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Rostros y Máscara del Espiritualismo Contemporáneo. Capítulo VI. El neomisticismo: Khrisnamurti

Rostros y Máscara del Espiritualismo Contemporáneo. Capítulo VI. El neomisticismo: Khrisnamurti

En relación a las diferenciaciones de las que nos ocupamos, es oportuno considerar brevemente el fenómeno "mís­tico" en una acepción más amplia.

El término "místico" procede del mundo de los misterios antiguos, pero ha sido usado sucesivamente para designar una orientación del hombre religioso cuando busca tener alguna ex­periencia interior sobre el objeto de su fe, constituyendo el éxtasis su límite. Por último, se ha procedido a una generalización en base a la cual la "mística" se convierte en sinónimo de ensi­mismamiento fervoroso sin reducirlo al campo religioso en sentido propio y positivo.

No se trata aquí de profundizar en el misti­cismo religioso, que por lo demás presenta muchas variantes[1]. Para nuestros fines bastará recordar la distinción sumaria entre dos actitudes diferentes ante lo "espiritual" y dos modalidades de la misma experiencia.  Puede decirse que el "misticismo" está caracterizado por un acentuado elemento subjetivo, irracional y "estático". La experiencia vale esencialmente por su con­tenido de sensación y por embeleso que se le añade. En general, toda exigencia de control lúcido y claridad, está ausente y queda excluido. El principio agente es el "alma" más que el "espíritu" y por ello puede considerarse como lo opuesto al estado mís­tico, el de la "intuición intelectual"; éste es como un fuego que consume la forma "mística" de una experiencia, recogiendo ob­jetivamente su contenido, según la claridad, y no como inmersión en una "revela­ción" de trascendencia inefable. Además, es activa, mientras que la experiencia mística es pasiva y "estática".

En general, un principio de la sabiduría tradicional sostiene que para conocer la esencia de una cosa es necesario que se llegue a ser era misma cosa.  "Sólo se conoce aquello con lo cual es posible identificarse", superando la ley de la dualidad que gobierna la experiencia común. A propósito de esto mismo debe tenerse pre­sente la acentuada distinción entre un dominio lúcido de la ex­periencia y su clara percepción suprarracional y el per­derse en ella. Por consiguiente a la experiencia mística, como tal, no se le puede reconocer un verdadero carácter "noético". Para ella puede aplicarse lo que dijo Schelling al valorizar actitudes semejantes: al místico le sucede lo que lo sucede; no sabe fijar su objeto delante de él, no sabe el modo como conseguir que se refleje en sí mismo, como si fuera en un límpido espejo. Muy cerca de lo "inefable", en lugar de adueñarse del objeto, se vuelve, él mismo, un "fe­nómeno", es decir, algo que tiene necesidad de ser explicado[2]. A nuestros efectos al hablar de éxtasis tratamos de indicar fenómenos que, a pesar de no tener relación con ho­rizontes religiosos y trascendentes, afectan a un plano diferente al material. En esta misma dirección podemos continuar exponiendo las ideas desarrolladas por P. Tillich[3].

Tillich se ha percatado de que en el mundo físico toda rea­lidad existe con su forma y con su unidad, unidad y forma que están impresas visiblemente en el ser y como ser, como realidad de las cosas. No ocurre así en el mundo interior. Lo que en este mundo corresponde a la forma y a la unidad presentada por las cosas materiales -la personalidad, el yo- es un principio invisible que tiende a completarse y mientras se completa y se contrapone al ser, tiende a la independencia del ser y a la libertad.

Pero puede suceder que, de la misma forma que una corriente más fuerte y veloz, cuando irrumpe en otra más débil, puede absor­berla y arrastrarla consigo, asi también, en ciertas condiciones especiales, un determinado objeto o ideal puede provocar en el hombre una especie de ruptura en la tendencia principal, concentrándose sobre sí mismo. El objeto suministra un centro y el pro­ceso de la formación interna se interrumpe. Tal es la identifica­ción "mística" con un objeto: proporciona a la personalidad el modo de liberarse y de salir efectivamente de sí. Es, pues, como una liberación y una destrucción al mismo tiempo. Aquello que transporta da también un sentido de liberación, despierta una más elevada y seductora sensación de la fuerza vital, desligada de la forma.

Se comprende, entonces, cómo puede surgir el misticismo aun de cosas profanas.  Cualquier objeto, en el fondo, puede producir una identificación mística y un correlativo grado de arrobamien­to "estático", un entusiasmo que, por otra parte, puede también ser creativo. La estructura del fenómeno queda al margen. El he­cho de que el objeto místico no sea una divinidad sino una ideología, un partido político, una cierta personalidad y hasta un deporte o una de las "religiones profanas" de nuestros días, no es indiferente desde el punto de vista de la naturaleza de las in­fluencias a las cuales el estado "místico" abre los caminos, pero desde el punto de vista objetivo, no constituye una diferencia. Se da siempre una destrucción espiritual, la sustitución de una forma y de una unidad que no es la del sujeto, con el sentido de separación, de detenerse y de animación estática.

La consideración del fenómeno místico considerado desde este punto de vista nos conduciría muy lejos: desde el psicoanálisis a la psicología de masas, pasando por las variedades del nuevo colecti­vismo y las técnicas de subversión y demagogia. Nos limitaremos, en este campo, a algunas indicaciones.

Un fenómeno reconocido oficialmente y necesario en la prác­tica psicoanalítica es el llamado transfert. En él, el psicoanalista, como se dijo, va en cierto modo a sustituir al sujeto, proporcionándole un punto de referencia para liberar­se de las tensiones que desgarran su personalidad, para "vomitar fuera" todo lo que se ha acumulado y reprimido en su subconsciente. Aparte de los resultados terapéuticos, desde el punto de vista espiritual, la contraposición de todo esto puede ser precisamente el abandono y la interrupción de la tensión ha­cia un verdadero complemento de la personalidad y es intere­sante que semejantes "identificaciones" pueden acompañarse del fenómeno de la ambivalencia: amor que se mezcla con odio o que desemboca en odio. El fenómeno es significativo porque en pequeñas dimensiones toma el sentido de lo que muchas veces sucede en los fenómenos colectivos de transfert y de "éxtasis". También ellos pueden permitir cierta "ambivalencia", porque el sentimiento subconsciente de la violación íntima puede afirmarse como odio después del arrobamiento y el embeleso que despierta la identificación liberadora. La historia reciente nos mues­tra también ejemplos característicos.

La técnica de la demagogia se apoya generalmente en un transfert sobre la liberación "estática". Las hipótesis explicativas de los psicoanalistas que recurren a la la interpretación sexual de las experiencias de los salvajes, tenidas como supuestos antepasados de toda la humanidad, no son más que tonterías.  Sin embargo, queda el esquema del transfert y de la proyección fuera de sí del propio centro con el concomitante y muy visible fenómeno de pasar al estado libre de un enorme potencial psíquico-vital. Ahí donde los principios demagógicos revistiendo el carácter llamado "carismá­tico" logran producir la identificación mística, nacen movimien­tos arrolladores de multitudes, que no se detienen ante nada y en los cuales cada uno cree vivir una vida más elevada. Libre de1 propio yo, gozoso de transferir a otros hasta la capacidad de pensar, de juzgar y de mandar, puede manifestar efectivamen­te dotes de valor, de sacrificio v de heroísmo que van más allá de cuanto es posible a toda persona normal y a él mismo como parte desprendida del todo. En los tiempos modernos, tal vez de la Revolución Francesa en adelante, fenómenos semejantes han presentado un carácter siniestro porque los que determinan y guían por un cierto tiempo estas corrientes colectivas, son ellos mismos, más o menos, instrumentos de fuerzas ocultas.

Un caso particular de "misticismo" está constituido por el fenómeno mesiánico. El Mesías, como salvador, no es en el fon­do más que un ideal inconsciente que se presenta a cada uno como realizado en otro ser. También en este caso se produce el fenómeno del transfert, con síncope del proceso de formación y de integración del yo y con el consiguien­te ya indicado sentido de descarga y de liberación (es la atmósfera de liberación que se forma en torno al Mesías).

Naturalnte, no está excluido el caso de personalidades su­periores cuyas fuerzas pueden unirse a aquellas que se mantie­nen a la expectativa "mesiánica", en forma tal de no alterar ,;¡no de completar el proceso de formación interna, guiando pues a los individuos hacia sí mismos, hacia la conquista de su forma.  Este caso es así real como el de una efectiva elevación de cada uno "por participación", cuando conscientemente toma parte de una jerarquía tradicional centrada en representaciones efectivas de la autoridad espiritual.

En pocas palabras, el fenómeno mesiánico es muy poco fre­cuente en nuestros días, cuando por todas partes se va en busca de gurus y similares. En la mayoría de las corrientes espiritualistas, cuanao no es la rareza Y el atractivo de doctrinas "ocultas" para atraer a las almas, se trata precisamente de un vago deseo mesiánico, que se concentra en principios de sectas y escuelas a las que circunda la aureola milagrosa de "maestro" y de "adepto". En el teosofismo la cosa había tomado un carácter consciente y sistemático. Convencidos de la necesidad de un nuevo "Instructor del Mundo", se dieron a preparar el ad­venimiento, estableciendo para ese objeto una asociación mun­dial, la Orden de la Estrella de Oriente, la cual, según el oráculo de Besant, terminó con designar apto a un joven hindú para encarnar a la esperada entidad.

Se trata de Jiddu Krishnamurti, quien, por otra parte, llegado a la mayor edad y al conocimiento de sí mismo, con una innegable fuerza de carácter dió un inesperado golpe de escena adoptando resueltamente una nueva dirección. En esta etapa mantuvo la misma ambigüedad en su doctrina llamada "espiritualismo", por lo cual vale la pena examinarla desde su principio, aunque solo sea en forma sucinta.

*     *     *

En el campamento veraniego de Ommen, Holanda, en el año de 1929, Krishnamurti disolvió la Orden de la Estrella declarando al mismo tiempo su credo, sin atenuantes.  He aquí al­gunas de sus palabras: "Yo no tengo más que una meta: liberar al hombre, ayudarlo a romper las barreras que lo limitan, por­que solamente esto le dará la felicidad eterna, el conocimiento incondicionado y la expresión de su yo. Desde el momento en que seguís a alguien, dejáis de seguir a la verdad, estáis habitua­dos a la autoridad o a una atmósfera de la autoridad. Creéis, es­peráis que otros, por medio de poderes extraordinarios y milagros, os transporten a la región de la libertad eterna.  Deseáis nuevos dioses en el lugar de los antiguos, nuevas religiones en el lugar de las antiguas, nue­vas formas en lugar de las anteriores, todas igualmente sin valor, todas ellas barreras, limitaciones, muletas. Desde hace die­ciocho años habéis preparado mi venida al mundo. Y cuando yo vengo a deciros que es necesario arrojar todo eso y buscar por vosotros mismos la iluminación, la gloria, la pureza y la incorruptibilidad del yo, ni uno solo de vosotros acepta hacerlo. ¿Para qué pues, tener una organización? Yo sostengo que la ver­dad es un páramo salvaje y que no es posible llegar ahí por alguna vía trazada, ya sea una religión o una secta. Pera aquellos que verdaderamente desean comprender, que se esfuerzan por en­contrar lo que es eterno, sin principio ni fin, marcharán juntos con más fervor y serán un peligro para todo aquello que no es esencial, para la irrealidad, para los espectros"[4].

En sí misma, ésta hubiera sido una saludable reacción, no sólo contra el mesianismo teosófico, sino también, y de forma más ge­neral, contra la actitud extravagante de la que ya hemos hablado.  A pesar de todo es necesario hacer notar dos puntos.

El primero es que, a pesar de todo, después de las declara­ciones de Krishnamurti las cosas han cambiado poco; al igual que antes se han celebrado reuniones y asambleas con gran entusias­mo, teniéndolo como centro; ha sido creada una "Fundación Krishnamurti" que se propone adquirir un fondo en Inglaterra para establecer allí, según el deseo del mismo Krishna­murti, un centro para la difusión de sus ideas; se han editado libros con títulos como Krishnamurti, el instructor del mundo (de L. Renault), Krishnamurti, el espejo de los hombres (de Y. Achard), Krishnamurti, psicólogo de la nueva era (de R. Linswn) y otros por el estilo. Así el mito ha ido reconstruyéndose con singular rapidez y Krishnamurti sigue ejerciendo de maestro y predicador de una nueva visión de la vida. Se ha pretendido que esto no es exacto, porque el nuevo Krishnamurti no quiere sustituir a cada uno, sino que desea estimularlos a tomar de forma autónoma, una conciencia más profunda de sí mismos, presentándose sólo como un ejemplo y actuando únicamen­te como "catálisis espiritual" sobre los que acuden a escu­charlo.

Algo por el estilo puede concebirse en el caso de centros reducidos y pequeñas reuniones en algunos asram hindúes y grupos iniciáticos en los que una personalidad superior puede efectivamente crear una atmósfera casi magnética, sin predicar. En cambio, es muy dificil concebirlo cuando se pone a impartir conferencias en todos los rincones del mundo profano y para un pú­blico muy numeroso, incluso en teatros y universidades, habien­do llegado, finalmente, a interesar a un público tanto intelectual como mundano. Lo menos que puede decirse es que Krishnamurti se ha prestado a todo eso, utilizando el acostumbrado título de "maestro" y proclamando, paralelamente,  que no es necesario buscar un maestro.

El segundo punto consiste en que Krishnamurti, a pesar de todo, expone una enseñanza y una doctrina, que desde su prin­cipio hasta hoy ha permanecido prácticamente invariable, carac­terizada por acusadas ambigüedades, muy peligrosas por lo demás, debido a que nunca aclara la verdad de su ideología.

Liberar a la vida del yo, es, en el fondo, lo que Krish­narnurti anuncia. Verdad, para él, significa vida; y vida significa felicidad, pureza, eternidad y otras cosas más, sinónimos de éstas. Además, liberar la vida y liberar el yo son casi sinónimos, porque Krishnamurti insiste en la dis­tinción entre un falso yo personal y un yo eterno, el cual,  es uno con la vida y con el principio de todas las cosas. El hombre ha impuesto toda clase de limitaciones a este yo, es decir, a la vida: creencias, preferencias, hábitos atávicos del corazón y de la mente, aficiones, escrúpulos religio­sos, temores, prejuicios, teorías, vínculos y exclusivismos de todo género. Todas las barreras que se deben superar para volver a encontrarse a sí mismas, para realizar lo que Krishnamurti, llama la "unicidad individual" (the individual uniqueness). ¿Pero este "a sí mismo" -dado que después equivale al "yo de todo, a la unidad absoluta con todas las cosas, al fin del sentido de sepa­ración"[5]- se distingue mucho de cualquier cosa semejante al élan vital de Bergson y al objeto de las novísimas religiones del irracionalismo y del idealismo más o menos panteistas y naturalistas? ¿Con qué derecho llamarlo "yo"? ¿Y aquello que precisamente se puede llamar "yo" según Krishnamurti, en el fondo ¿acaso no es sólo un principio negativo, una superestructura que, crea­da por agregación de prejuicios, temores y pactos, sofoca lo que sería solamente real, la vida, exactamente como en el psicoanálisis y en el irracionalismo?

Krishnamurti no dice nada para hacernos entender qué sen­tido tienen algunas expresiones utilizadas por él -"a sí mismo" o "unicidad indivi­dual"- en donde la perfección y la meta son concebidas sim­plemente sin diferencias de muchas y variadas formas, semejantes -según sus mismas palabras[6]- al agua corriente que avanza siem­pre y nunca está quieta, a la llama que no tiene forma definida, débil, inconstante de momento a momento, y por lo mismo indescriptible, en ningún modo posible de limitar, indomable. Dar a la vida, sobre esta base, la cualidad de felicidad, de alegría libre y estática cuando toda oposición es superada, cuan­do ningún límite, ningún dique la contiene, ciertamente es posible que puede manifestase y extenderse sin esfuerzo con legítima espontaneidad. Pero no lo es hablar al mismo tiempo de incorruptibilidad, de eternidad, de verdadera liberación de la ley, del tiempo. No se puede querer simultáneamente aquello que está por venir y aquello que ya existe, aquello que continuamen­te cambia y aquello que es eterno e invariable. Siempre, las enseñanzas sapienciales han señalado dos regiones, dos estados: mun­do y sobremundo, vida y supervisa, fluidez y fuga de las formas (samsára) y permanencia del centro.  Krishnamurti mezcla las dos cosas en una extraña amalgama, en una especie de traducción de la enseñanza hindú de la identidad entre atma y brahmán en términos de irracio­nalismo idealista occidental. Y decir que si ésta era su más pro­funda exigencia, en una de las tradiciones de su país, en el maháyána habría podido encontrar todo lo necesario para pre­sentir en qué sentido podría efectivamente existir algo superior a aquella oposición.

Krishnamurti tiene razón al decir que el hombre debe su­primir la distancia entre sí mismo y la meta, convirtiéndose él mismo en meta[7], no dejando escapar como una sombra situada entre el pasado y el futuro, aquello que sólo es real y en lo cual únicamente puede poseerse y despertarse: el momento presente, el mo­mento del cual nunca se sale. Esta podría ser también una sa­ludable reacción contra la ya denunciada ilusión evolucionista, que rechaza llegar al final de la meta, que en realidad, sólo puede alcanzarse más allá del tiempo y de la historia.

Pero, ¿acaso no podría reducirse también lo estático a lo meramente instantáneo, a la embriaguez de una identificación que destruye toda distinción y toda sustancialidad espiritual?

Indicar el principio de no depender de nada, fuera de sí mismo, no es suficiente. Es necesario explicar qué relación se mantiene con este "sí mismo"; es necesario establecer si se es capaz, respecto a sí mismo, de dominio, de conocimiento y libre direc­ción, o bien si se es incapaz de ser diferente de aquel que mo­mento a momento, conforme a la espontaneidad pura, la "vida liberada" desea, actúa y crea en nosotros una disposición para elegir tal estado incluso como ideal[8]. Y si esto se refiere a la tarea de dar una forma y una ley a un ser personal puede también suceder que constituya también, en cierto plano, el límite para declarar la libertad.

Krishnamurti habla, ciertamente, de aquella rebelión que es ilusoria, porque expresa una velada autoindulgencia e intoleran­cia[9]. Dice que para comprender lo que entiende por libertad de la vida, es preciso prefijarse aquella nota, que es liberación hasta de la vida[10]. Acentúa que si la verdadera perfección no tiene leyes, eso no debe ser interpretado como un estado de caos, sino con superioridad de la ley y del caos, como convergencia el origen de todo, de donde surge toda transformación y depen­den todas las cosas[11]. En fin, afirma que debemos crear un milagro de orden en este siglo de desorden y de superstición, pero sobre la base de un orden interior nuestro y no sobre el de una autoridad, de un temor o de una tradición." Pero estas alusiones que en general podrían indicamos una justa dirección espiritual son poco convincentes, dado el espíritu del conjunto sin ser corroboradas por ninguna indicación concreta de método y de disciplina porque, como se ha visto ya, Krishnamurti es opuesto a cualquier vía prefijada: piensa que no existen senderos para la realización de la verdad, es decir de la vida; que un deseo y una aspiración de felicidad tan intensos como para eliminar uno o todo objeto particular, un amor sin límites, no individual, no para una vida, sino para la vida, no para un determinado ser, sino para cualquier ser, bastan para conducir a la meta.

Más allá de todo esto, como único camino está indicada la suspensión de los automatismos del yo y de sus represiones, el cesar del flujo mental en una especie de "solución de continui­dad" espiritual.  Cuando caen por tierra todas las barreras, cuan­do no hay nada en nosotros que sea determinado por el pasado o por lo ya conocido, nada que tienda hacia algo, en ese momen­to podría tenerse conocimiento del verdadero sí, la aparición de lo que Krishnamurti alguna vez llama n-ásticamente "lo desconocido", como un hecho espontáneo y con carácter de imprevisto, y no como el "resultado" de una disciplina, de un método y de una iniciativa del yo, porque sería absurdo que el mismo yo pu­diera "suspenderse" y "matarse" a sí mismo; cada esfuerzo vol­vería a encerrarlo en sí mismo. Después de este despertar hipo­tético el yo desaparece, no es ya el yo, "se convierte en la vida".

Tales ideas parecerían presentar analogías, no sólo con la doctrina mística cristiana que lleva resignación al espíritu (don­de, sin embargo, el concepto de gracia tiene una parte esencial), sino con las del taoísmo y con una de las dos escuelas principales del zen, las cuales parece ser que Krishnamurti conoce muy poco, ya que en una declaración reciente incluyó al mismo zen (junto con el hinduismo, con el método cristiano y con "todos los sistemas") entre las "patrañas", diciendo que una mente que se ejercita en base a cualquier sistema o método "es incapaz de comprender lo que es verdadero".  De hecho, las citadas analo­gías son relativas, el taoísmo y zen tienen un cimiento e impli­caciones histórico-existenciales muy diversos. Tal vez sea nece­sario tener en cuenta el exceso, en parte explicable, de una reacción contra el confuso engranaje del teosofismo y el relativo bagaje de creencias, de "iniciaciones", de "ejercicios", de tratos", de "cuerpos" y así sucesivamente.

En cuanto a las confusiones indicadas anteriormente, tam­bién es posible que las palabras traicionen el pensamiento de Krishnamurti y que el mismo carácter de su experiencia per­sonal unido a la falta de una sólida preparación doctrinal ha­yan impedido fórmulas más adecuadas.  Sin embargo, las con­fusiones expresivas podrían también reflejar la ambigüedad de su misma experiencia, con el resultado de que no da ninguna verdadera orientación.

En general, quedan como características en Krishnamurti el rechazo absoluto e indiscriminado de toda autoridad (hecho que hasta podría ser explicado sicoanalíticamente en el sentido de que Krishnamurti tuvo que soportar en su familia un torpe des­potismo paterno); la negación de toda tradición, por consiguien­te, un individualismo y un anarquismo en el campo espiritual, pero también, al mismo tiempo, una especie de encarnizamiento contra todo aquello e es " o". él coloca la construcción del yo, de "aquella ilusión que es el yo", en el mismo plano del "pecado original" del cual hablan los cristianos.  Es necesario entenderse sobre este punto.  La referencia justa podría ser pro­porcionada por la máxima iniciática: "Pregúntate si eres tú quien tiene al yo, o si el yo es quien te tiene a ti".  No hay duda de que es necesario liberarse de un cierto yo; la vía remotionis (el camino de remoción), la destrucción del "hombre antiguo" (el cual luego, desde otro punto de vista, no es más que el "hombre nuevo", el más reciente) es una condición que ha sido siempre reconocida para la reintegración espiritual.  Pero al mis­mo tiempo es preciso subrayar una continuidad fundamental y no insistir sobre rígidas antítesis.  Sería oportuno volver al sim­bolismo del hermetismo alquimista el cual considera más bien un baño en un "agua de vida" que destruye y disuelve advirtiendo sin embargo que las sustancias a las cuales se somete a tal baño deben contener un grano de oro indestructible (el símbolo del oro se refiere al principio yo) destinado a reafirmarse en aque­llo que lo ha disuelto, y a volver a surgir su potencia en forma superior; sin que por esto deje de conseguirse la perfección de la "grande obra", que se detiene en la llamada fase de la blan­cura que se halla bajo el signo de la mujer, más bien del dominio femenino sobre el hombre[12]. Este esquema orienta mejor y pone en su lugar lo que está entremezclado con las ambigüas ideas de Krishnamurti, en el orden de las cuales la negación del yo de­rivaría del hecho de que ello sería un factor estático, "un paquete inerte" que se opone a aquel cambio y a aquella continua trans­formación que constituirían la esencia siempre nueva e incoercible de lo real.

En un plano más contingente, Krishnamurti no habiía de­bido olvidar una máxima (e la tradición de su misma tierra que, juntamente con otras, quiere arrojar al mar: "Que el sa­bio no turbe con su sabiduría la mente de los ignorantes".  Venir a proponer ideas, que son verdaderas, si acaso, al nivel de un verdadero "liberado", a aquellos desorienta­dos que, como los hombres modernos, tienen demasiados incentivos que los lanzan al caos y a la anarquía, no es ciertamente una cosa sabia. El hecho de que frecuentemente tradiciones espiri­tuales y sabias, símbolos estructuras rituales y ascéticas no sean otra cosa que formas vacías que aún sobreviven, no debería im­pedir el reconocimiento de la función positiva que pueden haber tenido y que siempre pueden tener en el marco de una civilización más normal, y en relación con los pocos que todavía saben entender, vale la pena hablar para ellos, para que puedan también concebir una autoridad, la cual no sea nunca un prin­cipio de represión o de enajenación. Puede pasar por alto las sobrestructuras, los apoyos y los vínculos (muchas veces desti­nados solamente a sostener) quien ya se siente con fuerzas su­ficientes para ponerse de pie. Parece que Krishnamurti no se preocupa de esto: incita democráticamente a todos a la gran rebelión y no a aquellos pocos para quienes solamente ella puede ser saludable y verdaderamente liberadora.

Es muy significativo el hecho de que después del año de 1968 se haya podido advertir una particular receptívidad de las ideas de Krishnamurti en ambientes estudiantiles de muchas grandes universidades cuyos estudiantes integraron la "contestación", rechazando todos los sistemas y valores tradicionales en nombre de una "li­bre explicación del propio ser"[13]. Por otra parte, antes había aparecido el fenómeno que se conoció como mystic beat (golpe mís­tico) y el movimiento de la beat generation que se vió seducido por los aspectos irra­cionales del zen y su negación casi nihilista e iconoclasta de esta doctrina iniciática. Ello confirma el sentido inquietante y distorsionado en el cual pueden funcionar hoy algunas ideas, cuando no se entiende el plano que condiciona cada una de sus legítimas fórmulas.

Esta alusión a ciertos ambientes de jóvenes occidentales que recientemente han sido atraídos por las ideas de Krishnamurti surdas realizadas al margen de aquel mundo deberían expli­carse refiriéndose a ella, si en lugar de ser atribuidas al individuo y a las influencias de una ideología que niega todo concepto de culpa, conduciendo hacia el plano de una vida verdaderamente "liberada".

 



     [1]Sobre este asunto cfr. nuestro libro L’Arco e la clava, Milán, y el ensayo contenido en Introduzione alla Magia, cit., vol.  III, pp. 274 os.

 

     [2]W. J. SCHELLING, Zur Geschichte der neuren Philosophie, S.  W. (I), Y. X, pp. 187-189.

 

     [3]P. TILLICH Das Dimonische, Tübingen, 1926.

     [4]La Dissolution de l’Ordre de I’Etoile.  Una declaración de J. Krirh­namurti, Ommen, 1929.

 

     [5]      J. KRISHNAMURTI, La Vita Liberata, Trieste, 1931, p. 28.

     [6]Ibid, pp. 113, 122.

     [7]Ibid., p. 17.

     [8]Ibid., p. 69.

     [9]Revista Ananda, 1, p. 5.

     [10]La Vita Liberata, cit., p. 49.

     [11]En el apéndice de L. de MANZIARLY y C. SUARES, Saggio su Krishnamurti, Génova, 1929, p. 83.

     [12]Sobre esta enseñanza del hermetismo, cfr. nuestra obra La tradición Hermética. Martínez Roca, Barcelona 1976.

     [13]R. LINSSEN, Krishnamurti, psychologue de l’Ere nouvelle, París, 1971, p. 41. A. NIEL ha escrito también un libro intitulado Krishnamurti et la revolte.

 

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