finalmente, no muestran ningún rasgo que justifique su superioridad, sino, tan solo, una mayor posesión de bienes materiales. Por tanto, la lucha de clase es una de las consecuencias extremas de una sociedad que se ha desnaturalizado y ha terminado considerando proceso de desconocimiento de la propia naturaleza y de pérdida de la tradición, como una conquista y como un progreso.

También aquí se puede considerar una perspectiva racial. La ética individualista corresponde indudablemente a un estado de mezcla de los linajes, en la misma medida en que la ética del ser uno mismo corresponde, por otra parte, a un estado de pureza racial predominante. Allí dónde las sangres se cruzan, las vocaciones se confunden y cada vez resulta más difícil ver claramente la propia naturaleza, crece cada vez más la volubilidad interior, señal inequívoca de la falta de verdaderas raíces. Las mezclas étnicas propician el surgir y el potenciarse como conciencia del hombre como mero individuo, mientras uqe también favorecen todo lo que es actividad "libre", "creativa", en sentido anárquico, "habilidad" irónica, "inteligencia" en sentido racionalista o estérilmente crítica: todo eso, a expensas de las calidades del carácter, de un debilitamiento del sentimiento de la dignidad, del honor, de la verdad, de la rectitud, de la lealtad. Se determina así también, a nivel espiritual una situación oblicua y caótica, que para muchos de nuestros contemporáneos resulta normal; por ello, los casos de individuos llenos de contradicciones, que ignoran lo que significa vivir, que no saben lo que quieren, más allá de los bienes materiales, en contraste con la tradición, el nacimiento y su destino natural, ya no aparecen como anomalías, sino como si se tratara del orden natural de las cosas, que refutaría y demostraría lo artificial, absurdo y opresivo de la tradición, la raza y el nacimiento. 

Los que aluden habitualmente a problemas sociales y predican “justicia social”, deberían preocuparse más intensamente de los problemas éticos y de la visión general de la vida, si desean tener éxito en la lucha contra los males que, de buena fe, combaten.

El punto de partida de un proceso de rectificación no puede partir de la absurda idea clasista, sino de su superación a través de una vuelta a la ética de la fidelidad a la naturaleza propia y por lo tanto a un sistema social bien distinto y articulado. A menudo hemos dicho que el marxismo no ha surgido porque existiera una real indigencia proletaria, sino al revés: es el marxismo quien ha creado una clase social, la clase obrera proletarizada por desnaturalización, llena de resentimiento y de ambiciones contra natura. Las formas más externas del mal pueden curarse con la "justicia social", en el sentido de una distribución de los bienes materiales más equitativa que la actual; pero estas medidas nunca alcanzarán a la raíz interior sino se actúa enérgicamente afirmando y sosteniendo una visión general de la vida; si no se despierta el amor por la calidad, la personalidad y la naturaleza propia; si no se devuelve su prestigio al principio, desconocido solamente en los tiempos "modernos", de una justa diferencia conforme a la realidad y si de tal principio no se extraen, en todos los terrenos, las justas consecuencias, respecto al tipo de civilización que prevalece en el mundo moderno. 

 

Publicado en “La Vita Italia” marzo de 1943.

(c) Fundazione Julius Evola.

(c) Edizioni Il Settimo Sigillo

(c) Por la traducción en lengua española: Ernesto Milà - infokrisis

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